lunes, 26 de diciembre de 2022

Asesinas elipsis


No me dejes galopar.
Por el sol, yo te lo pido.

He enterrado hadas en pozos transaparentes
de infancias,
en oídos sin nombre
de mieles fantasmas.

No me dejes galopar,
pues ahora ellas salpican,
bajo mi montura,
sus varas mágicas de perdidos desayunos,
sus brillos estancos de deseos oportunos.

Y corcoveo orbitando
asesinas elípsis
cuyas tímidas matemáticas parten al medio el sol
con la furia de la gravedad
que solo un
hada,
enterrada en el pasado
y desoída,
puede llegar a soñar.

No me dejes despertar
en medio del galope.
Déjame a salvo en mi pozo
transparente de necromancias
que pronostican futuros
que cabalgan,
a paso de hada,
sobre dos soles.

sábado, 24 de diciembre de 2022

¿Entiende la épica?


Primero fue un borrón en el asfalto. Gris manchado sobre el gris acostumbrado. Luego surgieron contornos. Leves matices. Algún tono rojizo seco y trazos de líneas finas esparcidas al descuido.
Como la vista se le fijó en la mancha, pudo dejar transcurrir el tiempo necesario para que una de esas brisas que tienen la humildad de transitar entre el polvo del suelo agitara algo como un temblor. Algo en la mancha se movía en el viento. La mancha tenía algún tipo de relieve, entonces. Los colores solos no suelen moverse en el viento, reflexionó.
Se hizo imperativo acercarse. Dar los pasos necesarios para que la mancha deje de serlo y entender.

* * *

El secretario entró a su oficina con el acostumbrado y cansino paso de fingido respeto. Llevaba papeles en la mano y cara de haber sido interrumpido en algo importante.

—Diga, señor.
—Le voy a solicitar que articule lo necesario para decretar tres días de duelo nacional.

El hombre parado frente a su escritorio, inmóvil con sus papeles, cambió rápidamente la expresión del gesto monótono al rictus de estar ignorando algo demasiado importante.
—¿Perdón?…

Él se acomodó los anteojos y lo miró con trabajada seriedad. Esto sería largo.
—Decretar duelo nacional… ¿sabe de qué le hablo? Son tres días, un decreto, hay un protocolo a seguir, banderas a media asta… ¿lo escuchó alguna vez?
—Señor, por supuesto —sonrió muy levemente el secretario, casi como una disculpa—, sólo que se me escapa el motivo.
—¿El motivo de qué?
—Bueno… no me he enterado de ninguna desgracia de gravedad o importancia.

Volvió a acomodarse los anteojos, casi un tic continuo en él, pero ahora mantuvo su mirada en la madera brillante del escritorio.
—Yo, sí.

El secretario cambió su postura y también entendió que esto sería largo. Y arduo. Relajó su cuerpo, acomodó los papeles de su mano y con un breve gesto de permiso los dejó sobre el escritorio. Pretendía que su acción fuera entendida como “ya tomé noción de lo importante del tema y voy a dejar mis papeles a un lado para dedicarme a esto”.
Sacó su anotador de tapas rojas, abrió buscando la hoja correspondiente a ese día y respiró en forma perceptible. Otro gesto que intentaba mostrar compromiso.
—Vamos a decretar tres días de duelo nacional por la muerte de la paloma después de la tormenta.

El bolígrafo se movió sobre la hoja en blanco hasta un punto. Y en ese punto el secretario alzó la vista, mecánicamente, y preguntó como para confirmar:
—Perdón, señor, ¿Paloma, dijo?
—Sí.
—¿Paloma…?
El secretario alargó la frase esperando un apellido relevante mientras mantenía la punta del bolígrafo sobre el papel, justo donde quería colocar el nombre. Pero él sólo se limito a repetir lo ya escuchado pero inaudito.
—La muerte de la paloma después de la tormenta.

