miércoles, 27 de febrero de 2019

Hora


Ventanas que horadan el sol
se sirven la luna nueva
en descarne, contingencia
y albedríos deshoradados.

¿Veré llover mis ojos
en la ausencia del sol párpado?
Voy a correr las cortinas,
antes de que el ocaso horade
la enarbolada espada
del día perpetuo.
¿Veré llorar de enojo
a la esencia del sol bárbaro?

En antros tibios,
de ciegas luces infinitas,
se endereza la cadera
el devenir del tiempo,
y la médula estival,
en una dulce tangente,
copula con ambos trópicos
ventanalmente horadados.

domingo, 24 de febrero de 2019

Ocasional caída de granizo


Las nubes lo cubren todo. Incluso el cielo. (No va a dejar que el tiempo se le derrame). Tampoco que el agua hierva. (Oficia de pasado). En su cocina a obscuras, el resplandor celeste de la llama parece una intervención policial. Silenciosa. Pero sólo es un café que no llegará a tomar. Le arde la palma de la mano. (Anuncia puertas que abrió de más). Se la mira y sonríe. De más. No hay silencio en una ciudad. Nunca. Se vive sobre un murmullo constante. Del otro lado de la ventana pasa la voz de alguien que habla con su celular. El sonido le interviene algunas nubes. Rocío. (Un murmullo constante). 

Olvidé cómo se usa un espejo. No basta con mirarlo para entender. Supongo que debería encontrar al vendedor y pedirle explicaciones. Pero nunca lo compré. Fue de mi madre y ella no dijo nada. Sólo se fue y su imagen no está. Ella me tomaba de una oreja, de un brazo, o de cualquier parte que pudiera retorcer y me paraba frente al espejo. (En toda cárcel se derraman todos los pasados). Y me decía, me gritaba: “¿¡qué ves!?”, y lo repetía, varias veces lo repetía, y retorcía lo mío que tenía entre sus dedos. (Lo mío se retorcía derramando el pasado en ese presente). Yo miraba, pero no le contestaba. 

El resplandor azul que llega desde la cocina lo deja respirar en medio del vacío. (No tiene idioma el aire. ¿Cómo pedirle que venga?). La palma de la mano le arde. No debería acariciar el fuego. Pero no es una excepción. Nadie se deja acariciar sin lastimar a cambio. Ningún espejo se deja mirar sin quemar un recuerdo a cambio. (Rocío hundida en el ruido de la ciudad). Funcionan mejor las puertas abiertas que los espejos. Sí. Él sabe usar puertas, por más que las palmas de las manos… Ningún espejo se abre. 

Nunca le contestó la pregunta a su mamá. (No esperaba respuesta, sólo sofocar vacío derramado en su garganta). Nunca le dijo que no veía nada. Tenía miedo de abrir los ojos y no poder cerrarlos más. Todo ha sido estudiado ya. Debe haber libros. Libros que enseñen a usar espejos. Entrenamiento. Saber pararse. ¿Saber mirar? Saber olvidarlos. 

El silencio de Rocío describe el murmullo de la ciudad como un plano de avenidas enajenadas, diagonales con filo, y el sincero manifiesto de un sigilo que hace abrir muy grandes los ojos. (Rocío viene a matarlo). Calcula el tiempo restante para que el agua hierva y entierra el número secreto en el recuerdo del delantal azul de su madre parada frente al espejo. 

Es normal, se repite una y otra vez. La frase pierde su normalidad cuando la usa tantas veces como puertas se le ponen por delante. Hay una oclusión por cada movimiento de su pensamiento. Es normal olvidar cómo se usa algo. Olvidar el agua hirviendo. Olvidar las llaves de la puerta. Olvidar dónde guardó el silencio. Es normal olvidarse el cielo en la hornalla y permitir que las nubes lo cubran todo. Incluso el recuerdo. Es normal ser indiferente a la policía que está en la cocina, tomándole las huellas digitales al espejo. (Rocío trae el álbum de fotos familiar tatuado en la espalda. Al irse, se los llevará a todos.) 

Creí que nunca llegaría a tomar el café, pero la policía me dice que sí, que el resplandor azul en la obscuridad de la cocina se debe a la hornalla. Y que los voy a tener que acompañar. El café está demasiado caliente y se los digo. Pero la policía me dice que pueden esperar. (El espejo esperaba a Rocío. Ella sí tiene respuestas.) 

