lunes, 26 de diciembre de 2022

Asesinas elipsis


No me dejes galopar.
Por el sol, yo te lo pido.

He enterrado hadas en pozos transaparentes
de infancias,
en oídos sin nombre
de mieles fantasmas.

No me dejes galopar,
pues ahora ellas salpican,
bajo mi montura,
sus varas mágicas de perdidos desayunos,
sus brillos estancos de deseos oportunos.

Y corcoveo orbitando
asesinas elípsis
cuyas tímidas matemáticas parten al medio el sol
con la furia de la gravedad
que solo un
hada,
enterrada en el pasado
y desoída,
puede llegar a soñar.

No me dejes despertar
en medio del galope.
Déjame a salvo en mi pozo
transparente de necromancias
que pronostican futuros
que cabalgan,
a paso de hada,
sobre dos soles.

sábado, 24 de diciembre de 2022

¿Entiende la épica?


Primero fue un borrón en el asfalto. Gris manchado sobre el gris acostumbrado. Luego surgieron contornos. Leves matices. Algún tono rojizo seco y trazos de líneas finas esparcidas al descuido.
Como la vista se le fijó en la mancha, pudo dejar transcurrir el tiempo necesario para que una de esas brisas que tienen la humildad de transitar entre el polvo del suelo agitara algo como un temblor. Algo en la mancha se movía en el viento. La mancha tenía algún tipo de relieve, entonces. Los colores solos no suelen moverse en el viento, reflexionó.
Se hizo imperativo acercarse. Dar los pasos necesarios para que la mancha deje de serlo y entender.

* * *

El secretario entró a su oficina con el acostumbrado y cansino paso de fingido respeto. Llevaba papeles en la mano y cara de haber sido interrumpido en algo importante.

—Diga, señor.
—Le voy a solicitar que articule lo necesario para decretar tres días de duelo nacional.

El hombre parado frente a su escritorio, inmóvil con sus papeles, cambió rápidamente la expresión del gesto monótono al rictus de estar ignorando algo demasiado importante.
—¿Perdón?…

Él se acomodó los anteojos y lo miró con trabajada seriedad. Esto sería largo.
—Decretar duelo nacional… ¿sabe de qué le hablo? Son tres días, un decreto, hay un protocolo a seguir, banderas a media asta… ¿lo escuchó alguna vez?
—Señor, por supuesto —sonrió muy levemente el secretario, casi como una disculpa—, sólo que se me escapa el motivo.
—¿El motivo de qué?
—Bueno… no me he enterado de ninguna desgracia de gravedad o importancia.

Volvió a acomodarse los anteojos, casi un tic continuo en él, pero ahora mantuvo su mirada en la madera brillante del escritorio.
—Yo, sí.

El secretario cambió su postura y también entendió que esto sería largo. Y arduo. Relajó su cuerpo, acomodó los papeles de su mano y con un breve gesto de permiso los dejó sobre el escritorio. Pretendía que su acción fuera entendida como “ya tomé noción de lo importante del tema y voy a dejar mis papeles a un lado para dedicarme a esto”.
Sacó su anotador de tapas rojas, abrió buscando la hoja correspondiente a ese día y respiró en forma perceptible. Otro gesto que intentaba mostrar compromiso.
—Vamos a decretar tres días de duelo nacional por la muerte de la paloma después de la tormenta.

El bolígrafo se movió sobre la hoja en blanco hasta un punto. Y en ese punto el secretario alzó la vista, mecánicamente, y preguntó como para confirmar:
—Perdón, señor, ¿Paloma, dijo?
—Sí.
—¿Paloma…?
El secretario alargó la frase esperando un apellido relevante mientras mantenía la punta del bolígrafo sobre el papel, justo donde quería colocar el nombre. Pero él sólo se limito a repetir lo ya escuchado pero inaudito.
—La muerte de la paloma después de la tormenta.

