lunes, 18 de diciembre de 2023

Saltar lo suficiente


Terminó de alisar por enésima vez su vestido sabiendo que no hacía falta y que sólo calmaba sus nervios. Estaba de pie a un metro de la puerta de su camarín y sólo pensaba. Esa noche. Lo podía cambiar todo, pero era esa noche. Ninguna otra.
—¿Amor?... ¿estás lista?
Los tres leves golpes en la madera movieron su muñeca instintivamente a abrir la puerta, sin pensarlo. Ganímedes observó a Sincredio sonriéndole. Le quedaba muy bien su traje de gala aunque, para ella, él siempre había tenido un aire cadavérico que no lograba dejarla tranquila. Quizá la extrema delgadez, quizá lo marcado de sus pómulos, no lo tenía en claro. Y cuando él le sonreía la amalgama con lo esquelético se acentuaba.
Ella lo miraba sin hablar. Y debió tener algún gesto extraño en su rostro que provocó que él resignara su sonrisa y la nombrara.
—Ganímedes… ¿estás bien?
—Sí, Sincredio, quizás un poco nerviosa.
—Suena raro… nunca me llamás por mi nombre.
—Vos tampoco.
—Pero es que… Ganímedes es hermoso. Dan ganas de usarlo. Aparte, sos el satélite más grande de Júpiter y de todo el sistema solar, ¿cómo no usarlo?
—Sí, pero ¿lo ves?... un satélite, ni siquiera un planeta o una estrella… algo que gira alrededor de otra cosa más importante.
—¡Pero sos bailarina!, y la mejor… ¿qué nombre más indicado podría tener una bailarina que el nombre del mayor satélite conocido?
—El nombre de una estrella. Y serlo. Y esta noche y todas las noches serían distintas.
Sincredio se limitó a dar un paso dentro del camarín y abrazarla. Despacio. Ya lo sabía. No podía desarreglar ni vestido, ni maquillaje, ni sueños cosidos en los volados.
—Peor el mío, amor… ni siquiera existe. Soy el producto de una mala pronunciación peor escuchada por alguna empleada con sordera.
Ganímedes sonrió y se dejó conducir por el pasillo. Alrededor, la agitación iba marcando lo cercano de la hora.

* * *

¿Cómo saber si llora un caballo?, se preguntaba Eustaquio con la cabeza apoyada en la ventana de su caballeriza. El olor a madera siempre lo calmaba pero esta noche no alcanzaba. Alrededor, sus compañeros dormían o comían con desgano. ¿Y si lloran y yo no lo sé? En realidad, su única pregunta era un pedido de ayuda para su desconsuelo. Él no quería llorar y ni siquiera sabía bien en qué consistía, pero su extraña capacidad telepática de entrar en las mentes ajenas lo había formado en una cantidad de conocimientos que lo abrumaba y lo confundía. Datos, historias, sensaciones, reflexiones, pero sin contexto ni educación. A veces temía sinceramente caer en la locura, pero la comunicación con su gran amigo Helmer solía consolarlo.
—¿Estás ahí?
—Hola, Eustaquio, amigo… ¿qué tal la noche en la Tierra?
—La noche es como cualquier noche, pero yo ya no lo aguanto más.
—Ay, no… ¿qué pasó ahora?
La mente de Eustaquio calló unos instantes y se esforzó por notar si había lágrimas rodando desde sus ojos. Pero nada.
—Lo mismo de siempre, Helmer, el maltrato. Ya no lo soporto. Hoy antes de salir para el teatro pasó y me tiró un manojo de heno y paja en la cara, gritando que cada vez me volvía más viejo y más parecido a un burro.
—¿Burro, dijo?, ¿en serio?
—No lo voy a repetir, Helmer, porque me duele mucho.
—Está bien, amigo. Mejor olvidarse. Pensá en otra cosa. Eh… ¿hoy es la gran noche aquí, no?
Eustaquio volvió a silenciar su mente unos instantes porque necesitaba ordenar lo que venía ahora. Era demasiado importante.
—Necesito pedirte un favor, Helmer. Y tiene que ver con esta noche.
—Lo que quieras, mientras pueda hacerlo desde aquí, obviamente… no olvides las distancias.
—Es que justamente lo que necesito que hagas va a ocurrir allí.
Ahora Helmer mantuvo su mente en silencio unos segundos, mientras relajaba sus tentáculos y dejaba que reposen sobre la superficie de polvo. El tema se tornaba serio.

