Aun
dormido, siento la presencia a mi lado. Sin abrir los ojos ni tener conciencia
del todo, sé que hay alguien al costado de mi cama. Abro los ojos para verla,
porque es obvio que es ella. La expresión de Ruth, la Azul, no me deja margen
para dudar. Algo está mal.
—Tenés
que venir. Dice que se va a ir. Que se va a ir a morir.
Esta
Ruth, a la que yo llamo la Azul por su eterno pulóver azul de cuello muy alto,
lleva el pelo corto, casi en coherencia con un ánimo que no admite solturas. Su
rostro es duro, marcado, de ojos grandes, negros y tristes, salpicado de
compasión. No puedo decir que sea linda, pero me hace muy bien sostener miradas
con ella. En medio de lo difícil que es intentar cuidar a su desdoblada, Ruth, la
Blanca, ese contacto visual que solemos tener, tiene el efecto de un abrazo.
Me
siento en la cama, aún somnoliento. Nos miramos. Ella tiene sus manos apoyadas
sobre las ruedas de su silla, como lista para rodar apenas yo acabe de
levantarme.
—¿Hay
que hacer algo?
Ruth,
la Azul, me mira casi ensayando una sonrisa.
—Ha
estado dando discursos sobre el amor hasta caer desmayada en un pasillo. La llevaron
a su cuarto y despertó pidiendo verte. Verte para que le aclares algo antes de
irse a morir.
La
escucho y me doy cuenta, casi por primera vez, de que nadie acá está preparado
para que Ruth, la Blanca, simplemente se muera. O se vaya. O preparado para
entender la diferencia entre ambas cosas, si es que finalmente la hay.
Esa
especie de apellido, la Blanca, se lo da el andar vestida siempre con un
camisón de ese color, y sólo eso. En este Asilo de Desdoblados es común que
todos estén casi siempre vestidos igual. Identificaciones sencillas, nombres y
colores. Cada persona compuesta por dos, desdoblada en dos. Cada caso, un
abismo propio con una especie de ángel como red. Ruth, la Blanca, es el abismo.
La Azul, la red.
Y
no siempre se muere a la par acá. Mi desdoblado, por ejemplo, cayó hace años
dejándome solo. Por eso hoy me siento como una tercera parte de Ruth, como una
red de la red cada vez más perdida en un cansancio de niebla. De alguna manera,
Ruth, la Blanca, es algo tan intenso, tan devastador contra sí mismo, que
necesita más de una red. Pero jamás pude adivinar si se alegra de tenernos. O
si simplemente se alegra, alguna vez.
Ella
oficia, a veces, de oráculo. O de lo que ella entiende que es un oráculo. Nunca
sé qué placer siente en hacerlo, si es placer, pero en ocasiones necesita decir
cosas que, según ella, responden al futuro, como si una mano pálida limpiara
desprolijamente un vidrio empañado. Mira largo rato a los ojos de la persona,
incluso cambiando el ángulo de la mirada, inclinando la cabeza a veces, como
los perros cuando escuchan un sonido raro. Luego se corta un mechón de pelo, lo
coloca dentro de un tazón y lo prende fuego. En los instantes que dura el
crepitar que acompaña al olor desagradable, ella acerca la cara como si fuera a
leer.
Una
tarde, conmigo delante, se quedó callada e inmóvil un largo rato, luego de que
el pelo se hubiese consumido. Y, al fin, habló.
Es una laguna cobijada por las alas
de un cisne gris. El cisne planea tapando el sol y las alas arrancan palabras
que parecen nadar en cada roce con el agua. Prismas sin sol no lanzan colores. El
cisne está cansado y el agua ya no se puede tomar. Queda el sol olvidado, que
no sabe resolver crucigramas, con todas las palabras enredadas en sus rayos. El
cisne gris te mira. Necesita morir su respiro de agua entre tu sueño.