Los siguientes segundos de silencio rubricaron en la mente del secretario que ahí acababa la descripción. El nombre. El motivo del duelo. Y sus esperanzas de entender.
—Claro… —murmuró el secretario sin tener nada claro— pero permítame preguntarle, ¿era la paloma de alguien?
La pregunta quedó flotando sobre la madera lustrada del escritorio y fue demasiado evidente que su intención había sido preguntar si “¿la paloma era alguien?”, pero dadas las circunstancias y la investidura que tenía por delante agregó el “de” para no caer en una posible ofensa al prestigio de la ignorada paloma.

—Si usted quiere preguntar si la paloma era de alguna personalidad relevante, funcionario de primera línea o figura destacada del ámbito social, no, la respuesta es no. No era de nadie.
Y luego de una breve pausa, remató:
—No era de nadie. Y eso la vuelve mucho más importante.

Durante estas frases el bolígrafo pareció disfrutar algún tipo de romance con un electrocardiograma, porque se agitaba en la hoja del anotador de tapas rojas simulando una importancia que la mano que lo revestía no alcanzaba a hilvanar por ningún lado. El secretario, en un gesto ya mecánico dentro de su oficio de servir, repitió la última palabra como para invitar a su interlocutor a que siga, a que aclare, o a que lo absuelva de ese raro pantano.
—… importante…
—Sí.
Silencio. No había caso.

Decidió entonces, algo también aprendido con los años, tratar de abrir el tema con preguntas, probando a ver de qué forma podía llegar al nudo de lo incomprensible.
—Disculpe, señor, con todo respeto, claro… ¿Usted conocía a la paloma en cuestión?
Él se volvió a acomodar los anteojos, pues claramente era incapaz de comenzar una frase sin ese gesto previo, y se decidió a pronunciar algunos obsequios retóricos para allanar un poco el camino del hombre que tenía por delante.
—No podría decir que la conocía en persona, aunque quien ha visto una paloma las ha visto todas, pero la conocí lamentablemente ya occisa.

El secretario seguía anotando.

—¿Occisa?, disculpe la ignorancia, pero ¿adónde queda eso?
—Occisa no es una localidad. Significa muerta en forma violenta.
—Entiendo —dijo el secretario sin entender, pero algo más animado—, ¿y tenemos conocimiento del autor material del hecho?, quiero decir, ¿se ha dado intervención a la fiscalía correspondiente y demás?

Él apoyó su mentón en una mano y lo miró con toda la piedad que le era posible antes de responder.
—Ya le dije que la paloma murió después de la tormenta. ¿Usted sabe qué jurisdicción interviene cuando hay chaparrones?
—No, señor. Hemos tenido casos de ciudadanos fallecidos por caída de rayos, pero nunca se registraron denuncias contra los mismos. No que yo recuerde, al menos.

En este punto el secretario sintió un tenue pinchazo de mea culpa, porque si ignoraba un hecho de trascendencia tal que iba a provocar un duelo nacional, paloma más o paloma menos, bien podría ignorar otras cosas fundamentales y su carrera corría peligro.

—La conocí como una mancha gris y borrosa que interrumpía el asfalto, con sus plumas desordenadas, caída seguramente de algún árbol a raíz de la última tormenta.
—Ahora, disculpe, señor, sin ánimo de impertinencia, ¿no?, pero ¿no cabía la posibilidad de dar aviso a algún servicio de emergencias para efectuar algún tipo de rescate? Digo… ¿realmente no había nada para hacer?

—Aplastada. ¿Le suena la palabra?… aplastada. Créame que si yo lo encontrara a usted caído de un piso veinte y vuelto un rompecabezas desarmado tampoco llamaría a nadie.
Y con una rapidez de reflejos que casi no se conocía el secretario soltó impulsivo:
—¿Y decretaría tres días de duelo nacional por mi?

Él olió el acre aroma de la trampa en el aire y decidió seguir caminando sobre terreno seguro.
—Habría que ver cuál fue el motivo de la caída.
—Entiendo —dijo el secretario que ya creyó agotada su cuota de atrevimiento durante esa charla.