* * *

Le dio el último beso, le soltó la mano y salió al escenario junto al estruendo de la música, los aplausos y las actividades febriles de la gente detrás de la transmisión. Ganímedes quedó entre bambalinas y miraba a Sincredio parado en el medio del escenario hablando, gesticulando, lanzando chistes y devorándose las cámaras como solía hacer. Lo sabía hacer. Ella sabía que lo sabía hacer muy bien. Y también sabía de su extrema crueldad. Esa misma capacidad para liderar una transmisión internacional, que abarcaba una función de gala y servía de preámbulo para lo que sería nada menos que el regreso del hombre a la Luna, contenía la frialdad necesaria para lastimar o herir a cualquiera. Sin detenerse. Sin sentirlo. Por eso ella bailaba y giraba. Siempre. Por eso ella no se detenía. Por eso las acrobacias y por eso su ansiedad por vivir en el aire lo más posible. Ya sabía de lo que Sincredio era capaz con quien mantuviera sus cuatro patas en la tierra. Más de una vez lo había acompañado a sus caballerizas y la experiencia no había sido grata. Ella tenía que volar. Girar. Siempre.

El tiempo se atropellaba dentro de sus nervios y sus manos alisaban continuamente un vestido ya liso. Escuchaba la rutina ensayada sin comprender y sólo sabía que llegado el momento alguien la empujaría a escena para hacer su número. Hablaban, presentaban, pasaban invitados, conectaban con el módulo que estaba llegando a la Luna, entrevistaban familiares, mostraban imágenes del pasado, sonaba la orquesta en breves pasajes, tandas publicitarias, gente que pasaba y le decía cosas, y su vestido liso, y su escasa o nula noción de la distancia que había hasta la Luna. ¿Lograría alcanzarla con algún salto? ¿Y quedarse allí para siempre? Había que girar. Volar. Siempre.

* * *

—Amigo, básicamente no tengo problema en hacer lo que me pedís, pero sabés que va a traer consecuencias.
—Claro. Eso es lo que quiero, las consecuencias. Quiero que ese ser horrible que me amarga la vida vea su carrera destruida por un desastre.
—Suena a mucho… Yo no quiero criticar tu idea, pero no sé si realmente todo va a funcionar como querés.
—Helmer, yo soy el que vive en la Tierra. Yo los conozco, conozco sus mentes y sé cómo piensan. Confiá en mi. Vos, querido amigo, sos un calamar gigante que nació y se crio en la Luna, de maneras que aún no comprendo, por supuesto.
—Ya te dije mil veces que no me digas “calamar gigante”, es ofensivo, yo no tengo nada que ver con esos pescados.
—Bueno, tampoco son “pescados”, acá un calamar es algo…
—Lo que sea. No soy de la Tierra. Lo único que me une a esa pelota celeste es nuestra amistad telepática. No me hagas replantearme mis amistades planetarias, que ya de por sí son pocas y siempre viven lejos.
—Bueno, bueno, Helmer… tranquilo, perdoná, prometo no decirte más calamar. Sólo te pido que esta noche, hagas eso. Un favor. Para vos no es ningún esfuerzo y a mi me cambiará la vida.
—Está bien, dejame ver qué puedo hacer. No te prometo nada.
—Confío en vos, amigo.
Luego el silencio y el olor a madera, relajando. Alrededor de Eustaquio todo estaba casi callado, apenas el reacomodarse de algún compañero, pero el silencio marcaba la noche en la caballeriza.

* * *

De vuelta entre bambalinas. Ganímedes ya había hecho su número, breve, tal lo pautado. Estaba agitada igual, le dolían los pies, algunos músculos de las piernas, sabía que se había esforzado más de lo normal, sabía también que era su noche porque jamás tendría a tanta gente del otro lado de una pantalla mirándola. Y sentía haberse roto en alguna forma. Quizás en alguna forma más que la muscular. Aún su mente navegaba en el residuo de sus nervios. ¿La Luna? ¿Y cómo llegar hasta allá? ¿Con qué salto, con qué paso? ¿La querría más Sincredio si ella pudiera llegar a bailar en la Luna? ¿La quería?

