lunes, 18 de diciembre de 2023

Saltar lo suficiente


Terminó de alisar por enésima vez su vestido sabiendo que no hacía falta y que sólo calmaba sus nervios. Estaba de pie a un metro de la puerta de su camarín y sólo pensaba. Esa noche. Lo podía cambiar todo, pero era esa noche. Ninguna otra.
—¿Amor?... ¿estás lista?
Los tres leves golpes en la madera movieron su muñeca instintivamente a abrir la puerta, sin pensarlo. Ganímedes observó a Sincredio sonriéndole. Le quedaba muy bien su traje de gala aunque, para ella, él siempre había tenido un aire cadavérico que no lograba dejarla tranquila. Quizá la extrema delgadez, quizá lo marcado de sus pómulos, no lo tenía en claro. Y cuando él le sonreía la amalgama con lo esquelético se acentuaba.
Ella lo miraba sin hablar. Y debió tener algún gesto extraño en su rostro que provocó que él resignara su sonrisa y la nombrara.
—Ganímedes… ¿estás bien?
—Sí, Sincredio, quizás un poco nerviosa.
—Suena raro… nunca me llamás por mi nombre.
—Vos tampoco.
—Pero es que… Ganímedes es hermoso. Dan ganas de usarlo. Aparte, sos el satélite más grande de Júpiter y de todo el sistema solar, ¿cómo no usarlo?
—Sí, pero ¿lo ves?... un satélite, ni siquiera un planeta o una estrella… algo que gira alrededor de otra cosa más importante.
—¡Pero sos bailarina!, y la mejor… ¿qué nombre más indicado podría tener una bailarina que el nombre del mayor satélite conocido?
—El nombre de una estrella. Y serlo. Y esta noche y todas las noches serían distintas.
Sincredio se limitó a dar un paso dentro del camarín y abrazarla. Despacio. Ya lo sabía. No podía desarreglar ni vestido, ni maquillaje, ni sueños cosidos en los volados.
—Peor el mío, amor… ni siquiera existe. Soy el producto de una mala pronunciación peor escuchada por alguna empleada con sordera.
Ganímedes sonrió y se dejó conducir por el pasillo. Alrededor, la agitación iba marcando lo cercano de la hora.

* * *

¿Cómo saber si llora un caballo?, se preguntaba Eustaquio con la cabeza apoyada en la ventana de su caballeriza. El olor a madera siempre lo calmaba pero esta noche no alcanzaba. Alrededor, sus compañeros dormían o comían con desgano. ¿Y si lloran y yo no lo sé? En realidad, su única pregunta era un pedido de ayuda para su desconsuelo. Él no quería llorar y ni siquiera sabía bien en qué consistía, pero su extraña capacidad telepática de entrar en las mentes ajenas lo había formado en una cantidad de conocimientos que lo abrumaba y lo confundía. Datos, historias, sensaciones, reflexiones, pero sin contexto ni educación. A veces temía sinceramente caer en la locura, pero la comunicación con su gran amigo Helmer solía consolarlo.
—¿Estás ahí?
—Hola, Eustaquio, amigo… ¿qué tal la noche en la Tierra?
—La noche es como cualquier noche, pero yo ya no lo aguanto más.
—Ay, no… ¿qué pasó ahora?
La mente de Eustaquio calló unos instantes y se esforzó por notar si había lágrimas rodando desde sus ojos. Pero nada.
—Lo mismo de siempre, Helmer, el maltrato. Ya no lo soporto. Hoy antes de salir para el teatro pasó y me tiró un manojo de heno y paja en la cara, gritando que cada vez me volvía más viejo y más parecido a un burro.
—¿Burro, dijo?, ¿en serio?
—No lo voy a repetir, Helmer, porque me duele mucho.
—Está bien, amigo. Mejor olvidarse. Pensá en otra cosa. Eh… ¿hoy es la gran noche aquí, no?
Eustaquio volvió a silenciar su mente unos instantes porque necesitaba ordenar lo que venía ahora. Era demasiado importante.
—Necesito pedirte un favor, Helmer. Y tiene que ver con esta noche.
—Lo que quieras, mientras pueda hacerlo desde aquí, obviamente… no olvides las distancias.
—Es que justamente lo que necesito que hagas va a ocurrir allí.
Ahora Helmer mantuvo su mente en silencio unos segundos, mientras relajaba sus tentáculos y dejaba que reposen sobre la superficie de polvo. El tema se tornaba serio.

