domingo, 30 de abril de 2023

Lo que queda en pie


—Nada, Franco, nada. Esta es la caída, el momento final. El terminarse de todo. Sabés de qué te hablo. 
En el amplio salón iluminado, con paredes color ocre, cerraban uno a uno los ventanales con un gesto que intentaba disimular el apuro. O el miedo. Cerca de algunos vidrios aleteaban sonidos similares a explosiones, pero aún lejanos o erróneos. 
—Como si estar detrás de un vidrio pudiera detener la historia. 
—¿Se escribe la historia esta noche?
—Se acaba, por lo menos. La nuestra, seguro. 

Franco se revolvió inquieto en su silla de ruedas. Su traje oscuro le pesaba: corbata, camisa blanca, todo ridículo en ese momento. Sólo un par de horas antes, durante la siesta, se soñaba desnudo y corriendo por el parque, detrás de ella, también desnuda. En el aire había sol y música. Ahora había silencio de asfixia. ¿Cómo se sentiría ser despedazado por una bomba? ¿Podría llegar a ver su cuerpo desmembrado rebotando entre el humo contra las paredes ocre? 
—Están pidiendo que evacuemos.
—¿Es un chiste?... Afuera hay una lluvia de misiles. ¿Evacuar adónde?
—No lo sé, señor. Son las órdenes. 
—¿Qué dicen, Artemio?
—Nada, Franco, nada. Puras idioteces. Órdenes como racimos de flores muertas. Inútiles.. 

Franco miraba las piernas de Artemio. Una envidia por esos movimientos. Con toda seguridad si él tuviera esas piernas útiles y no los colgajos que le habían tocado en suerte, hubiera corrido fuera del salón a acabar con el enemigo. Sentía arder en el pecho esos golpes que hubiera dado, sentía esa energía retenida y acumulada. Pero la silla, claro... la muerte estática adornada con ruedas como inútil sarcasmo. La silla desmentía cualquier energía posible, querida o imaginada.
—Sólo es esperar. Aquí no hay sótano ni búnker. Quizá algo quede en pie para cuando el bombardeo acabe. 

Los oídos de Franco se detuvieron en el dolor de esa frase casual: "algo quede en pie". Y obviamente él jamás sería "algo que quedara en pie". Él era siempre algo sentado, o acostado. 
Dio vueltas a esta última palabra. Acostado. No estaba tan mal esperar el fin acostado. Parecía una irreverencia digna de alguien con agallas. Ella, en el sueño, jugaba con el pasto crecido y le preguntaba: "—¿Qué necesidad es esa de mostrarse valiente, de ser un héroe, de pelear más fuerte que todos?... ¿para qué?, ¿qué cambia morir tosiendo en una cama o llevarte con vos a medio ejército enemigo?"

Entonces su cara comenzó a cambiar. Sus oídos se independizaron de los estallidos que cada vez se acercaban más. Se tomó de la silla con ambos brazos y se bajó lentamente. No podía fallar. Primero se sentó en el suelo, descansó, tomó algo del aire ocre que los circundaba y luego se acostó. Rígido, firme, con los brazos paralelos al cuerpo. 
—¿Qué hacés, Franco? ¿Y si hay que salir de urgencia?
—Estoy de pie. ¿No lo ves? Luego, los puntos de vista son siempre discutibles. Artemio, perdoná que te deje pero tengo que volver a un sueño para contestar una pregunta.
—¿Ella?
—Claro.
—¿Y después?
—Ya nos fuimos, Artemio. Entendelo. 

Franco cerró los ojos y varias explosiones encadenadas hicieron vibrar ventanas ocre, desgajando vidrios y ofreciendo plateas, palcos y tribunas para observar el fin con privilegio. Artemio entendió que no hay nada más solitario que una bomba. Miró en derredor y nadie parecía registrar si estaba vivo o si ya era parte de los escombros. El "ya nos fuimos" de Franco le envolvió las piernas y decidió que ya no se movería. 

Ella jugaba con el pasto crecido pero ahora tenía una flor muy pequeña entre los dedos. Lo miraba y se reía. Lo miraba y sentía que amarlo era una explosión más. Una ventana inacabada. Un desfile de incuestionables riesgos que acabarían con todos muertos. 

Le pegó el sol en sus dientes cuando le habló.
—¿Ya los acabaste a todos? ¿Ya podemos regresar y barrer los escombros? Vivir, ¿podemos?...
Franco se notó sentado en el sueño. Se miró las piernas instintivamente. La miró a ella. Se miró amarla. 
—Sí. Ya no queda nada. Ni nadie. Y fui yo solo el que acabó con todo. 
—¿Por mi?
—Por venir a buscarte y por darte la respuesta que te haga vivir. 
Ella comenzó a llorar. Se tapó la cara con las manos. Lloraba cada vez más fuerte. Llegó incluso a abrazarla estando acostado, y ella se acostó junto a él en el sueño. 

En el silencio de los cuerpos unidos bajo los escombros, comenzaron a conversar acerca de sus planes para la vida juntos. La flor pequeña iba de mano en mano y servía para subrayar susurros que declaraban cómo sería una vida que estaba muriendo. Una última y desgarradora bomba acabó con el edificio ocre en forma instantánea.

Entonces Franco pudo sentarse, sacudirse los escombros, mirarla, sonreirle, ponerse de pie, darle la mano e invitarla.
Echaron a andar el sueño.