—La tormenta… ¿sabe?, la tormenta lo vuelve épico. ¿Lo entiende?… estamos hablando de un ser con alas que vuela, y que termina su vida aplastado contra el piso por una tormenta… que no tiene alas y que no vuela. ¿Entiende la épica?
—Claro —carraspeó el secretario— partimos un poco de la base de que yo no tengo alas, al menos hasta ahora, y de que es poco probable que una tormenta me tire de un décimo piso.
—Partimos de la base de que siendo usted, lo más probable es que se caiga por estar bailando borracho en la baranda del balcón. ¿Entiende la épica?

—Entiendo… —repitió el secretario cual letanía y retomó el bolígrafo y su anotador—. ¿Cuál sería el nombre que deberíamos colocar en el decreto, entonces? Hay un protocolo armado y los decretos se completan en base a modelos, usted ya sabe. Pero me faltaría el nombre…
—Otra vez… La paloma después de la tormenta. ¿Cuántas veces quiere que se lo repita? Mire, si sigue haciendo preguntas y no se pone a trabajar la paloma va a terminar reencarnando antes de que arranque el dichoso duelo nacional.

El secretario seguía con el bolígrafo adherido a la hoja, como si fuera un ancla que le asegurara su perdido barco en medio de esa rara tormenta. Mientras pudiera escribir, no se ahogaría.
—Entiendo… ahora, en ese caso, digamos, si se comprueba la reencarnación, ¿correspondería anular los tres días de duelo nacional o invitamos a la paloma a los actos pertinentes para que se rindan los honores que marca el protocolo?
—No. No corresponde anular nada porque en caso de reencarnar ya no sería la paloma occisa, sería otra paloma distinta…
—¿Aunque compartan el mismo espíritu?

Él ladeó la cabeza y resopló, como anticipando un cansancio posible.
—Mire, yo con eso no me voy a meter porque no quiero tener problemas con el clero. Vio cómo son. Apenas uno manifiesta alguna cosa espiritual y ellos creen sentir un poco de olor a incienso y ya se nos tiran encima acusándonos de herejes, ateos y todo eso. Prefiero concentrarme en las plumas y, llegado el caso, ver qué hacemos. Mire… sinceramente y que esto quede entre nosotros, si algo así ocurriera yo tengo una médium amiga que por algunos pesos nos comunica enseguida con el espíritu de la paloma y ahí aclaramos todo lo que sea necesario.

El secretario seguía en su frenesí de bolígrafo agitado al viento y hoja llenándose de anotaciones.
—Claro… ahí libraríamos el pedido de indagatoria correspondiente y...
—¡No!, ¡no!, pare… eso no lo anote, le dije que queda entre nosotros. No está bien visto que alguien en mi posición ande consultando almas del más allá.
—Claro… y menos si son palomas. Imagino —apuró el secretario.

Él volvió a acomodarse los anteojos pero ahora con las cejas enarcadas, en una curva que denotaba cierto desafío.
—No entiendo… ¿por qué “menos si son palomas”? ¿Me equivoco o usted tiene algo en contra de las palomas? Su frase sonó despectiva.

El secretario respiró hondo, cerró su anotador de tapas rojas y le colocó la tapa al bolígrafo. Luego habló desde ese tono opaco que provocan los recuerdos más hondos.
—Mire, señor… seré breve. Pasé mi infancia viniendo casi todos los días a la plaza que está aquí enfrente, la conoce, sabe de qué hablo… desde donde puede uno sentarse y mirar la Casa de Gobierno. Venía cada tarde a darle de comer a las palomas y pasaba horas y horas… ¿Y sabe qué pensaba?, que algún día iba a estar ahí adentro, en esa casa inmensa e importante, haciendo cosas inmensas e importantes, me veía con banderas, con sillones… Luego, por las noches soñaba que una bandada de palomas agradecidas me alzaban de brazos y piernas desde la plaza y me llevaban por los aires hasta algún despacho de aquí adentro.