Los siguientes segundos de silencio rubricaron en la mente del secretario que ahí acababa la descripción. El nombre. El motivo del duelo. Y sus esperanzas de entender.
—Claro… —murmuró el secretario sin tener nada claro— pero permítame preguntarle, ¿era la paloma de alguien?
La pregunta quedó flotando sobre la madera lustrada del escritorio y fue demasiado evidente que su intención había sido preguntar si “¿la paloma era alguien?”, pero dadas las circunstancias y la investidura que tenía por delante agregó el “de” para no caer en una posible ofensa al prestigio de la ignorada paloma.

—Si usted quiere preguntar si la paloma era de alguna personalidad relevante, funcionario de primera línea o figura destacada del ámbito social, no, la respuesta es no. No era de nadie.
Y luego de una breve pausa, remató:
—No era de nadie. Y eso la vuelve mucho más importante.

Durante estas frases el bolígrafo pareció disfrutar algún tipo de romance con un electrocardiograma, porque se agitaba en la hoja del anotador de tapas rojas simulando una importancia que la mano que lo revestía no alcanzaba a hilvanar por ningún lado. El secretario, en un gesto ya mecánico dentro de su oficio de servir, repitió la última palabra como para invitar a su interlocutor a que siga, a que aclare, o a que lo absuelva de ese raro pantano.
—… importante…
—Sí.
Silencio. No había caso.

Decidió entonces, algo también aprendido con los años, tratar de abrir el tema con preguntas, probando a ver de qué forma podía llegar al nudo de lo incomprensible.
—Disculpe, señor, con todo respeto, claro… ¿Usted conocía a la paloma en cuestión?
Él se volvió a acomodar los anteojos, pues claramente era incapaz de comenzar una frase sin ese gesto previo, y se decidió a pronunciar algunos obsequios retóricos para allanar un poco el camino del hombre que tenía por delante.
—No podría decir que la conocía en persona, aunque quien ha visto una paloma las ha visto todas, pero la conocí lamentablemente ya occisa.

El secretario seguía anotando.

—¿Occisa?, disculpe la ignorancia, pero ¿adónde queda eso?
—Occisa no es una localidad. Significa muerta en forma violenta.
—Entiendo —dijo el secretario sin entender, pero algo más animado—, ¿y tenemos conocimiento del autor material del hecho?, quiero decir, ¿se ha dado intervención a la fiscalía correspondiente y demás?

Él apoyó su mentón en una mano y lo miró con toda la piedad que le era posible antes de responder.
—Ya le dije que la paloma murió después de la tormenta. ¿Usted sabe qué jurisdicción interviene cuando hay chaparrones?
—No, señor. Hemos tenido casos de ciudadanos fallecidos por caída de rayos, pero nunca se registraron denuncias contra los mismos. No que yo recuerde, al menos.

En este punto el secretario sintió un tenue pinchazo de mea culpa, porque si ignoraba un hecho de trascendencia tal que iba a provocar un duelo nacional, paloma más o paloma menos, bien podría ignorar otras cosas fundamentales y su carrera corría peligro.

—La conocí como una mancha gris y borrosa que interrumpía el asfalto, con sus plumas desordenadas, caída seguramente de algún árbol a raíz de la última tormenta.
—Ahora, disculpe, señor, sin ánimo de impertinencia, ¿no?, pero ¿no cabía la posibilidad de dar aviso a algún servicio de emergencias para efectuar algún tipo de rescate? Digo… ¿realmente no había nada para hacer?

—Aplastada. ¿Le suena la palabra?… aplastada. Créame que si yo lo encontrara a usted caído de un piso veinte y vuelto un rompecabezas desarmado tampoco llamaría a nadie.
Y con una rapidez de reflejos que casi no se conocía el secretario soltó impulsivo:
—¿Y decretaría tres días de duelo nacional por mi?

Él olió el acre aroma de la trampa en el aire y decidió seguir caminando sobre terreno seguro.
—Habría que ver cuál fue el motivo de la caída.
—Entiendo —dijo el secretario que ya creyó agotada su cuota de atrevimiento durante esa charla.

