viernes, 18 de mayo de 2018

El obituario del venado


Yo nievo.
En una silenciosa luna de troncos crujidos.
Miro satisfacer al rocío. Aire de sonrisa en contorno de meditación ondulada.
Con cada curva de piel, una brasa besa el invierno.
Los huesos, dignos, significan exabruptos que inflaman el piso.
Y se entierran.

Suelo llover.
Pero la madre del venado llora. Callada.
Cocina mis órganos (donados) en un puré de solsticio nocturno.

En la luz amarilla de la cabaña, suenan aplausos que me buscan,
como el tiempo busca alucinado saber terminar.
Me apuntan. Suenan. Gritan de honor.
(Ya inundaré despertares en cuanto sueñe.
Ya derribaré cuartos menguantes en arcos de iris y córneas.)
En un aullido de sílabas opacas, reconozco el obituario del venado.
Pero la madre llora cansada, revolviendo órganos.
(Un grito, uno solo, y un venado entero ahí dentro.)
Llora en hilado fino de alucinado aderezo.

Yo espejo.
Y el suspiro barre todos los alerces del último suelo.
Miro el carbón, la brasa y el cencerro sordo.
Ultima el rocío, despacio, a la madre del venado.
(Cada gota un bisturí, poro por poro muriendo.)
El cucharón se detiene y cada órgano se desgrana.
(Una ternura de la que no volverá.)
Me miro mirarme y, en la cabaña amarilla,
falsos venados acrílicos se atragantan sádicos entre los gritos.
Y son coronados,
(ya nadie recuerda obituarios)
por los que aún aplauden,
(¿sabrán que todo espejo es ciego?)
o gritan,
o rezan,
(¿olvidándome?).