Los ojos del secretario acabaron húmedos, mirando a la nada. O al pasado, que es lo mismo.
Él dejó pasar unos segundos y le intentó colocar algún cierre que los dejara en comunión.
—También hubiese sido una caída épica.
—Pero ninguna tormenta me hubiese detenido —respondió instantáneo el secretario.
—Ni yo decretaría un duelo nacional.

sábado, 27 de agosto de 2022

Plumas detenidas en el vértigo

La montaña azul pálido queda en el segundo cajón. Pero si te das vuelta sin tener la inercia que las nubes debieron de licuar antes de tu baño, es probable que tu pecho converse teoremas de ángulos con las ramas secas que se jactan de arar las nubes, si se las mira desde el primer cajón. 

El vértigo no está en el cielo, decías mientras acababas los planos en sepia para cruzarte de piernas, ni mucho menos en la silla, decías mientras dejabas atrás la pretensión de sostener tu cuello en alto, el verdadero vértigo vive en el aire que se respira, decías al final mientras controlabas las alas que se te desplegaban desde los hombros. 

¿El pañuelo?, te pregunté extrañado repitiendo tu pregunta. Supongo que en el fondo de alguno de los cajones. ¿Arriba? hay mucha tierra. Y viento. Pero si se lo mira desde el primer cajón no es aire violento, no son porciones de universo que se trasladan. Son cantos mudos que entonan espíritus que se fueron a bordo de una asfixia. Sus letras tienen el mismo relieve que tu espalda y las rimas son tan cóncavas como tu columna dibujada en la tarde. No, convexas son tus excusas para darle la espalda a la montaña azul pálido. Y claro, el segundo cajón se desfondó. 

El pañuelo. Por supuesto, ahora puedo ver tu llanto. Lo confundí con savia del árbol donde florecen sillas. Las alas, por supuesto. Desplegadas desde tus hombros como si las colinas fueran excusas de la llanura para exhibir al cielo. Alas, pero no vuelo. Plumas detenidas en el vértigo. 

Me alejo en la tarde sepia luego de escuchar que nadie, pero nadie, te enseñó a volar.




Imagen: Silla aerodinámica, Salvador Dalí, 1934

martes, 23 de agosto de 2022

El progenitor y sus sobornos


Como si las teclas de la máquina de escribir le pulsaran los latidos del corazón y como si frenar el tipeo fuera parar ambas cosas. Palabra por palabra triunfando sobre la muerte que es el blanco en una hoja que es la vida. En desierto.

Una ventana le habla del sol, en vano, y le advierte de la noche, sin respuesta. Dejará entrar la lluvia sin estremecer ninguna cortina de por medio. Y las gotas calladas intentarán acomodarse en la hoja inserta en la máquina.

Mientras, las manos mueven palabras. 
Mientras, el corazón se agazapa ante la idea en falta, ante el argumento que no llega a la cita y el posible detenerse. De todo. 
Y de nada cuelga su hilo cada vez más transparente que lo lleva por una escalera oscura hasta la promesa del texto. 

Punto y aparte (¿y la escalera sube o baja?). 
Punto seguido. Y se rinde homenaje a la tinta, que es soldado mudo en campo de batalla minado de ideas, cometiendo incesto con el progenitor y sus sobornos. Sonriendo el adulterio de autobiografiarse para no caer en un punto final antes de tiempo.

No caer. No parar.
(Y la letra movida por el corazón que tiembla.)

domingo, 21 de agosto de 2022

Un irse de volver mirando


Hay un recuerdo. 
¿Qué es fugitivo en tus palabras, si cada silencio es apuñalado por una intención más sonora que una de esas miradas?
El contorno de la voz se nubla y ahora las vocales se espejan en el brillo de los labios húmedos. 
¿Quién es figurativo en la emoción que te viste durante cada sueño, si la evolución de los párpados acaba en una quieta infinitud?
Hay un salvaje respirar que toma aire en los pulmones de otra vida y suelta el aliento en lo que reencarnará.
Y el recuerdo, pero de los ojos cerrados.
Y un irse de volver mirando.

sábado, 20 de agosto de 2022

A los que tengan que irse


Grabó el sonido de las rayas que las uñas dejaban sobre el bordado.
Luego colocó el cassette en un sobre. Lo enviaría por correo. Había un perro en la estampilla, pero la empleada de la oficina postal lo confundió con una ballena. No paraba de reirse. Tomó el ticket, luego de ahorcarla, y abandonó el lugar. Apretó el ticket en su bolsillo.A su espalda dejaba una creciente conmoción por las risas acabadas sin vida en el piso, mientras él apuraba el paso. Apretó el ticket. Temía que usen la excusa de la empleada para no enviar su paquete. 