Ahora todos miraban las pantallas gigantes absortos. Un relato transmitido con voz mecánica se intercalaba con las palabras más terrestres de Sincredio en el escenario. Acompañaban esa hazaña con un silencio de expectativa. Las imágenes eran sorprendentemente claras para semejantes distancias. Aun faltaban minutos. Había relojes, números y contadores por todas las pantallas. Las manos de Ganímedes sostenían la tela de su vestido, pero sin alisarlo, sólo apretándolo. Sentía la necesidad de aferrarse a algo que le impidiera salir volando. ¿Qué podría haber tan arriba? ¿Qué podría haber mucho más arriba de sus saltos? Sus manos, la tela y el dolor de sus músculos eran en ese instante todo lo que ella podía llamar “hogar”.

La elevación del ruido ambiente y la excitación, que se podía percibir casi sólida, le dijo que lo más importante estaba por ocurrir. A su alrededor todos se movían de alguna manera. Ella se asomó apenas para poder mirar una de las pantallas y corroborar lo que el entorno le decía con su agitación. Llegaban. El módulo lunar había logrado aterrizar sin estrellarse, lo mencionaban porque era una de las posibilidades, y la gente festejaba en un descontrol que recordaba a un triunfo deportivo. En breves minutos más abrirían las compuertas y nuevamente, luego de tantas décadas, habría un hombre caminando por la Luna.

Sin saber por qué, Ganímedes se retiró de ese costado del escenario, dio unos pasos perdidos mientras la gente gritaba cada vez más. Algo dentro de su esencia había logrado que deje de importarle el espectáculo. Quizá, la nave aterrizada ya anulaba todo vuelo, todo movimiento, toda órbita o giro y entonces ella ya no tenía que ver con el tema. Ahora vendría lo usual, lo remanido: el hombre llegando a algún lado y meses enteros de festejos. ¿Qué podría haber de bello en pisar un suelo sin elevarse o girar, por más distancia que se haya recorrido? Pero algo pasó, algo que incluso logró que sus dedos suelten la tela de su vestido. El tenor de los gritos de la gente hizo que instintivamente se lleve sus manos al pecho, cubriéndose. Intentó volver a salir para observar alguna pantalla, pero una avalancha de gente descontrolada la tiró hacia un costado de las bambalinas y pensó que era mejor buscar refugio. Los gritos iban en aumento y no lograba entender nada. Sólo se quedó en su rincón entendiendo que fuera lo que fuera, debía esperar que pase. Hundió su cara en la tela del vestido y se imaginó a sí misma en órbita, girando, danzando más allá de la grandeza o la tragedia de lo que hubiese ocurrido.

* * *

En la oscuridad de la cabelleriza Eustaquio se preguntaba cómo lograría enterarse de lo que hubiera pasado. No tuvo la precaución de pedirle a Helmer que se lo cuente y, al ser un amigo, mantenía la ética de no entrar en su mente sin aviso. Así, pasaban las horas de la noche y la ansiedad lo mantenía despierto en medio del silencio absoluto. Hasta que, por fin, la voz resonó en su cabeza.
—Ya está hecho, amigo.
Ahora sí había lágrimas. Estaba seguro. Ni falta le hacía la luz para poder verlas. La emoción que sentía desbordaba sus ojos sin necesidad de comprobarlo.
—¿Fue sencillo? ¿Hubo algún problema? —preguntó Eustaquio con la incomodidad de casi no saber qué decir en una circunstancia así.
—Sí, la verdad que sí porque no venían preparados. Apenas dos seres humanos. Igual te confieso que la cara de terror del segundo casi me dio un poco de lástima. Pero bueno, un amigo es un amigo, y vos sabés cómo te aprecio.
—Helmer, nunca sabrás el favor gigante que me hiciste y cómo sanaste mi personalidad después de tanto desprecio vivido. Ahora ya puedo sentir una tranquilidad que trasciende todo lo que viva de acá en más.
—¿Ya lo viste a él?
—No, obvio, aún debe estar en el estudio de televisión y debe haber un desastre espantoso alrededor, puedo imaginarlo. Si bien lo que hiciste, para vos, puede haber sido no más que “la cena del día”, acá en la Tierra esto es una tragedia inédita.
—Sí… sí, puedo hacerme una idea.
—Sólo me di una vuelta por la mente de ella. Hace un rato.
—¿Ganímedes?, ¿la bailarina?
—Sí. Pero con ella no se puede porque la aíslan tantas capas de soledades que dentro de su cabeza sólo sentís giros, saltos, vueltas… ella sólo piensa en volar, siempre. No puedo ver mucho más que eso.
—Algún día voy a verla por acá, entonces… si logra saltar lo suficiente…
—Puede ser, pero en tal caso ni te atrevas.
—Ah… bueno —respondió Helmer sonriendo— no sabía que había algo de amor por ahí.
—Sólo que no te atrevas. Nada más.
—Tranquilo, amigo, aprendí de vos esas cosas que solés llamar códigos.
—Lo sé. Y es más… —Eustaquio hizo una pausa y prosiguió con cierto quiebre en la voz— te aseguro que después del favor que nos hiciste hoy, Ganímedes va a poder saltar lo suficiente.
—¿Y vos?
Eustaquio dejó que la pregunta de Helmer se entreteja con el aroma a madera del lugar y le respondió con una felicidad rara, que nunca había sentido.
—También.

