lunes, 28 de septiembre de 2020

Simulaba creer


Entré a la iglesia.
No era grande, pero tenía un altar y con eso bastaba. La luz de la tarde atravesaba los ventanales y me respondía que todo estaba ahí.
Me senté en el primer banco. Había algunas personas dando vueltas, curas, monaguillos o algo así. Simulé rezar. Creo que recé, incluso. También simulaba creer. Al fin se retiraron y quedé solo.
Me levanté y fui hasta el altar. Una especie de mantel blanco lo cubría por completo. Estaba vacío. Me coloqué por detrás, de cara a la puerta de entrada, de cara a los bancos. No se veía a nadie, ningún movimiento. Sólo la luz y esas respuestas.
Saqué entonces a mamá del bolso que había llevado y la coloqué sobre el altar. Había unas velas muy grandes a los costados del altar y las llamas oscilaban como si alguien les hablara. Me quedé un rato mirando fijo el altar. Simulé estar pensando en mamá. Creo que pensé en ella, incluso.
Luego me acerqué y tomé ese mantel blanco que lo cubría por las puntas y lo alcé, cubriendo a mamá y dejando la parte inferior del altar al descubierto. A pesar de la luz, el final había llegado: tal como esperaba, nada sostenía el mármol superior del altar, por debajo de él sólo había aire, flotaba en el vacío.
No quise llorar, pero mientras tomaba una de las velas y caminaba hacia la puerta, sentí cómo las lágrimas se me caían de la cara.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Un decápite


Arriba al puerto secando la griega
proa que supo calzar entre sus hombros,
dando terror y hasta sangre pasionaria,
en un decápite tan húmedo que abraza.

Si de cruzar el Egeo lograra hablar,
de su firma iracunda y de su Nubia escarlata,
derramaría gavias cual páginas en blanco
enlodando el muelle de peces falaces.

Mas sus ojos gimen en mortal silencio
y su testa yace, honrando sus brazos.
Seca de todo filo y de toda yerra,
su proa es tan griega como su voz ocaso.

Arriba el marino, ateo en Dios barco, 
un Coloso de Rodas que reza, arrodillado.
Incendian el aire las sirenas todas.
Cierra sus párpados, al fin, la egregia proa.

Nadie lo sabe


Me gusta asomarme por la mirilla de la puerta en la noche, cuando hace frío y es evidente que no habrá nadie en la calle. Se siente como estar ahí, sin que nadie pueda advertirlo. Nadie sabe que estoy mirando porque nadie me ve. Y yo veo.
La calle permanece quieta, se viste con el frío y respira la distancia que le permite la soledad. Los autos permanecen donde los han dejado. Todo respeta su lugar y ningún movimiento atropella la vista, como suele ocurrir con el sol presente. Las luces se prueban el vestido de las sombras y sobrevuelan escenas como dioses únicos que se permiten la misericordia de estar allí.
Miro de costado hacia el fondo de la calle, hasta donde me lo permite el ángulo de la mirilla. Una lámpara vieja, colgada de un poste, oscila con alguna brisa que la asiste en su melancolía de servirle de nada a nadie. Su luz se hamaca y un volado de sombras barre el suelo con más pereza que inercia.
Cada objeto que en el paisaje general parece inerte, ante la vista particular despliega un interés, aparenta una historia, cruza las manos por detrás de su espalda y simula esconder algo importante, algo digno de revelar. En esa quietud fría sólo logran enternecerme. El cesto de basura, colgado de un poste, aparenta no mirarme y presume cargar en su interior alguna historia deliberadamente única. Evito mirarlo para no tener que decirle que miente, que sólo carga basura, y para no tener que escucharle decir que nada es basura y que todo es historia, y que depende cómo se mire. Y entonces por eso no lo miro. Así no depende.