Grabó el sonido de la aguja atravesando las rayas en el bordado.
Guardó el cassette en su bolsillo y se dirigió a la estación de tren. Pidió su pasaje hasta ella. 
—¿Ida y vuelta?
—No.
—Eh... ¿ida solo, entonces?
—Sí. Voy solo.
—No... quiero decir que el pasaje es sólo de ida.
—No. Quiero mi pasaje de vuelta. 
—Claro... pero el pasaje de vuelta lo tiene que sacar en destino. 
—Yo no tengo destino. 
Metió su mano entonces por el mínimo agujero semicircular de la ventanilla y le dejó el cassette a la empleada del lugar. Sobre los billetes que había pagado. Ella lo miró alejarse con las manos en los bolsillos y apenas pudo mirar el cassette durante tres segundos, justo lo necesario para que explote en su mano y todo alrededor se tiña de rojo y de carne. 

Grabó el sonido del hilo que bordaba el aire cuando enhebraba la aguja.
Colocó el cassette en un sobre y lo llevó al correo. Había otra empleada. Ya no reía. Esta vez había un ciervo en la estampilla y él acarició los bordes de sus cuernos. La empleada le habló sin mirarlo. 
—¿Envío simple?
—¿Sabe?, viví algunos años en el Tíbet y aprendí a leer el destino en los cuernos de los ciervos. 
La empleada lo miró y miró su dedo acariciando la estampilla. Eligio el silencio. 
—Usted pasó su lengua por esta estampilla, para pegarla. ¿Entiende?... su saliva le dio vida a este ciervo y ahora, en sus cuernos, puede leerse su futuro. 
—¿El mío o el del ciervo?
La miró directo a los ojos, con la importancia que tienen todas las últimas veces de las cosas.
—El del ciervo. Usted no tiene futuro. 
La primera puntada en el pecho, su mano desesperando el vidrio de la ventanilla y su otra mano tirando al suelo todo lo del escritorio. Ya asistían en el piso a la empleada que dejaba de respirar cuando salió de la oficina postal conversando con el ciervo. 
—¿Te parece que esta vez llegará?
—No. 
Lo dejó en una parada de taxis y se alejó caminando con las manos en los bolsillos. 

Grabó el sonido del bordado rayando el aire tenso por los hilos sostenidos en las uñas.
Guardó el cassette en el bolsillo interior de su saco. Luego, arrodillado en el confesionario y mientras las maderas crujían tan leves como el incienso que se movía en el aire de la iglesia, le dijo al sacerdote:
—Tiene que escuchar esto, padre.
—Claro, adelante.
Entonces le deslizó el cassette por la ventana de madera enrejada. 
—No entiendo... ¿grabaste tu confesión?
—No lo sé. Quizá me haya adelantado a confesarme antes de pecar. 
El sacerdote miró el cassette en su mano y mientras pensaba qué responder o qué preguntar, percibió que el hombre se alejaba por el centro de la iglesia con sus manos en los bolsillos. Dieciocho segundos más tarde la torre del campanario caía sobre el cuerpo del sacerdote ya sin vida, producto de la explosión y del derrumbe. 

Mientras caminaba por la calle y se escuchaban las primeras sirenas, el teléfono le sonó en el bolsillo. Lo tomó, miró el número y sonrió emocionado. El correo había llegado a destino.

viernes, 19 de agosto de 2022

De un abismo sin párpados


Todo hace pensar que es una iglesia. No podría ser otra cosa. Si no lo fuera, sería una imitación rudimentaria y afectada. Pero es una iglesia. Quizá ya no ocurran las cosas que solían ocurrir en una iglesia, pero para nombrar "el lecho seco de un río" hace falta la palabra "río". Entonces, iglesia.