A
pesar de que sólo había mosaico frío bajo nuestras piernas, yo recibí ese
aleteo húmedo sonriendo triste en mi espalda. Cómplice de los ojos cerrados de
Ruth, la Blanca. ¿Qué hacer con un cisne teniendo sólo mosaico por toda ofrenda
de naturaleza? Imaginé una culpa tan grande como ese sol que las palabras de
ella habían dibujado (había alargado exageradamente la vocal al decir “sol”
luego de “prismas”, de una forma infantil que me hacía amarla sordamente, pero
apenas unos contados segundos, como un flash, como la vida de un fósforo
equivocado). Uno siempre siente culpa frente a Ruth, y ella se aplica en borrar
todo vestigio de disculpa o de evidencia. Entonces uno siente culpa e
ignorancia. Uno siente ganas de asesinarla, o de causarle un horroroso daño,
sólo para encontrarle un motivo a la culpa que entorpece el propio enloquecer.
Es más fácil ser culpable de un porqué. Pero ella es un hada maestra en
entregar sus penas envueltas para un regalo que va presagiando continuamente
cumpleaños propios, nuestros, aniversarios de penas vividas, amargos presentes
que envuelven un pasado despintado, “una caja de crayones rotos”, dice y se ríe,
con todos esos dientes blancos que parecen un cortejo olvidado en el Polo
Norte. Una caja de crayones rotos. Suele usar esta frase para describir su
infancia, y yo no puedo escucharla sin sentir inmediatamente el típico olor
grasoso de los crayones, sin evitar asimilar esos colores a la sangre suelta, a
la sangre fuera del cuerpo, liberada de las venas, a la sangre de Ruth vaciando
su vida infante e inundando el mundo, crayones rotos, venas rotas, colores
dispersos, sangre suelta, como vendida al peso, o por litro, o por pura pena
sin medida. Y entonces levantarían vuelo sus discursos acerca del amor. Como si
un artesano se quitara un chaleco bordado de esquizofrenia y detallara
minuciosamente todos y cada uno de los hilos que lo componen. Colores,
texturas, grosor, figuras, cariños huérfanos, botones malheridos y el brillo,
siempre el brillo presente de algún sol que se atragantó al borde de una plaza
con juegos despintados, sin nadie que la hamaque, sin agua gris en los
bebederos oxidados. El amor y sus inobjetables daños colaterales. El amor y sus
filos quirúrgicos de sombras en recuerdo. El amor y los murmullos asfixiados de
cada latido en derredor. Y la gente del Asilo que escucha en silencio, con los
ojos siempre cerrados y las manos entrecruzadas a manera de plegaria.
Es
más fácil ser culpable de un porqué que ser el dueño de un puñal en pecho
ajeno, ciego a su filo y sordo de su vaina. Y Ruth hace de los puñales un
maravilloso mazo de naipes para construir el azar de una realidad que no se
ancla jamás en ninguna cotidianeidad. Para eso está Ruth, la Azul. Para eso su
silla de ruedas (jamás le pregunté por sus piernas), para eso su pulóver con
cuello alto (jamás le pregunté qué oculta), su mirada de grandes ojos negros
que vacían el espanto como una aspiradora, tan aplicada como desgarrada. Para
eso, Ruth, la Azul, las manos que limpian lágrimas o vómitos, que ajustan un
torniquete en el brazo mientras sus labios apretados parecen medir el exacto
detenerse a tiempo de la sangre.
Cuando
la miro en silencio, en esos silencios tan marrones de nuestro Asilo, llego muy
fácil a la conclusión de que su cabeza es apenas una piedra tallada con un dejo
de belleza femenina, de gracia caída por mera lástima. Y luego siento culpa por
mi crueldad. Junto a Ruth siempre hay culpa, como un infinito desorden de
sábanas insensatas rodeando una cama triste por y para siempre.
