lunes, 11 de septiembre de 2023

Humo


Humo. Y el sabor de la chapa. Porque la chapa ha de tener un sabor, creo. Más humo. Luego del gran ruido de la explosión, el último, hay otros ruidos que siento alrededor. Los habituales de la calle y los que se congregan alrededor mirando. Supongo que voces, aunque afelpadas, pasos; supongo algún golpe también, aunque parece estar más por dentro que por fuera de mi cuerpo.

Me resulta cómico que el primer pensamiento que tenga sea el posible relato de esto en tono periodístico. Ellos no pueden evitar usar la “intersección”, el “circular por la arteria”, el “siniestro”, la siempre mística “ochava” para no decir “esquina”, el tan piadoso “perdió el control” y demás. Ahora todo eso se forma en mi cabeza y relata, hilvanando una voz en off que no es la mía, aunque tampoco podría desconocerla.

Me doy cuenta de que los ruidos están y son inequívocos, sólo que mi cabeza ya no los procesa como antes. O quizá los oídos. Son más una sugerencia del entorno en forma de siseos y murmullos que hechos concretos. Afuera deben estar ocurriendo hechos concretos. Pero yo no me puedo mover, claro.

Mi abuela no lo entiende y yo no puedo explicárselo. Tendría que venir un día conmigo y sentarse en el piso, pero seguro que va a decir algo de sus rodillas, o sus piernas, o la espalda y eso. Cada vez que puedo, y puedo cuando ella no vigila, me voy a jugar a la esquina blanca. Me gusta porque ahí no hay nada. Una cortina metálica cerrada siempre, cerrada hace años. Y las paredes son color blanco descascarado, viejo. Ahí se siente que no pasa nada y no puede pasar nada tampoco. Ni el tiempo. Pero lo más importante es la vereda y su inclinación. Yo voy a jugar siempre con mi auto rojo de plástico, el que nunca puedo hacer andar derecho, y en esa bajada de la esquina tengo horas enteras de carreras e historias inventadas. Pero mi abuela no entiende las inclinaciones y las bajadas, para ella la esquina es “¡salí de ahí que te va a pisar un auto!, ¿no ves que vienen como locos?, algún día se va a incrustar alguno en la esquina”.

El humo se dispersa de a poco. Y sí, lo que primero fue una sospecha ahora es tan cierto como imposible. Es la esquina blanca. La de siempre, la de la cortina, la de mi abuela. ¿Volver casi veinte años después al mismo lugar, arriba de un auto sin control, para morir donde jugaba? No siento las piernas, el volante me anuda la garganta como una pena ocre y hay chapas que no reconozco contándome de cerca las costillas. En este instante quiero ver lo que hay más allá de la trompa destrozada del auto, porque luego del choque y antes de desmayarme me pareció ver la figura de alguien, de un cuerpo, de algo que llegó a interponerse entre la explosión y la esquina. Pero, en el único ojo que puedo abrir, la sangre no me deja ver.

Estoy contento. Encontré una parte menos rota de la vereda en donde mi auto de plástico anda bastante derecho. Puedo sentarme en la esquina, de espaldas a la calle y tirarlo hacia la cortina metálica para que después baje rodando. Casi parece un auto de verdad. Tengo que apurarme antes de que mi abuela salga a ver dónde estoy y me grite. Es una linda sensación verlo bajar la pendiente solo, rápido como los de verdad, y chocar contra mis piernas. Lo agarro por última vez justo cuando escucho esa frenada fuerte en la calle.

Cuando dejo de intentar mirar la esquina y voy resignando el cuerpo al abandono de las heridas, siento los golpes en la puerta del auto y un breve chasquido de vidrios rotos. Es mi ventanilla. Y a través de ella escucho que alguien me habla: —Aguante, ya llega la ambulancia, pero vamos a tener que correr el auto urgente porque parece que había un chico en la vereda y quedó debajo.

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