Unas mesas de piedra oscura, amplias, esparcidas por toda su nave, ocupan el lugar que normalmente tienen los bancos de madera lustrada por fieles roces de siglos. Cuesta distinguir el recuerdo de quienes se han arrodillado allí. Si hubo bancos (y rodillas) ya no se advierte. 

Son mesas en donde hay una sola persona sentada. Y sin embargo no parece sobrar nada de toda esa piedra vacía. Se sabe que está ahí para algo. Y ese algo rodea a la persona sentada así como el trueno previo a la lluvia nos murmura que busquemos un techo. Hay, sobre la mesa, una pieza que podría ser de ajedrez. Desde mi lugar creo ver un rey, o una torre, quizás imagino un alfil, pero de ninguna manera lo es, por eso lo imagino. Tampoco son piezas de ajedrez y nadie está jugando. 

Gente que camina entre las mesas va recogiendo esas piezas. Sé que es gente de la iglesia, que no es iglesia, y sé que se retiran las piezas luego de que la persona sentada haya finalizado lo que debía realizar. En todo el salón la actividad es la misma y rutinaria. Oscura (podría haber luz de candelabros, pero no la hay) y silenciosa como si se tratara de un sueño apurado. 

Se percibe siempre la sensación de pérdida. Sin mirar cada pieza ni cada rostro, se entiende fácil que sólo se acaba si se acaba perdiendo. Y le retiran la pieza de ajedrez (que no es ajedrez) de la mesa, en un gesto de final que, por la falta de condena, vuelve la soledad más cruda. Algunas personas quedan allí, otras se levantan. Quizás simplemente se borroneen en la oscuridad y deshilachen ese cansancio silente perdiéndose luego de la pérdida, sin haber logrado jamás eso que la pieza que les tocó en suerte les proponía. Porque lo que les toca siempre es en suerte, jamás es debido.

Desde donde observo (el sueño ciego de un abismo sin párpados), sé que no tiene ninguna importancia saber de dónde proviene la voz (que no es voz) ni de quién se trata. Y mucho menos entender cómo no logra quebrar el silencio de las piezas mudas arrastradas en las mesas.
—Pensar que si un solo movimiento, uno solo, fuera a dar con el espacio indicado para alojar la idea de ganar, el colapso sería tan brutal que nadie jamás se enteraría. Al fin, no se trata de perder. Ni siquiera de jugar. Se trata de cuidarse de no ganar jamás. 

Mientras su última palabra se deletreaba en el abismo que me abrigaba, pude ver cómo retiraban una pieza y cómo un hombre se levantaba encorvado, rozando la piedra de la mesa con el puño apenas cerrado. En breve habría otro sentado. Otra pieza. Otro hacer. Otra pérdida. No pude sentir la perversa alegría de no participar de esa mecánica de piezas, piedras, gente, movidas, pérdidas. Y digo que no pude porque apenas lo pensé una pieza apareció delante de mi.

jueves, 18 de agosto de 2022

Circundando el rocío


La composición del tallo
descompone las líneas rectas
de tu pensamiento
con la espontánea lucidez que antes
creías cercana a tu piel. 

Las razones de la abeja
que te miró de frente,
con el crepúsculo a su espalda,
hicieron retroceder a las palmas de tus ojos
hasta aquellos primeros pétalos
de leche.

¿Acaso un pezón en vuelo,
confundido con un sol en celo,
pudo entonar,
con sagacidad, 
el mismo zumbido de miel lejana?

Ya perdiste las flores
y ningún perfume reencarna.
Pasemos a llorar
circundando el rocío
y brindando 
por nuestra memoria
que jamás floreció.

domingo, 30 de enero de 2022

La segunda manzana


El toro cruza la carretera  preguntando si la velocidad máxima permitida coincide con la hora del cruce peatonal habilitado. (El tren pasa sólo una vez por tormenta.) 
Le contestan. 
Pero en otro idioma. 
Él no sabe leer la hora en los relojes de las muñecas que le ofrecen. (Las agujas semejan espadas y las espadas significan que su tiempo se detiene.) Igual agradece. 
En otro idioma. 