sábado, 9 de diciembre de 2023

Didascalias para miradas que aún no se han escrito


Yo, que vi caer el fruto de Eva sobre el despertar de Adán, no puedo menos que hablar cara a cara con la Serpiente y decirle que es en vano todo. Que el hombre acabará por edificarle un zoológico a su alrededor y ella, tan salvaje en su introspectiva distopía de alardes y siseos, terminará pagando la entrada sólo para verse y no olvidar.

Cascabel del anochecer, ya nadie siente hambre por esas herrumbres con las que hipnotizabas a Eva, ya nadie busca en el diario noticias de tus colmillos. Ni saben de tu existir. ¿Que tu venganza es parecer que no y saber que sí? Sinuosa, pero no evidente. Y, lo que no evidencia, tarde o temprano no respira.

¿Lo sabías? Ya no respirás y el aire ni lo notó. No lo sabías.
Te llevo en mis brazos de pura pena y, quien se me ha cruzado, ha pensado en una verde manguera ajada por el sol de los años idos, en algún jardín olvidado. Un verde ido. Otro más.

El único recuerdo que te ilumina es la iridiscencia de la manzana que supiste guardar en tu interior. Y que por las noches repta, estrella a estrella, tratando de ubicar el satélite que aún comunica con la mirada de Dios. Languidece luego, en un silencio que sólo la ansiedad de tu cascabel interrumpe, y se guarda junto al amanecer, recordando que necesitás simular muerte para poder seguir viva.

lunes, 4 de diciembre de 2023

Las miradas rotas


Pero resiste.
Desarmado en breves vínculos,
como ojos negros de ventanas rotas,
escama, hora por hora, 
el derrotero que sabe inútil
de cada uno de sus soles.

La calle ama su gris tranquilo
dando a entender que no necesita
de apoyo a la Tierra.
Sus cimientos son los pasos,
los neumáticos y las miradas rotas.

¿Vos a mi?
Y la educación de cada vereda
destrona el logro de la resistencia.
¿Dónde buscar un paraguas sin tela
que deje caer a todos los trinos,
desnudando el último temblor de Dios?

Yo a vos.
Escamando, en reversa, una genética
que descomponga la brújula del sol.
¿Podrás ayudarlo a salir solo de noche
y a volver temprano
para que el último temblor
del ocaso en el levante
nos convenza, quizá,
de ya no resistir?