Pero
sin ella, yo ya no estaría. Ese cisne aletargado de aquella tarde de oráculo y
mosaicos fríos, ya hubiese doblado la curva del sol y estaría mucho más
desinteresado de mi carne que yo mismo. O que mi madre misma, si acaso me
hubiese parido a la antigua usanza, en vez de agitar ofertas en la mesa de
saldos de clones por puro aburrimiento. No es fácil preocuparse por la propia
carne cuando se nace de una fotocopia. Yo se lo había dicho en una noche de
navidad a mi madre, pero ella sólo miró el reloj y me dijo que ni a Cristo
dejaba yo nacer en paz. Mi padre rezaba, con el vello de su nuca erizado, pero
por el fin del mundo, esa cosa quimérica que nunca terminaba de llegar. Lo
recalco, yo, sin la Ruth Azul ya no estaría. Y hacía ya un largo tiempo que eso
me había llevado a pensar en que los desdoblados no somos sólo un juego de
redes, sino que todo es mucho más complejo. Como si Ruth, la Azul, y yo
fuéramos la red de Ruth, la Blanca, pero a su vez la Azul fuera mi red y así
consecutivamente vaya a saber hasta qué horizontes de complejidad. La gente que
atiende en este lugar debe tenerlo más claro. O no. O quizá sólo dejan que todo
ocurra y que todo siga su curso, sea el que fuere. A ellos les dicen los Serios
y no tienen otro nombre porque no usan colores, o usan uno sólo, el blanco.
Algunos los respetan y otros no, porque los Serios no tienen desdoblados, son
solos. Sólo tienen su seriedad. Y los que no los respetan piensan que si no
tienen a alguien que sea su red, o su abismo, no pueden entender nada. Pero yo
creo que ellos saben, y que su seriedad es porque lo que saben es demasiado
triste. Alguna vez se lo dije a Ruth, la Azul, en una madrugada de insomnio,
mientras la Blanca volaba en fiebre y cantaba imitando a los delfines, y ella
sólo me miró en silencio y sus ojos se pusieron mucho más brillantes que lo que
nunca le había visto.
—¿Qué
cosa le puedo aclarar yo a ella?
La
palabra “claro”, la claridad, era un concepto utópico entre nosotros. Una
iluminación que se acaba odiando a fuerza de desearla en vano.
—Es
obvio que sólo te lo va a decir ella.
—Ruth,
si tengo que pasar por esto, que se haga tu voluntad y no la mía.
Una
antigua fórmula. Un rezo, supongo. Un algo escrito en alguna piedra enterrada
debajo del océano. Y el cisne vuela cada vez más cerca del agua. Y del sol. Y
de la penumbra encerrada entre mis dientes.
—Si
tuviera voluntad, ya hace rato que te la hubiese regalado. Junto a mi destino.
Envueltos en los músculos desnudos de mis brazos, los que mueven esta silla de
ruedas.
—Le
hubiera faltado un moño.
—El
calor de mis ojos, contestó rápido.
—Casi
que lo tenías todo pensado.
—Claro.
Pero ya lo ves, nunca tuve voluntad.
—Es
por eso que…
—Es
por eso que Ruth, la Azul, está donde tiene que estar. Levantando, ayudando,
recogiendo, limpiando, curando, cosiendo, cicatrizando, secando, escuchando.
Callando.
Una
antigua fórmula. Un rezo de desesperación rasada. Un algo escrito sobre la seda
caliente del alma que aprendió a olvidar todo lo que le tatuaron.
Conduzco
la silla de ruedas por el pasillo.
—¿Qué
vas a hacer cuando ella se vaya?
Es
una pregunta al oído, con los bordes de mis labios rozando el cuello de su pulóver
azul.
—Ella
no se va a ir nunca.
Es
una respuesta al horizonte, como una piedra formando anillos en la calma
desdichada de un lago artificial. Una mañana cualquiera. Mientras los
pescadores miran.
—Eso
es imposible.
Se
lo digo bajando la velocidad con la que rodamos por el pasillo. No quiero
llegar. No quiero verla. No quiero tocarla ni escucharla. Ni dejarla.
—Entonces
decime qué es lo posible.