* * *

Le dio el último beso, le soltó la mano y salió al escenario junto al estruendo de la música, los aplausos y las actividades febriles de la gente detrás de la transmisión. Ganímedes quedó entre bambalinas y miraba a Sincredio parado en el medio del escenario hablando, gesticulando, lanzando chistes y devorándose las cámaras como solía hacer. Lo sabía hacer. Ella sabía que lo sabía hacer muy bien. Y también sabía de su extrema crueldad. Esa misma capacidad para liderar una transmisión internacional, que abarcaba una función de gala y servía de preámbulo para lo que sería nada menos que el regreso del hombre a la Luna, contenía la frialdad necesaria para lastimar o herir a cualquiera. Sin detenerse. Sin sentirlo. Por eso ella bailaba y giraba. Siempre. Por eso ella no se detenía. Por eso las acrobacias y por eso su ansiedad por vivir en el aire lo más posible. Ya sabía de lo que Sincredio era capaz con quien mantuviera sus cuatro patas en la tierra. Más de una vez lo había acompañado a sus caballerizas y la experiencia no había sido grata. Ella tenía que volar. Girar. Siempre.

El tiempo se atropellaba dentro de sus nervios y sus manos alisaban continuamente un vestido ya liso. Escuchaba la rutina ensayada sin comprender y sólo sabía que llegado el momento alguien la empujaría a escena para hacer su número. Hablaban, presentaban, pasaban invitados, conectaban con el módulo que estaba llegando a la Luna, entrevistaban familiares, mostraban imágenes del pasado, sonaba la orquesta en breves pasajes, tandas publicitarias, gente que pasaba y le decía cosas, y su vestido liso, y su escasa o nula noción de la distancia que había hasta la Luna. ¿Lograría alcanzarla con algún salto? ¿Y quedarse allí para siempre? Había que girar. Volar. Siempre.

* * *

—Amigo, básicamente no tengo problema en hacer lo que me pedís, pero sabés que va a traer consecuencias.
—Claro. Eso es lo que quiero, las consecuencias. Quiero que ese ser horrible que me amarga la vida vea su carrera destruida por un desastre.
—Suena a mucho… Yo no quiero criticar tu idea, pero no sé si realmente todo va a funcionar como querés.
—Helmer, yo soy el que vive en la Tierra. Yo los conozco, conozco sus mentes y sé cómo piensan. Confiá en mi. Vos, querido amigo, sos un calamar gigante que nació y se crio en la Luna, de maneras que aún no comprendo, por supuesto.
—Ya te dije mil veces que no me digas “calamar gigante”, es ofensivo, yo no tengo nada que ver con esos pescados.
—Bueno, tampoco son “pescados”, acá un calamar es algo…
—Lo que sea. No soy de la Tierra. Lo único que me une a esa pelota celeste es nuestra amistad telepática. No me hagas replantearme mis amistades planetarias, que ya de por sí son pocas y siempre viven lejos.
—Bueno, bueno, Helmer… tranquilo, perdoná, prometo no decirte más calamar. Sólo te pido que esta noche, hagas eso. Un favor. Para vos no es ningún esfuerzo y a mi me cambiará la vida.
—Está bien, dejame ver qué puedo hacer. No te prometo nada.
—Confío en vos, amigo.
Luego el silencio y el olor a madera, relajando. Alrededor de Eustaquio todo estaba casi callado, apenas el reacomodarse de algún compañero, pero el silencio marcaba la noche en la caballeriza.

