jueves, 14 de septiembre de 2023

No perecederos


Aldo era repositor, pero eso era mentira. Llamarlo así era obrar un disimulo que se iba volviendo cada vez más peligroso. Elegir el nombre descriptivo más cercano al borde de la realidad, aunque sin caer en la mentira, muchas veces es más grave que mentir directamente. Y en este caso pasó demasiado tiempo sin que nadie dijera lo real y lo correcto.

No sé cuántos de nosotros esperábamos que pase, pero se volvía día a día más obvio. Por eso, la tarde en la que Aldo levantó a Rubén por el aire y lo estrelló contra la góndola muy pocos se asombraron. Y, quizás, algunos asombros fueron fingidos. Si bien las luces verdes ondulantes de la ambulancia estacionada afuera no dejaban de recordar que había pasado algo desgraciado, el sentimiento que predominaba era más o menos el que cualquiera tiene cuando, luego de ver un rato largo de nubes negras, siente las gotas de lluvia. Algo que tiene que ocurrir y finalmente ocurre.

Había visto una enorme cantidad de veces a Aldo en la góndola de las latas y conservas. Sobre todo por las noches, luego de cerrar. Para entenderlo había que entender que una lata de tomates no era eso. Era la pieza de una obra. El resto de los productos eran el resto de las piezas. Aldo era el creador. Pero lo más importante en esa ecuación era entender que la obra no finalizaría nunca. No podía terminarse ni completarse. Aldo basaba el sentido de su vida en componer día tras día el cuadro perfecto que jamás existiría. Porque, obviamente, de terminarse la obra él ya no sería un creador. O directamente ya no sería. Por alguna causa psicológica que nunca logré entender, él no concebía la posibilidad de acabar una obra y comenzar otra. En su pensamiento era esa o nada.

Así, cada lata era milimétricamente ubicada y reubicada conforme un criterio estético en donde primaba lo cromático pero también lo morfológico. La altura de las latas, el ancho, el color de sus etiquetas, el reflejo de las tapas plateadas o doradas, la composición de las diferentes escenas según expresaran tomates, lentejas, arvejas, porotos o lo que fuera. Cada imagen exhibida era para Aldo un desafío estético que lo podía tener horas enteras intercambiando piezas, mirando en perspectiva si la obra fluía o se empantanaba en un alboroto de formas sin sentido, reorganizando cromatismos según los motivos se acercaran a las puntas de la góndola o confluyeran en el centro, escogiendo escenas formadas con los matices de alturas de latas según cómo les diera la iluminación del lugar, y así con un sinnúmero de parámetros que yo, al menos, jamás llegué a abarcar ni remotamente. Lo mío era tan sólo mirar e interpretar los movimientos. Pero sólo algún dios que pudiera habitar esa cabeza hubiera logrado entender por completo el trabajo que él realizaba.

Y, por supuesto, estaban los movimientos inevitables del día a día, es decir, lo que la gente compraba y se llevaba. Y, a su vez, la mercadería ingresaba de los proveedores y debía ser repuesta en las góndolas. A diferencia de lo que se pudiera imaginar esto no molestaba a Aldo. Al contrario, reavivaba en forma constante el fuego de mantener la obra en movimiento y equilibrar, corregir, modificar, reordenar, etc. Sin embargo en algunos casos es cierto que llegué a ver cómo la vorágine de la realidad acababa por quebrarlo. Semana santa, por ejemplo, provocaba la desaparición de drásticas cantidades de latas de atún y, cuando la reposición no entraba a tiempo, los vacíos en la góndola eran un grito mudo que desgarraba la obra sin atenuantes. Recuerdo alguna vez haberlo encontrado en algún rincón del depósito con la cara hundida entre las manos, negando unas lágrimas que eran más que evidentes.

Así llegamos a aquella tarde fatal en la que Rubén, el encargado de la sucursal, tomando una llegada tarde de Aldo como una falta de día completo, decidió entretenerse jugando un rato al repositor y reordenando las latas según su propio y blasfemo criterio. Incluso desde un punto de vista no artístico todos pudimos ver que estaba haciendo un zafarrancho desprolijo que ni siquiera era útil a los fines prácticos de los clientes y sus compras. Pasado el mediodía llegó Aldo a su puesto, luego de la demora de un turno médico. Yo no estaba cerca de esa góndola y no pude ver su cara, pero los que fueron testigos del momento hablaron de una verdadera transfiguración casi de orden místico. Sólo se limitó a preguntar quién había trabajado en la góndola y el nombre de Rubén bastó para la explosión que siguió luego.

Los detalles triviales no fueron demasiado importantes, algunas heridas, algún hueso roto, cortes en la cara y moretones desparramados por el cuerpo, Aldo suspendido y con un informe negativo en su legajo y demás, pero lo más trascendente fue que el descalabro que el cuerpo de Rubén arrojado contra la góndola provocó, pareció lograr lo que en la cabeza de Aldo jamás se había conseguido: concluir la obra.

Luego de ese acto de violencia inusitada, y luego de que retiraran a Rubén en la ambulancia, Aldo permaneció absorto contemplando la góndola como si al fin la Capilla Sixtina se hubiera concluido y él no fuera otro que un Miguel Angel satisfecho.

Quizá su enseñanza fue que hay obras que se develan como tales sólo cuando dejan de existir. Quizá como algunas vidas.

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