Y
estamos ante la puerta del cuarto. La única respuesta. No puedo evitar pensar,
con mi estupidez tan habitual como supina, en el tercero, el segundo y el
primero. Y tampoco evito, esto ya a conciencia, pensar en que el primero debía
de tener una respuesta clara, pero ya dije lo que la claridad provoca en
nuestros ánimos.
Parados
frente a la puerta del cuarto. Respuestas no hay. El tercero y el segundo
habrían huido en algún amanecer de raro sol (cada vez era más extraño ver el
sol, o eso que iba quedando a manera de sol) por las ventanas de la
indiferencia general, de las miradas agachadas a fuerza de párpados de
humillado cansancio muscular. Y el primero, sonreiría con esa inercia insensata
que alberga todo dueño de una propiedad privada única.
—Incunable,
dice Ruth, la Azul, sentada rígida en su silla frente a la puerta del cuarto.
—¿Qué?
—Incunable
es la palabra que le falta a tu pensamiento. Una propiedad privada única e
incunable.
A
veces olvido la molesta capacidad de ella de leerme el pensamiento, pero de
todas maneras es algo que casi nunca usa, o que sabe disimular muy bien. Jamás
hace uso de esos datos, no al menos de manera evidente. Y esto me lleva a entender
que mis pensamientos carecen totalmente de importancia para ella. Eso y la
degradación de mi autoestima, es casi lo mismo. Pero de todas maneras ya no tiene
mucho sentido esa preocupación de mi parte. Estar frente a ella es como pararme
frente a un órgano propio, como sentarme al lado de mi hígado. Nada que
simular.
Luego
habla sin quitar la vista de la puerta cerrada. Ni mover la cabeza. Sólo su
boca.
—El
primero fue tu desdoblado, ya ido. El segundo sos vos. La tercera habita esta
silla de ruedas. Y el cuarto es eso que tiene esa puerta por rostro.
Entonces
pienso en que el juego de palabras ya patina demasiado en un hielo quebradizo.
Que está bien que todo sea hielo en este instante. Que si Ruth, la Blanca, se
está por ir, necesariamente todo debe helarse y entonces es lógico que un tonto
juego de palabras patine por todos los pasillos del Asilo y acabe en nuestras
bocas como una construcción tan sólida que causa espanto. El falso espanto de
lo cierto. Pero la voz de ella es tan seria, tan de cera tallada en sílabas
cobrizas y acentos como cuerdas afiladas, que no puedo más que creer.
—Como
si la verdad tuviera algún valor, murmura Ruth, la Azul, tomando nuevamente el
eco de mí pensar.
La
puerta del cuarto se abre. Somos tres los sorprendidos, pero sólo una logra
sonreír. Ruth, la Blanca, nos mira desde sus dientes, con las encías como el
telón que aguarda el último acto para descansar.
—Lo
siento, pero no se puede estacionar acá. En mi calle, los árboles trocan en
grúas por las noches y levantan a todas las almas sencillas que, como
enredaderas, se quedan a esperar el sol de las siete. Me he asomado más una
madrugada por la hendija cómplice de la puerta y ni una sola queda. Todas son
conducidas a remolque hasta el Depósito General de Incredulidades, en donde
deben pagar la multa de su esperanza para que les liberen un poco, sólo un
poco, de su aleteo magro y crepuscular. Y regresan. Yo sé que regresan. Pero
cada vez un poco más olvidadas de sí mismas, más convencidas de ser otras, más
deformes sus caras y más endurecidos sus ruegos, hasta que alguna noche sin
luna (los árboles no trabajan sin luna que los convierta), logran atravesar la
trama oscura y ver por fin el sol, pero ya para ese entonces no recuerdan quiénes
son y reencarnan en cualquier cosa, un sillón, un albatros, un misil rojo, un
carpintero, un jabón de glicerina… He visto cada cosa... Entonces pasen,
entren, por favor.