viernes, 24 de noviembre de 2023

El amor de negarse a lo evidente


—Quizá siempre estuvo ahí y nunca lo vimos.
Mariela hizo el gesto de cerrar el bolso, pero estaba cerrado. Él evitó mirar su mano entorpeciendo el cierre porque necesitaba que ella siga intentando lo que ambos sabían inútil.
Luego, el sonido de vidrios estallando varios metros por encima de sus miedos no torció el rumbo de sus respiraciones. 
—Calculaba, anoche, que para el bautismo tendríamos que pedir sillas prestadas. 
Él miró las manos que ahora entrelazaban las manijas del bolso, como si hiciera falta superponer otro tipo de cierre. Mirar los dedos de Mariela era como deshojar meses de un calendario. Luego llegaban las uñas rojas para advertir de la Navidad, pero el tacto se empecinaba en cerrar. 
—¿No te parece?
Un golpe fuerte y seco. Cemento volviendo al cemento y desgranándose en obituarios de ladrillos liberados. Tiros lejanos con la cadencia de una nocturna máquina de escribir que parecía prometer no acercarse demasiado. Pero, pensaba él, todo papel se termina. 
—Cerrá el bolso, Mariela, porque se va a llenar de tierra. Están cayendo esquirlas.
—También podemos usar el sillón del comedor, si falta lugar —decía Mariela mientras obedecía y seguía buscando un cierre ya en su tope. 
Alguien pasó corriendo calle abajo y una serie de gritos encadenados en otro idioma les llegó a través de la oscuridad. Luego, otra vez la máquina de escribir y los gritos cesaron.
—Quizá siempre lo vimos, Gabriel, pero nunca estuvo.
Sentados uno junto al otro en ese banco de madera, el perfil de ella se recortaba apenas como un delineado pálido contra la oscuridad que los mantenía vivos. Y sin que Gabriel supiera cómo, alguna luz lejana le hacía brillar los ojos. Y bajaba el brillo, también, por la piel húmeda de su mejilla.
—Tengo una laguna... ¿se soplan velas en los bautismos?, porque sé que tengo algunas guardadas. 
Él volvió a mirar las manos de Mariela mientras otros vidrios, más arriba, también se unían a esa salvaje obertura que los introducía en un final golpe de orquesta. Apretaban las manijas del bolso y dejaba mover apenas sus pulgares, como si las uñas rojas necesitaran mantener algún tipo de señal en movimiento, visible para un rescate.
—Si nunca... hubiese... estado... no estarías cerrando el bolso, Mariela. 
Gabriel notó que los derrumbes que iban cercándolos le llenaban de cemento la boca y colocaban comas en sus oraciones donde no iban. Tragó saliva y buscó algo de esa tibieza que todavía dormía en el amor de negarse a lo evidente. 
—No te preocupes, no se usan velas. Se usa agua bendita y yo ya la tengo guardada. 
Y la abrazó, rodeando su espalda con el brazo izquierdo, mientras Mariela se inclinaba sobre el bolso cerrado y lo apretaba, susurrándole:
—Vas a estar bien... vas a ver que todo va a estar bien...

jueves, 23 de noviembre de 2023

Al dejar de llorar


Necesitás desarmar varios pares de tinieblas que parecen abrigar pero en verdad sólo se limitan a amar tu silencio, que sólo se quiebra al pedirle luz a la intemperie que suele hacer el amor con el rocío que estampa firma tras firma en contratos de utilidad resarcida, por lo posible de lo efímero, lo eterno y lo condescendiente con el pasado.

Al cabo de que nada quede de todo lo que acababa de quedar en absolutos impares de esas mismas tinieblas que se te abrazan temblando ante cada amanecer, la iridiscencia fortuita que suele quedar girando desganada en el fondo de cada caja dará un discurso recursivo, alertando a toda la clorofila circundante acerca de los peligros de la descomposición de la luz blanca a través de cada prisma de cada gota de rocío de cada párpado, que al dejar de llorar libera el prisma y la gota y los siete colores que se vuelven brazos que se lanzan por el sendero a ahorcar cromáticamente a todo lo que se atisbe gris. 
O negro.
Pero nunca retorno.
Jamás. 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Bocados de epitafio


Creo estar acercándome a un lugar peligroso.
Lo peligroso de estos lugares es, justamente, carecer de peligros.
No hay espinas en un vacío. Por eso es vacío. 
No agrede ningún precipicio. Agreden los relieves. 
No hay nada más peligroso que inexistir el peligro.
Entonces el miedo se nos derrite
y fluye más allá de cualquier argumentación carnívora,
vaciándonos de cualquier para qué. 
Entonces el cielo cree poder lloverse,
sin que nos enteremos de que cada mansa gota
grita ácido al fundir la piel de nuestros recuerdos.

Ya entrados en los años del descarne
nadie se detiene a contar los orificios en cada hueso.
Ver el amanecer a través de su decadencia de cartílago resignado,
causa el mismo níveo rictus de la llegada del café con leche. 
El ayuno aroma del dolor es una playa 
donde todas las sombrillas olvidaron llevar su sombra
y el sol sirve, en bandeja, exquisitos bocados de epitafio
para que aquellos que entren al mar
naden sus sonrisas más ilustremente atrofiadas
sin regresar jamás.

miércoles, 11 de octubre de 2023

No cuenta la espera


Cuánto hace
que no cambiás la piedra del molino
atada al cuello.
Y cuánto
que el surco desespera
en una fija canción de alambre.

Cuánto hace
y dónde lo deja
quien hiere al calipso con brotes
de recuerdo mal secado
en sábana blanca y piel de abeja.

