jueves, 30 de julio de 2020

Un amarillo perpetuo


Pasó la mano por el mostrador. ¿Cuántos años? Nada era plano. Ni él ni su mano. Y había polvo. Increíble, estando todo el día ahí encima. ¿Cuántas manos? Inútil mirar el reloj para que le dijera lo mismo que la última vez, hace tres minutos. Una vez le dijo a alguien que el reloj se reía de él. Y ese alguien se rió de él. Pero él lo cree. Cada vez que lo mira el reloj le dice "es inútil". Y lo más sádico es que es inútil. 
La vereda es el músculo acalambrado de la noche que recién empieza. Siente el aire que llega hasta su mostrador y lo aspira como si pudiera guardarlo. Por las dudas. Por las venas desiertas que llegado el caso... pero no. Si pudiera reír le cambiaría el color a la noche, pero mira sus manos sobre el mostrador y en los contornos de su piel se derrama un silencio solo. 
Todo ocurre más allá de la frontera de su mostrador. Gente. Voces. Autos. Brillos. Ganas. Dinero. Gente. Sustos. Risas. Brillos. Furias. Plásticos flameando por encima de los cuerpos. Pasan, pasan todo el tiempo, pero no se detienen. Él pasa la mano por el mostrador. No es plano. Tiene irregularidades que son como las arrugas que marcan su edad. ¿Cuántos años? ¿Y él? 
Llegan aromas. También se cocina en otros lugares. Pero ahí les adivina gente, clientes, hombres, mujeres, les inventa felicidades como dentaduras inmensas que devoran, mientras exhalan carcajadas que rebalsan las cajas registradoras de billetes. Siente el entrechocar de cubiertos y el siseo de los mozos flotando bandejas y platos más vasos más comida más gente. Y risas. 
Él tiene una boca. Y dientes. Pero están sobre el mostrador y no se ríe. En la calle, cada auto acelera al verlo, huye al sospecharlo. Imagina poner su negocio junto a un semáforo para que al menos durante unos segundos todos deban parar. Y mirarlo, si la luz es roja. Y olvidarlo, si la luz es verde. 
Él quedó en un amarillo perpetuo y el reloj siempre murmura que es inútil. ¿Cuántos años? Un hombre se detiene y mira su cartel. Él vuelve a pasar la mano por el mostrador y trata de acordarse cómo sonreír. Se rasca la cabeza para ganar tiempo y un parpadeo más tarde la espalda del hombre camina ya por la vereda siguiente. 
Sabe que cuando deba bajar la persiana se dirá a sí mismo que ese fue el último día. Que ya no más. Y sabe que al día siguiente estará allí. Y no sabe más, porque... porque nada es plano, nada, ni el mostrador ni su mano. ¿Cuántos años?

Al día siguiente estuvo allí. Temprano. Se agachó para levantar la persiana y algo junto al árbol de la vereda le llamó la atención. No lo recordaba. Era raro, no podía no recordarlo. Haberlo hecho y no recordarlo. Sin embargo ahí estaba, tirado junto al árbol. El reloj.
Sin entender porqué ni importarle demasiado, se encontró sonriendo.

miércoles, 29 de julio de 2020

El mar comienza a salar lo seco


Dos caballos corriendo a la par desde el fondo del sol hasta la colina más iluminada de ese atardecer. El deseo de la arena, que va dejando palidecer el calor del día, es poder dormirse escuchando el mar. 

Un signo serpentea sobre la colina, ondulando una serie de frases hemisféricas que no acaban de gestar un mínimo borrador. Uno de los caballos lo mira y el signo cae fulminado de interpretación. Los ojos del caballo son miradas automotores que surcan la playa incendiando caracoles enterrados como si cantaran los premios de una lotería. Devasta cada sombra que le llega por delante. Los ojos del otro caballo desensillan al lucero del cielo y lo ponen a flotar cerca de la orilla, donde la espuma simula la sonrisa final del día.

El deseo de la colina es respirar la noche mientras enhebra el galope infinito de los caballos escapados del profeta. Las escrituras supieron acostar sus signos en sendas frases simétricas que iluminaban cada ladera semejando cada uno de los dos universos posibles. Y caballos. Caballos como la aguja del tiempo que puede mantener en unión cielo, tierra y respiración, mirando siempre de reojo lo escrito, trotando en acentos y profecías sin dejar jamás de sonreír. Espuma del mar. Sal. Olas que barrieron tiempos sin juramentos y hoy son el aplauso cálido que celebra esa arena que sólo piensa en dormir en su arrullo. 