—Nadie
va a reencarnar hoy, no hay sol por buscar, no hay sol, en verdad, dice Ruth,
la Azul, y yo entiendo que es el típico mensaje de una red que pretende ir
conteniendo a un abismo que se asoma demasiado. Es obvio que no está en sus
planes dejar ir o dejar morir a la Blanca, y es también así de obvio que no
puede hacer nada al respecto. Ni tampoco entender esto último. Yo muchas veces
pude ver que algunas cosas funcionan a la perfección simplemente porque alguna
de sus partes ignora por completo que jamás podrá hacer lo que se propone. Pero
nunca se lo dije a Ruth, la Azul; luego del brillo en los ojos de aquella vez, el
miedo me pudo más. Y mucho menos a la Blanca, porque luego de escuchar que el cisne está cansado y el agua ya no se
puede tomar, habría sido demasiado cruel.
Entramos
en el cuarto. Sólo hay una cama absolutamente desierta. Imagino que el resto de
las cosas deben estar en el primero, el segundo o el tercero. Esto debería
preguntárselo a alguno de los Serios, pero ocurre que cada vez tengo menos
ganas de hablar con ellos. Y a ellos parece pasarle lo mismo conmigo, me doy
cuenta aunque no me lo digan. Ruth, la Blanca, se para de espaldas a nosotros
bien en el medio del cuarto. Yo noto que hay una marca en el piso, hecha con
pintura azul, y ella se cuida de pararse muy exactamente sobre la marca.
Durante un largo rato los tres nos quedamos en silencio. Lo único animado ahí
dentro es la tela del camisón blanco de Ruth, que ondea muy sutilmente sin que
yo sepa porqué. Alguna corriente de aire. Alguna de sus extremidades rezando alguna
ceguera. O han de ser todas las palabras
enredadas en sus rayos. Sé que Ruth, la Azul, quiere hablar. Que necesita
hablar, en realidad. O hablarse. Pero el hecho de que la Blanca me haya llamado
específicamente a mí, le deja muda de reacción toda la voluntad ficticia que a
lo largo del tiempo supo construir. En parte me da pena su silencio y me da
ganas de acariciarla, pero esa es otra de las cosas que he olvidado con los
años. Y no, no creo que los Serios sepan enseñar eso. Nunca los vi acariciar a
nadie. Ni pedirlo. Y el oráculo dijo que el
cisne planea, pero no acaricia el agua.
A
esta hora me doy cuenta de que ni siquiera sé si es de noche. En este Asilo no
hay ventanas que informen nada y una vez escuché decir a uno de los Serios que
las ventanas sólo causan desesperación. La única que se atreve a imaginar negruras
y soles es Ruth, la Blanca. En sus discursos, ese reloj marcó muchas veces el
compás de la admiración en muchas caras, la sola idea de la ubicación del
tiempo que atraviesa únicamente un universo de palabras. Ella sola se anima a
decir qué es o qué no es, más allá de lo que no se llega a imaginar. Yo me
callé siempre y supe que mi ser red, en esas circunstancias, pasaba por alentar
el devenir de las cronologías que salían de su boca. Y me pregunté, tantas
veces como pude, si valía la pena saber el estado de salud de ese reloj. Pero
nunca me contesté.
A
esta hora me doy cuenta de que no estoy preparado para aclararle nada. Que
debía haber pensado en algo, al menos tener preparado algo, un saber, una
certeza, una definición que la hiciera suspirar y entrecerrar los ojos, como
cuando me aceptaba calmar la aguas para
que las palabras naden en cada roce con el agua, por más que ambos
supiéramos que todo no era más que una mutua conveniencia.
Ruth,
la Azul, está en mi cabeza, pero no pretende escuchar mi pensamiento. Se pasea
incómoda como quien pregunta qué cosa se supone que vamos a hacer. Y mi
pensamiento, que es apenas como una fogata solitaria en una playa sin gente que
le saque fotos, la mira caminar por dentro enmudecido, endurecido en su turbio
mecanismo de relojería manchado de pasado. Sé que esto la enfurecería, si acaso
ella pudiera tener tal sentimiento, pero sólo atina a refugiarse en la textura
de su abrigo azul, que es algo similar a una metáfora de la impotencia, con su
alto cuello, que es la metáfora de la asfixia que causa esa impotencia.