Cuánto nace
al descarrile,
sin épica de brillo
ni hogaza al sol de vos,
en la noche de él,
mientras nosotros.

Cuánto yace,
sempiterno,
y sordo a todas tus manecillas
de relojes blindados de azúcar
en un camastro de agonía en sed.

Cuánto viaje
agazapado en el útero de la rueda,
piedra, molino, sol de última ingesta;
despertando el sesgo aterrado
voy por vos,
ya no cuenta la espera.

sábado, 5 de agosto de 2023

Eufonía ventral


Tengo un piano inmerso
en la cara opuesta del vientre
que alumbra la voz amarga
del ciego sol derrumbado.

De toda aquella exquisita fortuna
sólo cruza el puente un caballero.
Agita sus brazos
como un sombrero conversando el viento:
—Afonía de sol y aire nacarado,
el puente no los unirá por siempre. 

(Y el caballero viste un vientre
oscuro de soles en sus bolsillos
que vocalizan, junto al piano, 
todas las consonancias de la amargura.)

La cara puesta del vientre juega
un dominó de víboras entrelazadas,
arpas de arpegio y escamas de pieles,
afonías jugando a derretir esperanzas. 

Y el caballero (pero otro) toma asiento.
Rodea los hombros del sol con su brazo
y le cuenta, 
historias lunáticas de puentes sin sombrero,
ambientadas al piano, 
mientras el sol (pero otro)
va muriendo
ahogado en la insalvable voz
del amargo puente amnésico
en la última traza del vientre.

lunes, 10 de julio de 2023

Durmiendo al sueño


No me voy
sin volver antes,
previo al sueño que opina
que todo puente es hielo.

Ido.
Quedo.

Donde pasan los mismos
colores que opacan,
fluyendo,
o durmiendo al sueño 
en un pozo despierto.

Salpica viraje interno,
(inconsciente que opina),
desata luz un trayecto.
No quiero morir,
dice al llegar el camino,
ni volver 
sin abrazar lo ido
en un pantano quedo.

Asfixia insolente silencio
donde pesan ruinas
con el crujir del cuenco.
Cada dios 
que mira un ocaso
viaja 
del hielo yendo
al consciente yermo.
Quita el retorno seco
del labio surcado
de un silencio enfermo.

Nunca más vuelvo de ir 
por quedar volviendo.

domingo, 30 de abril de 2023

Lo que queda en pie


—Nada, Franco, nada. Esta es la caída, el momento final. El terminarse de todo. Sabés de qué te hablo. 
En el amplio salón iluminado, con paredes color ocre, cerraban uno a uno los ventanales con un gesto que intentaba disimular el apuro. O el miedo. Cerca de algunos vidrios aleteaban sonidos similares a explosiones, pero aún lejanos o erróneos. 
—Como si estar detrás de un vidrio pudiera detener la historia. 
—¿Se escribe la historia esta noche?
—Se acaba, por lo menos. La nuestra, seguro. 

Franco se revolvió inquieto en su silla de ruedas. Su traje oscuro le pesaba: corbata, camisa blanca, todo ridículo en ese momento. Sólo un par de horas antes, durante la siesta, se soñaba desnudo y corriendo por el parque, detrás de ella, también desnuda. En el aire había sol y música. Ahora había silencio de asfixia. ¿Cómo se sentiría ser despedazado por una bomba? ¿Podría llegar a ver su cuerpo desmembrado rebotando entre el humo contra las paredes ocre? 
—Están pidiendo que evacuemos.
—¿Es un chiste?... Afuera hay una lluvia de misiles. ¿Evacuar adónde?
—No lo sé, señor. Son las órdenes. 
—¿Qué dicen, Artemio?
—Nada, Franco, nada. Puras idioteces. Órdenes como racimos de flores muertas. Inútiles.. 

Franco miraba las piernas de Artemio. Una envidia por esos movimientos. Con toda seguridad si él tuviera esas piernas útiles y no los colgajos que le habían tocado en suerte, hubiera corrido fuera del salón a acabar con el enemigo. Sentía arder en el pecho esos golpes que hubiera dado, sentía esa energía retenida y acumulada. Pero la silla, claro... la muerte estática adornada con ruedas como inútil sarcasmo. La silla desmentía cualquier energía posible, querida o imaginada.
—Sólo es esperar. Aquí no hay sótano ni búnker. Quizá algo quede en pie para cuando el bombardeo acabe. 