—La tormenta… ¿sabe?, la tormenta lo vuelve épico. ¿Lo entiende?… estamos hablando de un ser con alas que vuela, y que termina su vida aplastado contra el piso por una tormenta… que no tiene alas y que no vuela. ¿Entiende la épica?
—Claro —carraspeó el secretario— partimos un poco de la base de que yo no tengo alas, al menos hasta ahora, y de que es poco probable que una tormenta me tire de un décimo piso.
—Partimos de la base de que siendo usted, lo más probable es que se caiga por estar bailando borracho en la baranda del balcón. ¿Entiende la épica?

—Entiendo… —repitió el secretario cual letanía y retomó el bolígrafo y su anotador—. ¿Cuál sería el nombre que deberíamos colocar en el decreto, entonces? Hay un protocolo armado y los decretos se completan en base a modelos, usted ya sabe. Pero me faltaría el nombre…
—Otra vez… La paloma después de la tormenta. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Mire, si sigue haciendo preguntas y no se pone a trabajar la paloma va a terminar reencarnando antes de que arranque el dichoso duelo nacional.

El secretario seguía con el bolígrafo adherido a la hoja, como si fuera un ancla que le asegurara su perdido barco en medio de esa rara tormenta. Mientras pudiera escribir, no se ahogaría.
—Entiendo… ahora, en ese caso, digamos, si se comprueba la reencarnación, ¿correspondería anular los tres días de duelo nacional o invitamos a la paloma a los actos pertinentes para que se rindan los honores que marca el protocolo?
—No. No corresponde anular nada porque en caso de reencarnar ya no sería la paloma occisa, sería otra paloma distinta…
—¿Aunque compartan el mismo espíritu?

Él ladeó la cabeza y resopló, como anticipando un cansancio posible.
—Mire, yo con eso no me voy a meter porque no quiero tener problemas con el clero. Vio cómo son. Apenas uno manifiesta alguna cosa espiritual y ellos creen sentir un poco de olor a incienso y ya se nos tiran encima acusándonos de herejes, ateos y todo eso. Prefiero concentrarme en las plumas y, llegado el caso, ver qué hacemos. Mire… sinceramente y que esto quede entre nosotros, si algo así ocurriera yo tengo una médium amiga que por algunos pesos nos comunica enseguida con el espíritu de la paloma y ahí aclaramos todo lo que sea necesario.

El secretario seguía en su frenesí de bolígrafo agitado al viento y hoja llenándose de anotaciones.
—Claro… ahí libraríamos el pedido de indagatoria correspondiente y...
—¡No!, ¡no!, pare… eso no lo anote, le dije que queda entre nosotros. No está bien visto que alguien en mi posición ande consultando almas del más allá.
—Claro… y menos si son palomas. Imagino —apuró el secretario.

Él volvió a acomodarse los anteojos pero ahora con las cejas enarcadas, en una curva que denotaba cierto desafío.
—No entiendo… ¿por qué “menos si son palomas”? ¿Me equivoco o usted tiene algo en contra de las palomas? Su frase sonó despectiva.

El secretario respiró hondo, cerró su anotador de tapas rojas y le colocó la tapa al bolígrafo. Luego habló desde ese tono opaco que provocan los recuerdos más hondos.
—Mire, señor… seré breve. Pasé mi infancia viniendo casi todos los días a la plaza que está aquí enfrente, la conoce, sabe de qué hablo… desde donde puede uno sentarse y mirar la Casa de Gobierno. Venía cada tarde a darle de comer a las palomas y pasaba horas y horas… ¿Y sabe qué pensaba?, que algún día iba a estar ahí adentro, en esa casa inmensa e importante, haciendo cosas inmensas e importantes, me veía con banderas, con sillones… Luego, por las noches soñaba que una bandada de palomas agradecidas me alzaban de brazos y piernas desde la plaza y me llevaban por los aires hasta algún despacho de aquí adentro.

Los ojos del secretario acabaron húmedos, mirando a la nada. O al pasado, que es lo mismo.
Él dejó pasar unos segundos y le intentó colocar algún cierre que los dejara en comunión.
—También hubiese sido una caída épica.
—Pero ninguna tormenta me hubiese detenido —respondió instantáneo el secretario.
—Ni yo decretaría un duelo nacional.