La
mano derecha de Ruth, la Blanca, interrumpe todo esto haciendo un gesto. De
espaldas, sin mirarnos, esa mano indica que me acerque. En la quietud del cuarto,
es un pájaro demostrando cómo volar sin aire. Con mi mirada fija en los bordes
del camisón que ahora no flamea, doy los pasos necesarios para colocarme frente
a ella. El pájaro cesa el vuelo y la mano vuelve a caer sin aire al costado del
cuerpo. Ella tiene los ojos cerrados. Miro, por detrás de su hombro, a Ruth, la
Azul, que me mira a su vez, desde su silla, desde su abismo que se va poniendo
pálido. En esta circunstancia, no puede entrar en mi cabeza. Con la Blanca en
medio de nosotros no puede. Nunca supe por qué, pero la presencia física de
ella en el medio se lo impide. La Azul lo sabe, y sus manos aprietan las ruedas
de su silla hasta clavar las uñas en la goma.
A diferencia de su preocupación, mi ánimo está tranquilo. Aun en mi
ignorancia y en mi falta de preparación para esta noche, respiro a un ritmo
unísono con el aire inmóvil del cuarto.
—Hay,
en el fondo de mis ojos, dos personas. Un hombre y una mujer. Están en un lugar
oscuro que sólo tiene iluminación por detrás, como si fuera un pasillo que da
al exterior. No se ven sus caras pero no me hace falta. Yo sé quiénes son. La
mujer está sentada, pero ella no me interesa. Todo el hilo que mi vida necesitó
ya fue tejido. El hombre está de pie, a su lado. Él es el que me interesa.
—¿Vas
a abrir los ojos?
Mi
pregunta recibe un tramo de vacío. Escucho a mi corazón latir un par de veces
mientras la mujer que tengo parada enfrente acaricia el silencio con encanto.
—Claro.
Voy a abrir los ojos, pero será la última vez.
Percibo
nítidamente el ruido de la silla de ruedas al moverse, pero al instante la
mirada fría y dura de Ruth, la Azul, me convence de que no ha tocado su ánimo
en absoluto, de que resiste en el lugar. Y de que el ruido sólo ocurrió dentro
de mi mente.
Al
volver la vista a Ruth, la Blanca, sus inmensos ojos abiertos casi me tiran
hacia atrás. Sin que entienda nada, con sólo un par de líneas de instrucciones
que ahora mismo no recuerdo del todo, siento tan claramente como los mosaicos
de aquella tarde, que el cisne gris te
mira. Aunque, me interesa aclararlo, su mirada no está puesta en mí.
—No
puedo cerrar los ojos, porque prismas sin
sol no lanzan colores. Y la imagen que me interesa es sepia. Y el hombre
parado dentro de mis ojos viste la oscuridad, el traje típico de mi ignorancia.
Ahora… por lo que más quieras… y porque me va la vida en esto… por favor,
necesito que mires adentro de mis ojos y me digas si el hombre parado tiene los
brazos cruzados.
Yo
me acerco lo más que puedo a su cara y, con mis ojos tocando sus pestañas, miro
lo que no entiendo que pueda llegar a ver. Pero sí. Es verdad. En la negrura
más honda y absoluta de sus pupilas hay una imagen. Tal cual la había
descripto, una especie de pasillo oscuro, iluminado tenuemente por detrás, como
si diera al exterior, con dos personas. Una sentada, con aspecto de mujer, y
una de pie. Un hombre.