* * *

De vuelta entre bambalinas. Ganímedes ya había hecho su número, breve, tal lo pautado. Estaba agitada igual, le dolían los pies, algunos músculos de las piernas, sabía que se había esforzado más de lo normal, sabía también que era su noche porque jamás tendría a tanta gente del otro lado de una pantalla mirándola. Y sentía haberse roto en alguna forma. Quizás en alguna forma más que la muscular. Aún su mente navegaba en el residuo de sus nervios. ¿La Luna? ¿Y cómo llegar hasta allá? ¿Con qué salto, con qué paso? ¿La querría más Sincredio si ella pudiera llegar a bailar en la Luna? ¿La quería?

Ahora todos miraban las pantallas gigantes absortos. Un relato transmitido con voz mecánica se intercalaba con las palabras más terrestres de Sincredio en el escenario. Acompañaban esa hazaña con un silencio de expectativa. Las imágenes eran sorprendentemente claras para semejantes distancias. Aun faltaban minutos. Había relojes, números y contadores por todas las pantallas. Las manos de Ganímedes sostenían la tela de su vestido, pero sin alisarlo, sólo apretándolo. Sentía la necesidad de aferrarse a algo que le impidiera salir volando. ¿Qué podría haber tan arriba? ¿Qué podría haber mucho más arriba de sus saltos? Sus manos, la tela y el dolor de sus músculos eran en ese instante todo lo que ella podía llamar “hogar”.

La elevación del ruido ambiente y la excitación, que se podía percibir casi sólida, le dijo que lo más importante estaba por ocurrir. A su alrededor todos se movían de alguna manera. Ella se asomó apenas para poder mirar una de las pantallas y corroborar lo que el entorno le decía con su agitación. Llegaban. El módulo lunar había logrado aterrizar sin estrellarse, lo mencionaban porque era una de las posibilidades, y la gente festejaba en un descontrol que recordaba a un triunfo deportivo. En breves minutos más abrirían las compuertas y nuevamente, luego de tantas décadas, habría un hombre caminando por la Luna.

Sin saber por qué, Ganímedes se retiró de ese costado del escenario, dio unos pasos perdidos mientras la gente gritaba cada vez más. Algo dentro de su esencia había logrado que deje de importarle el espectáculo. Quizá, la nave aterrizada ya anulaba todo vuelo, todo movimiento, toda órbita o giro y entonces ella ya no tenía que ver con el tema. Ahora vendría lo usual, lo remanido: el hombre llegando a algún lado y meses enteros de festejos. ¿Qué podría haber de bello en pisar un suelo sin elevarse o girar, por más distancia que se haya recorrido? Pero algo pasó, algo que incluso logró que sus dedos suelten la tela de su vestido. El tenor de los gritos de la gente hizo que instintivamente se lleve sus manos al pecho, cubriéndose. Intentó volver a salir para observar alguna pantalla, pero una avalancha de gente descontrolada la tiró hacia un costado de las bambalinas y pensó que era mejor buscar refugio. Los gritos iban en aumento y no lograba entender nada. Sólo se quedó en su rincón entendiendo que fuera lo que fuera, debía esperar que pase. Hundió su cara en la tela del vestido y se imaginó a sí misma en órbita, girando, danzando más allá de la grandeza o la tragedia de lo que hubiese ocurrido.