El mar, por la noche, es como un teléfono sonando en una calle vacía. La arena sueña con el abrazo que un pulpo le supo dar, hace ya varias mareas. Ambos caballos rezan junto a un fuego humilde que devora hojas de una escritura gentil. Comerán, luego, unos peces que el profeta les dejó antes de seguir su viaje. Dormirán, como duerme la arena en el tiempo blanco, y por la mañana llegarán al fin del mundo, si acaso el mar se lo permite al cielo. 

lunes, 27 de julio de 2020

La mirada de Caravaggio

        
La sombra de la planta consiente el pedido de la luz. Le permite correrse esos dieciocho milímetros que necesita para ver las piernas del hombre que está parado en el andén. La sombra de la planta se queda inmóvil, pero sabe que debería haberse movido. 
La luz, dieciocho milímetros más allá de lo que cualquier ley física le permitiría, mira a la sombra de la planta y le señala el sonido que se acerca. La sombra de la planta asiente despacio, manteniendo su lugar. El sonido se acerca. 
La luz oscila irreverente en el milímetro diecinueve ahora, porque las piernas del hombre se han movido. Apenas. Como sincronizando el sonido que crece. 
La luz vuelve a mirar a la sombra de la planta y parpadea nerviosa, aunque nadie allí lo advierta. El sonido se siente encima de los contornos grises del andén. La luz pliega dos reflejos en forma de rezo y le pide a la sombra de la planta que resista en el lugar. La sombra de la planta calla, inmóvil. 
El andén comienza a borronearse con el sonido que lo penetra malsano y filoso. La luz sisea fuera de toda razón física. La sombra de las piernas del hombre se mueve, lógica y rígida, junto a los pasos del hombre que busca el borde del andén. La luz siente el palidecer de un "ahora o nunca" y se lanza más allá de todo respeto por la ciencia. La sombra de las piernas del hombre siente el desgarro incomprensible de una luz que la mueve, sin que su voluntad lo pueda impedir, y arrastra consigo a las piernas del hombre que, a un paso del borde del andén, cae hacia atrás, sentado, al mismo tiempo que el tren que ingresa a la estación pasa a pocos centímetros de sus suelas.

Jamás entenderá por qué no ha podido tirarse a las vías del tren. 

Excitada, casi vuelta humilde relámpago, la luz regresa a su lugar correspondiente, milímetro cero, lugar que debe ocupar para la sombra de la planta que adorna la estación. La planta respira aliviada al fin y le escucha murmurar a la luz: "la materia va donde va la sombra, y ésta, donde va la luz", y sonríe, sonríe porque la conoce y le conoce su vanidad. 
El hombre, aún confuso, abandona la estación dejándose llevar por la oscuridad de las calles. Sus piernas nunca le contarán la verdad.

domingo, 26 de julio de 2020

Cerrojo lucero


Sueño espeso
en el disturbio cargado.
Ahueca variopinto el ícono despintado
de un cerrojo lucero
en la punta más plana de la vértebra,
cara, espejo, (desinflar de excusas)
ahuyentar sinsabores sazonados
de un caleidoscopio de escaleras
encrespadas de hambre:

                                    alimentar
                                    cada peldaño de infantil soberbia
                                    con la altura fractal de un faro,
ensombrecido
                        en el plenilunio aletargado
                        que duerme cansino,
cerrado,
                                    soñando el final del cielo
                                    dibujado en la diéresis de su hambre.

sábado, 25 de julio de 2020

La sombra última de Admónides


—Principio de huerta.
Luego de decirle eso, cerró la ventana.

Admónides se supo colgando en el vacío, con sus manos acalambradas aferrando el alféizar resbaladizo. La ventana cerrada lo miraba como si él ya fuese un recuerdo de alguna otra vida.

Le costaba recordar, tratar de hacer memoria mientras el viento que soplaba a esa altura le horadaba los oídos. Huerta. Como si un espantapájaros gigante se hubiese ensañado con su humilde sentido del miedo. Huerta, sembrada y cosechada, dos momentos de un mismo pensamiento. Quiso elevar apenas una mano para asomar sus dedos en el vidrio de la ventana, pero apenas si el borde de una uña... la más larga... apenas. Huerta, lo sembrado que germina y crece y se cosecha. Admónides no entendía por qué habiendo tanto aire allí arriba le costaba respirar. Huerta, esa casa colgando en la altura, como un ridículo desafío a la gravedad y la física. Huerta, la ventana da al vacío. Pero ahora él rellenaba ese vacío con un espanto bien envainado en venas de presagios hipertensos. 