Noto
su respiración cada vez más agitada y su cuerpo como si contuviese un temblor
que la aletea en el abismo. La concentración inmensa en la que me abstraen sus
pupilas casi no me deja sentir que Ruth, la Azul, se ha movido de su lugar, ha
rodado con su silla hasta colocarse lentamente de costado, para poder eludir la
interferencia con mi mente. Y desde allí me grita con un pensamiento de
desesperación ronca dentro de mi cabeza:
—Si
alguna vez apreciaste su vida, ni se te ocurra decirle la verdad.
No
puedo verla, no puedo mirarla directamente sin sacar los ojos de las pupilas de
Ruth, la Blanca, pero no me hace falta eso para ver que se le caen las lágrimas
de los ojos y que mojan, como gestos en el vacío, su pulóver azul.
—Contestame,
por favor. Queda el sol olvidado y
mis párpados se hunden danzando junto al cisne. Contestame.
En
mi mente busco una respuesta que no sea la verdad, la que estoy viendo en sus
pupilas, que no sea la que desgarra a Ruth, la Azul, pero que, a su vez, sea la
respuesta. Y acuden los mosaicos fríos de aquella tarde. Su última frase y su
idea.
—El
hombre está parado, al lado de la mujer que está sentada. Pero no. No tiene los
brazos cruzados.
Un
tenue movimiento en sus brazos me da la idea de que esto la ha desconcertado.
—¿Y
qué está haciendo?
Ahora
son mías las lágrimas que se van cayendo de a poco.
—Ruth…
el hombre está soñando.
Necesito
mirarla y me separo de sus pupilas. Unos centímetros. Lo bastante como para
verla sonreír tan inmensamente como nunca la había visto. Sonríe con todo su
cuerpo, enarbolándose de velas que trocan su camisón blanco en viento de nieve.
Se agita. Se abraza. Se rodea con sus brazos y se contornea hacia el suelo,
ovillándose en un remolino blanco que semeja una ola rompiendo en la costa.
Me
agacho para mirarla, pero su cabeza se entierra entre sus rodillas. Sólo escucho
su última frase, clara y cristalina, ineludible en su tono supremo de
felicidad:
—Necesito
morir mi respiro de agua entre su sueño.
Apenas
logro pensar en la frase, llevármela en sentido y significado hasta la tarde
aquella de mosaicos fríos, cuando miro en derredor y el lago salvaje de sangre
se agiganta debajo del blanco del camisón. Una caja de crayones rotos. El cisne
gris se ha detenido en mi espalda, húmedos también sus ojos y silenciado su
vuelo. Y los dos nos quedamos contemplando el
agua que ya no se puede tomar.
Algunas
horas después, estamos fuera del cuarto, en el pasillo, con Ruth, la Azul. Los
Serios están adentro haciendo las cosas que ellos hacen cada vez que alguien se
va. Se mueven, caminan, limpian, preguntan, miran, anotan, hablan seriamente
entre ellos.
Yo
necesito decirle algo a Ruth, la Azul, algo que creo que ella sabe.
—Ruth,
el hombre parado en sus pupilas… tenía los brazos cruzados.
Ella
lleva un par de horas con las lágrimas vueltas roca adentro de sus ojos. Y su
rostro contenido en un gesto de final perpetuo.
—Lo
sé. Y también sé que la mujer sentada, por si no llegaste a verlo, estaba
sentada en una silla de ruedas.
El
último de los Serios sale del cuarto y cierra la puerta con llave. Nos mira
unos segundos en silencio y se aleja caminando por el pasillo.
Ruth,
la Azul, toma las ruedas de su silla como para marcharse, pero se detiene un
instante pensando. Y luego me habla, mirándome con un brillo seco que me arruga
el aire del pecho.
—Por
las dudas, si alguno de los Serios te llega a comentar algo acerca de la muerte
de tu hija, no les hagas caso. A ellos les gusta mucho inventar historias.
Ruth,
la Azul, se marcha rodando sola por el pasillo.
Yo
me siento en el piso y me abrazo a mis rodillas.
Queda el sol olvidado, que no sabe
resolver crucigramas, con todas las palabras enredadas en sus rayos.