* * *

En la oscuridad de la cabelleriza Eustaquio se preguntaba cómo lograría enterarse de lo que hubiera pasado. No tuvo la precaución de pedirle a Helmer que se lo cuente y, al ser un amigo, mantenía la ética de no entrar en su mente sin aviso. Así, pasaban las horas de la noche y la ansiedad lo mantenía despierto en medio del silencio absoluto. Hasta que, por fin, la voz resonó en su cabeza.
—Ya está hecho, amigo.
Ahora sí había lágrimas. Estaba seguro. Ni falta le hacía la luz para poder verlas. La emoción que sentía desbordaba sus ojos sin necesidad de comprobarlo.
—¿Fue sencillo? ¿Hubo algún problema? —preguntó Eustaquio con la incomodidad de casi no saber qué decir en una circunstancia así.
—Sí, la verdad que sí porque no venían preparados. Apenas dos seres humanos. Igual te confieso que la cara de terror del segundo casi me dio un poco de lástima. Pero bueno, un amigo es un amigo, y vos sabés cómo te aprecio.
—Helmer, nunca sabrás el favor gigante que me hiciste y cómo sanaste mi personalidad después de tanto desprecio vivido. Ahora ya puedo sentir una tranquilidad que trasciende todo lo que viva de acá en más.
—¿Ya lo viste a él?
—No, obvio, aún debe estar en el estudio de televisión y debe haber un desastre espantoso alrededor, puedo imaginarlo. Si bien lo que hiciste, para vos, puede haber sido no más que “la cena del día”, acá en la Tierra esto es una tragedia inédita.
—Sí… sí, puedo hacerme una idea.
—Sólo me di una vuelta por la mente de ella. Hace un rato.
—¿Ganímedes?, ¿la bailarina?
—Sí. Pero con ella no se puede porque la aíslan tantas capas de soledades que dentro de su cabeza sólo sentís giros, saltos, vueltas… ella sólo piensa en volar, siempre. No puedo ver mucho más que eso.
—Algún día voy a verla por acá, entonces… si logra saltar lo suficiente…
—Puede ser, pero en tal caso ni te atrevas.
—Ah… bueno —respondió Helmer sonriendo— no sabía que había algo de amor por ahí.
—Sólo que no te atrevas. Nada más.
—Tranquilo, amigo, aprendí de vos esas cosas que solés llamar códigos.
—Lo sé. Y es más… —Eustaquio hizo una pausa y prosiguió con cierto quiebre en la voz— te aseguro que después del favor que nos hiciste hoy, Ganímedes va a poder saltar lo suficiente.
—¿Y vos?
Eustaquio dejó que la pregunta de Helmer se entreteja con el aroma a madera del lugar y le respondió con una felicidad rara, que nunca había sentido.
—También.

sábado, 9 de diciembre de 2023

Didascalias para miradas que aún no se han escrito


Yo, que vi caer el fruto de Eva sobre el despertar de Adán, no puedo menos que hablar cara a cara con la Serpiente y decirle que es en vano todo. Que el hombre acabará por edificarle un zoológico a su alrededor y ella, tan salvaje en su introspectiva distopía de alardes y siseos, terminará pagando la entrada sólo para verse y no olvidar.

Cascabel del anochecer, ya nadie siente hambre por esas herrumbres con las que hipnotizabas a Eva, ya nadie busca en el diario noticias de tus colmillos. Ni saben de tu existir. ¿Que tu venganza es parecer que no y saber que sí? Sinuosa, pero no evidente. Y, lo que no evidencia, tarde o temprano no respira.

¿Lo sabías? Ya no respirás y el aire ni lo notó. No lo sabías.
Te llevo en mis brazos de pura pena y, quien se me ha cruzado, ha pensado en una verde manguera ajada por el sol de los años idos, en algún jardín olvidado. Un verde ido. Otro más.

El único recuerdo que te ilumina es la iridiscencia de la manzana que supiste guardar en tu interior. Y que por las noches repta, estrella a estrella, tratando de ubicar el satélite que aún comunica con la mirada de Dios. Languidece luego, en un silencio que sólo la ansiedad de tu cascabel interrumpe, y se guarda junto al amanecer, recordando que necesitás simular muerte para poder seguir viva.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Las miradas rotas


Pero resiste.
Desarmado en breves vínculos,
como ojos negros de ventanas rotas,
escama, hora por hora, 
el derrotero que sabe inútil
de cada uno de sus soles.

La calle ama su gris tranquilo
dando a entender que no necesita
de apoyo a la Tierra.
Sus cimientos son los pasos,
los neumáticos y las miradas rotas.

¿Vos a mi?
Y la educación de cada vereda
destrona el logro de la resistencia.
¿Dónde buscar un paraguas sin tela
que deje caer a todos los trinos,
desnudando el último temblor de Dios?

Yo a vos.
Escamando, en reversa, una genética
que descomponga la brújula del sol.
¿Podrás ayudarlo a salir solo de noche
y a volver temprano
para que el último temblor
del ocaso en el levante
nos convenza, quizá,
de ya no resistir?