Los oídos de Franco se detuvieron en el dolor de esa frase casual: "algo quede en pie". Y obviamente él jamás sería "algo que quedara en pie". Él era siempre algo sentado, o acostado. 
Dio vueltas a esta última palabra. Acostado. No estaba tan mal esperar el fin acostado. Parecía una irreverencia digna de alguien con agallas. Ella, en el sueño, jugaba con el pasto crecido y le preguntaba: "—¿Qué necesidad es esa de mostrarse valiente, de ser un héroe, de pelear más fuerte que todos?... ¿para qué?, ¿qué cambia morir tosiendo en una cama o llevarte con vos a medio ejército enemigo?"

Entonces su cara comenzó a cambiar. Sus oídos se independizaron de los estallidos que cada vez se acercaban más. Se tomó de la silla con ambos brazos y se bajó lentamente. No podía fallar. Primero se sentó en el suelo, descansó, tomó algo del aire ocre que los circundaba y luego se acostó. Rígido, firme, con los brazos paralelos al cuerpo. 
—¿Qué hacés, Franco? ¿Y si hay que salir de urgencia?
—Estoy de pie. ¿No lo ves? Luego, los puntos de vista son siempre discutibles. Artemio, perdoná que te deje pero tengo que volver a un sueño para contestar una pregunta.
—¿Ella?
—Claro.
—¿Y después?
—Ya nos fuimos, Artemio. Entendelo. 

Franco cerró los ojos y varias explosiones encadenadas hicieron vibrar ventanas ocre, desgajando vidrios y ofreciendo plateas, palcos y tribunas para observar el fin con privilegio. Artemio entendió que no hay nada más solitario que una bomba. Miró en derredor y nadie parecía registrar si estaba vivo o si ya era parte de los escombros. El "ya nos fuimos" de Franco le envolvió las piernas y decidió que ya no se movería. 

Ella jugaba con el pasto crecido pero ahora tenía una flor muy pequeña entre los dedos. Lo miraba y se reía. Lo miraba y sentía que amarlo era una explosión más. Una ventana inacabada. Un desfile de incuestionables riesgos que acabarían con todos muertos. 

Le pegó el sol en sus dientes cuando le habló.
—¿Ya los acabaste a todos? ¿Ya podemos regresar y barrer los escombros? Vivir, ¿podemos?...
Franco se notó sentado en el sueño. Se miró las piernas instintivamente. La miró a ella. Se miró amarla. 
—Sí. Ya no queda nada. Ni nadie. Y fui yo solo el que acabó con todo. 
—¿Por mi?
—Por venir a buscarte y por darte la respuesta que te haga vivir. 
Ella comenzó a llorar. Se tapó la cara con las manos. Lloraba cada vez más fuerte. Llegó incluso a abrazarla estando acostado, y ella se acostó junto a él en el sueño. 

En el silencio de los cuerpos unidos bajo los escombros, comenzaron a conversar acerca de sus planes para la vida juntos. La flor pequeña iba de mano en mano y servía para subrayar susurros que declaraban cómo sería una vida que estaba muriendo. Una última y desgarradora bomba acabó con el edificio ocre en forma instantánea.

Entonces Franco pudo sentarse, sacudirse los escombros, mirarla, sonreirle, ponerse de pie, darle la mano e invitarla.
Echaron a andar el sueño.

viernes, 31 de marzo de 2023

Siempre hay un reloj cerca


Había un papel en blanco. 
No estaba en blanco, porque era un papel rayado.
Había un papel con renglones, con rayas de color suave para que lo escrito se contenga lo más paralelo al horizonte posible. Aunque lo dicho en esos renglones ascienda por el peso de su desesperación, los renglones harán que vuele sin estrellarse.
Te harán volar, me dijo el papel en blanco. Antes de que supiera que hablaba de una explosión yo seguía mirando los renglones.

Hay un reloj cerca. 
Siempre hay un reloj cerca, ¿viste? Pero como la inundación acabó con todo rastro de energía, está detenido. Claro, lleva pilas, pero ya no existen. Todas sucumbieron descargándose bajo el agua inmensa. 
El agua es inmortal.
Es probable, porque si no es agua es hielo; si no, es aire, nube, o vida posible, pero morir no muere. En cambio el tiempo, ¿viste?, con todos los relojes detenidos para siempre, es como un inmenso animal herido puesto en estado de coma para nunca admitir su muerte. 
Yo suelo tomarlos de la pared en donde cuelgan o la mesa en donde reposan y colocarlos boca abajo. Les susurro "descansa" al oído de sus agujas y evito mirarlos para que no sientan la crueldad de un tiempo inerte.