—Proceso de condensación del agua —le repetía su madre. Golpeaba la lapicera contra el cuaderno y repetía—: El calor evapora el agua, asciende a los cielos, se forman nubes, se enfría, cae en forma de lluvia. Se acerca a la ventana y mira el cielo. Las nubes que conoce de memoria forman un recuerdo triste. 

—Quizá llueva —le dice al espejo desde donde Rocío lo mira. 
—Deberías ponerte a salvo —responde ella. 
Él apoya las yemas de los dedos en el vidrio, donde está la cara de ella. 
—¿Sabés?, olvidé cómo se usa el espejo —le dice. 
—¿Para qué lo necesitás? —pregunta Rocío. 
Él retira la mano del espejo y la apoya contra su pecho. 
—Para ver a mamá —responde. Necesito contestarle la pregunta. 
—¿Qué pregunta? 
—Qué veía en el espejo cuando ella me paraba delante de él. Yo miraba, pero no veía nada. Y nunca le dije por qué. 
Se detiene un segundo a escuchar el ardor de la palma de su mano golpear contra su pecho. Y prosigue. 
—Ella era el sol. Y el sol lo cegaba todo. 

—¿Le contarías que me asesinaste? —exclama Rocío. 
La miro casi durante un minuto, en donde las nubes nuevamente son golpeadas por dos voces que pasan cerca de la ventana. Siento un dolor muy raro en un cuerpo que nunca tuve. (No volverán a crecer sus piernas, carcomidas en el ácido derrame del tiempo). Necesito sentarme. 

—¿Qué es lo que te pasa?, pregunta Rocío en voz muy baja. 
Él toma una silla, la arrima junto al espejo y se sienta. El café está tibio entre sus manos. (Revolver el murmullo constante no va a endulzar ningún silencio más). Despide, apenas, algo de vapor. (Oficia de condena transparente). 
—El ciclo del agua —responde él, mirando el café—. El sol y el calor de la desesperación evaporó todos los recuerdos hasta que las nubes lo cubrieron todo. La lucidez, ¿sabés?, no puede aterrizar así, en medio del mal tiempo. La soledad, luego, fue el frío final que provocó semejante caída de granizo. 
Hace un pausa. En el espejo, Rocío baja la mirada. Parece estar concentrada en poder respirar. 
—No quedó nada en pie, ¿entendés? El granizo acabó con todo adentro de mi cabeza. 
—Pero matarme… 
Él sonríe, por primera vez en mucho tiempo. 
—Un detalle menor. Siempre preocupada por los detalles, vos. 
—Insisto… —dice Rocío. 
Él respira hondo. Vuelve a colocar su mano rozando apenas el espejo, dejando que las yemas de los dedos acaricien la piel de Rocío como si una brisa que no existe las movieran. (Es normal olvidar el tacto, dejar que la caricia sea un vapor que asciende de cada herida). 
—Te necesitaba acá, en el espejo. Era la única manera de entender. 
En el espejo, Rocío parece empezar a decir algo pero se detiene. Me mira y creo que empieza a entender. Y poder recordar también es entender. 
—Rocío… La condensación del agua… Si en vez de granizo se hubiera formado rocío… Todos mis dolores perlados de vos… 
—Como cuando... —dice ella en un susurro. 
—Como cuando éramos chicos y vos llegabas para abrazarme y secarme las lágrimas después de que mamá me pegue. Cada vez. 
—Sequé muchas lágrimas. Muchas lluvias. Pero no pude imaginar el granizo. 
Él acaricia el pelo de Rocío en la imagen del espejo. 
Ella sonríe, sin esconder la humedad en sus ojos. 
El policía le toca el hombro y comienza a colocarle las esposas. 

Antes de irse, él mira una vez más el espejo. 
—Cuando veas algún arco iris que sobrevive en la noche, buscame en su final. Te espero ahí. Nunca más el sol. 
Y, desde el espejo, Rocío deletrea en silencio repitiendo: 
—Nunca más el sol.

sábado, 9 de febrero de 2019

El apetito de una piel suave


No conozco ni un servicio,
ahora y siempre,
que encallezca al leopardo
usurpador,
verdadera belleza sentida
que sirve con suaves pieles
a las carnes que se entierran
en colmillos parcos,
calmos,
sólo austeros con su filo
y amigos del grito último.

Buen apetito.
El servicio será por la tarde.
Luego de la lluvia.

Osadía


Se entiende por
osado
al resquicio opaco
que deja toda seda
que acaricia nuestra miel,
savia del alma por yacer,
en un rescoldo que intenta,
osado él,
acabar de una vez y
para siempre,
con la tontera esa
de andar reencarnando.