Transitar por la línea blanca de la carretera desconociendo la hora es como hacer equilibrio luego de haber caído al vacío, se dice el toro, no antes. Los camiones rayan el aire que se arremolina en sus orejas. (Cada una de sus orejas tiene el mismo idioma a la hora de la tormenta. El tren lo sabe. Pero calla y mira al cielo buscando nubes con forma de vaca.) 

Las motos que circuncidan el asfalto se le antojan un posible reloj de arena, y quiere armar sendos triángulos con ellas para luego intentar que la arena le hable del cruce peatonal habilitado. (Intentaría, llegado el caso, no tocar el tema de la hora y dejar que sea ella quien le cuente de sus vidas pasadas en el mar). La arena se sube a la última de las motos y acelera en una cadencia de playa tropical (las palmeras van sonriendo en la primera moto). 

No tiene la predisposición, piensa el toro mientras muerde sin ganas una manzana al costado de la carretera. Cuatro camiones y dos bicicletas más tarde (una estará en llanta dos kilómetros antes de la tormenta) el cielo dejará caer un trueno muy cerca de ese bosque raleado que parece colgar del horizonte, sin que el toro desvíe la vista del cruce peatonal habilitado. 

Ahora es un durazno que hace girar en su hocico y, más tarde, cuando apenas falten centímetros para que el cruce peatonal quede habilitado, será la segunda manzana. 
Del otro lado del asfalto el toro huele el aroma a lavanda del pelo de ella y la emoción le atraganta para siempre el carozo de la manzana en su garganta desafiada por los nervios. 
Ella mira la hora que flamea en su muñeca. (Se subirá al tren pensando que la tormenta se llueve siempre en otro idioma.) 

La velocidad máxima permitida le empaña la vista al mismo tiempo que empieza a llover. Recuerda su champú con aroma a lavanda y extraña salvajemente las caricias del toro que yace asesinado por una manzana en otro idioma, mientras escucha cómo el tren atropella por última vez en el día el cruce peatonal habilitado, respetando la velocidad máxima permitida. 

sábado, 29 de enero de 2022

Redes sociales


Sé que por fuera, 
en ese mundo que entona 
con sonrisas de asfixia 
la descripción de su pertinaz 
estado de descomposición, 
los cantos de sirena siguen vigentes. 

Y mi sordera, entonces, es el regalo 
de algún universo piadoso 
que no ha podido ser más procedente 
en su sentido 
de lo oportuno.

Sobre todo, 
porque yo sé que los cantos 
ya no son tales, 
sino muecas de tristeza desmenuzada. 
Y las posibles sirenas de otrora 
son apenas cadáveres de plástico temblando 
con el grave pulso de una angustia 
que saben 
terminal. 

domingo, 23 de enero de 2022

Los sueños salvajes


Hay un yate anclado en el último sueño
que anochece.
Y borda palabras rellenas de orilla en la espuma
que se tiembla. 
(Ya no voy a descender.)
El aire se agua intentando respirar la tierra.
(Ni escalar la marea alta del recuerdo.)

En la cubierta
dos muertos mudos acunan
sus palabras con el vaivén líquido del horizonte.
Conversan entrelíneas de sol y dejan entrever su nacimiento
que envejece.
(Ya no voy a encender los espejos cuando la noche grite.)

Permitir el naufragio
y cargar, del yate, los muertos
a la inequívoca conciencia de la deriva ya oscura.
(Dejar la cubierta limpia,
para los sueños salvajes que no saben nadar.)

La conversación muda se aleja, en las mantas plegadas
que entrelínean estrellas ciegas
y se siente
un ancla voraz arrancando piel por cada sílaba,
y una sintaxis prohibida en el último de los oleajes. 

(Ya no voy a escribir postales
ni deletrear los puertos de mis infancias rotas.)