Habrá una caligrafía eterna.
Lo dirás como uno de esos murmullos cosidos a un sueño. Las letras redondas tendrán el diámetro de cada estrella encendida, párpado por párpado representadas. Y los trazos rectos seguirán el curso suave de los cometas más reacios al regreso. Lo escrito será tan inmortal como el agua y los relojes entenderán que los renglones son los padres de sus agujas. Rectos como lo era el camino del tiempo ya fallecido. 

Yo hablaba de la explosión, mientras sólo una mirada podía mantener por encima de lo inundado. Alcanzó, de todas formas, para que el atardecer ilumine los renglones flotando despacio. Todas las agujas de todos los relojes de todos los tiempos detenidos volviendo el agua un papel en blanco. 

Y el pulso del horizonte, cosiendo la caligrafía eterna al sueño más callado de mi mano.

jueves, 30 de marzo de 2023

Se quemaría esa noche


—Vamos a salir.

Ella lo escuchó sin dejar de atender la olla puesta al fuego. Ella lo escuchó y sintió cómo la cabaña respiraba. El viento de esas palabras.

—¿Al bosque?
—A matar a una bruja.

Y en su mente se dibujó nítida una pala. En algún lado debía estar. Apoyada en el fondo, quizá. Una pala. Con tierra en derredor.
¿No era prematuro enterrar lo aún vivo?

—¿Por qué?
—No hay un porqué. Hay…
Ella rellenó el silencio de él con la pala. Hay una pala.
—… hay que hacerlo. Es todo.

Revisó su cuchillo envainado como si tuviera la hoja de acero frente a sus ojos. Pasaba las yemas por el cuero gastado. Una reflexión también gastada. El estar tan cerca de perder algo. Y su hija, que lo miraba silenciosa, parada junto a la puerta.
La olla seguía hirviendo en los ojos de ella. Sabía que, de alguna manera, prolongar su silencio lograría retenerlo. Salir al bosque, sí, pero no arrastrando ese silencio que se revolvía en una olla interminable.

—Seguiré encontrando animales muertos.
—El hombre ya fue un animal muerto.

Ella replicó casi instantánea. Su mano, la derecha, la que sostenía la cuchara de madera, se le dormía. Ese hormigueo que sabía guardar en secreto porque lo entreveía como un adelanto innecesario de lo malo por venir. Todo se dormiría, llegado el momento.

—Una bruja que no se mete con hombres. Pero hay cosas más importantes que un hombre.
—Un animal.
—Su espíritu —dijo él acomodando el cuchillo en su cintura y percibiendo que su frase había sido la más segura de todas las pronunciadas. La única.

—¿Ella va?
—Ya sabés porqué.

Miró a la nena parada junto a la puerta. Sus manos entrelazadas delante de su vientre. Y sus grandes ojos marrones, que veían una bruja donde el resto sólo distinguía una persona.
—Y su espíritu —dijo la mujer, como si terminara alguna especie de rezo de fluir callado.
Volvió sus ojos a la olla. Toda la nieve del afuera ahí dentro. Revolviendo lo hervido. Y la pala. El sonido de la pala enterrando toda la nieve en la mirada de la nena. Mantener el fuego hirviendo. Sacudir la mano que se le duerme. Y la respiración de la nena por las noches, cuando sostiene su mano hasta que llega el sueño. Todo dormiría.

—Tenés un cuchillo.
—Sí.
—Y miedo… ¿tenés?
—El miedo es un animal que se entierra en el espíritu del hombre.

El sonido de la olla envolvía la cabaña. Las uñas de la nena inmóvil se entrecruzaban. Y su pecho.
—Los animales enterrados mueren. Yo los encuentro. Entonces hay que hacerlo.
Ella dejó la cuchara de madera en la olla. Calculó cuánto se quemaría hasta que se lo dijese. Hasta que pudiera volver a tomarla.

—¿Nunca te preguntaste por qué ella jamás me mira?
La nena se sintió nombrada y bajó los ojos y la cabeza y el espíritu hasta enterrarlo en su pecho.
Quiso envainarse en otro tiempo. Como el cuchillo que sostenía el hombre que ahora la miraba.
Definitivamente la cuchara se quemaría esa noche.