—Sus ojos de metralla adobaban esos vidrios que no dejé acaramelar más por el aliento impío de la subsistencia inútil.
—¿Admónides?
—...
—Pero es ridículo el vacío. Es un espantapájaros que balbucea dentro de la oratoria de su santo equilibrio. Ya se sabe.
—Principio de huerta. 
—¿Admónides?, puede vivir sin agua, sin aire y sin vida. Nunca se sembró y nunca se cosechará... 
Lo miró con furia incontrolable y levantó un puño enrojecido y amenazante, temiendo que diga lo que finalmente el puño no pudo callar.
—... porque nació flor.
Y el puño atravesó los dientes como si el drástico viento de abril se llevara por delante todas las cortinas de la casa. Ruido de cristales y un aroma dulzón a sangre cálida en la tarde. 

Junto a la última frase, las manos resbalaban del alféizar. Ahora los pétalos lograban que Admónides reencarne en un helicoide que reía a carcajadas montado en las corrientes de aire. Ahora giraba con garbo y gracia. Ahora se elevaba compitiéndole al diámetro del sol. Ahora flotaba abrillantando sus pétalos en la marea que respiraba reflejos allí abajo, en el mar a sus pies. Ahora... le costaba recordar, tratar de hacer memoria. Junto a los giros que iban colocando a la casa en un espiral voluptuoso alrededor de su vértigo, surgió el diálogo:
—¿Nunca regado?
—No, señor, nunca.
—¿Sexo?
—Flor.
—¿Estado civil?
—Soleado.
Y se dejó caer sintiendo el vibrar de cada pétalo como si de las fibras del pulóver más querido de Dios se tratase. Abajo el mar. No puede estar tan mal... "¿Nunca regado?" Le costaba recordar en medio del viento que barría con suavidad el pasado, hojas borroneadas que descorrían algún otoño de alguna vereda. Pero esa mirada, esa pregunta y esa marea azul que subía lentamente a besarlo... 

—Principio de huerta.
Bastó escucharlo por última vez para entender dónde iría su sangre, la del puño, la de la cortina, la de los pedacitos de dientes como granizado de chocolate blanco en medio de una salsa de frutilla. Lo sembrado que germina, crece y se cosecha. Y se riega.
—Admónides... —le costaba hablar sin dientes—, secará el abismo y será mar, vacío, viento y abrazo en acantilado de santo equilibrio, y se cernirá sobre todo lo vivo y todo lo regado y no quedará ventana ni vidrio ni mucho menos caída posible... 
La sangre, la última, aún goteaba desde su cuello hasta el sembradío. 
Lo miró ya sin furia y lo vio caer a la tierra, seco, deshojado, hundiendo su cara entre terrones obscuros que comenzaban a abrazar, poro a poro, su pasado. Los tallos surgieron indolentes alrededor del cuerpo, con reflejos bermellón y ocre. Lo siguió mirando sin esperanza, sabiendo que sólo restaba sentarse a esperar la sombra última de Admónides. Principio de huerta, final de saciedad.

viernes, 24 de julio de 2020

Muy rápido cae la noche


Participa del asombro. Enarca los codos entre los gestos demudados y cree sonreír cuando en realidad todo alrededor se ahoga en un espanto que su vejez suprema le traduce en un feliz cumpleaños. 

Quisiera llegar hasta la puerta y deshacer el ciego silencio que el picaporte enarbola como una honestidad visiblemente tonta. Hastiadamente inocua. ¿Quién más? Sólo él. 

A través del quicio llegan sonidos del universo que él conoce. (Como si ignorarlo fuera tan fácil como gritar en sueños). El auto estaciona entre su ventana y la adolescencia tardía de su sensatez siempre alerta. (Como si esas ruedas pudieran olvidar el camino marcado con la sangre de tan bella alma). Quien sea que tenga puestas sus manos en el volante apaga el motor y, detrás de sus ojos, el recuerdo es un cuchillo que le talla el nervio óptico cincelando esas palabras que memoriza desde hace décadas. ¿Quién más? Sólo ellos dos.

El ruego del timbre vuelve templo distópico a su oído que niega las cicatrices. Pero ellas están, se dice, mientras los pasos en el umbral de entrada saben a ocaso.

Quedarse en el asombro. Con el aire rumiando juegos de inercia cruel en sus pulmones cree soñar, mientras el timbre es una plegaria de confesión sin penitencia. 

Si el picaporte quisiera hablarle, podría argumentar que ese perfume que ahora lo acaricia debe estar necesariamente asociado a aquel feliz cumpleaños. Pero si él supiera contestarle, podría explicarle que sólo lo vivo atraviesa años. ¿Quién más?