Siento el aire frío que entra, apenas, y me roza la cara. Me toca un hombro y me dice "tranquilo, nadie lo sabe". Entonces, en ese instante, creo posible soltarle la mano a la noche y permitirme dormir. Dormir mi historia deliberadamente única. 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Simbiosis


Son varas de hierro afónicas que se entrechocan al unísono, dando una clase de arritmia. Cambia un poco el registro, cambia el espacio entre choque y choque, pero el ladrido del perro va cosiendo la noche con un trenzado nervioso que parece suspender el rocío a metros del suelo.
Nadie se pregunta a quién le ladra porque los oídos que llegan a escucharlo ya lo saben.
A veces hay pausas un poco más largas que otras y algún ansioso pretende que el objeto del ladrido ya se fue. Pero luego retoma. La garganta canina también descansa, por más que el probable peligro siga por delante.

En esas breves dos cuadras de población baja y clima de tranquilidad hay una comprensión tácita de que no se debe cuestionar el silencio que todos mantienen. También es tácito el acuerdo en no mirar, en no usar las ventanas mientras suena el ladrido en la noche. No hace falta acordar en que, mientras él está ahí afuera, simplemente no hay que mirar ni salir. Pero claro, estos supuestos transmitidos de mirada en mirada y subrayados con los silencios de bocas que entienden sin abrirse, no contemplan al perro que se limita a ladrar. Porque corresponde ladrar frente a eso.
También todos saben, en esas dos cuadras, que cada persona en algún momento pudo verlo. Una vez. Siempre una sola vez. Única. Y su descripción es otra de las cosas que esas bocas no comunican. No tiene sentido, puesto que la persona que puede estar enfrente ya lo sabe. O lo sabrá. Pero será esa descripción la que nunca se pondrá en palabras, sólo bastará saber que el otro ya sabe, ya vio, ya conoce. Y si se trata de otra persona, ajena a sus cuadras, entonces no corresponde hablar.
Quizás él no haya nacido en el planeta, pero en esas calles todos sienten que su presencia quieta e inocua por las noches les pertenece. Igual que el sonido que lo acompaña siempre. Y también todos sienten que cualquier movimiento podría quebrar esa especie de magia sombría de madrugada. Ni salir, ni mirarlo, ni mucho menos hacer callar al perro. Porque también se supone, compartido en forma inconsciente por todos, que la presencia de él tiene algo que ver con el ladrido. Aunque la reacción del perro pueda denotar peligro, amenaza o alerta, es obvio que forman una simbiosis necesaria que funciona más allá de lo que se entienda. Simbiosis que, aparte, incluye a las personas en sus casas, a sus ventanas mudas de miradas y a sus bocas tácitas que saben lo que callan.

Por eso, aquella mañana en la que una frenada brusca dejó un alarido en el aire frío y el cuerpo del perro revolcándose herido de muerte cerca del cordón de la vereda, a muchos de los vecinos de esas cuadras los paralizó el pánico. El pensamiento de todos excedía claramente la pena por el perro y se preguntaba por la noche siguiente. Y la simbiosis, quizá rota para siempre. Y las consecuencias. 

A la mañana siguiente, vecinos de las cuadras cercanas llegaron a declarar que no habían escuchado nada extraño en la noche anterior. Incluso algunos acotaron que era raro no haber escuchado "al perro ese que siempre ladra". Y, en esas circunstancias, se les complico bastante más tratar de entender lo ocurrido a los que les tocó investigar la súbita muerte masiva de todos los vecinos de esas dos cuadras.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Posdata


Era una imitación con bordes finos, filosos. Aristas que despedían los tonos acaramelados de esa lámpara que mamá encendía luego de mirar por la ventana y correr las cortinas. Imitaba con armonías esféricas a los sonidos de cubiertos entrechocándose, a las melodías entonadas de las bebidas llenando los vasos. Un domingo. Cualquier mes. El año que hubiera querido ser y quedarse. Simulaba tener el tono de las hojas del periódico pasando de a una en una mientras la mañana se movía sola, navegando en el aroma a almuerzo pendiente. ¿Alguna intervención de la calle? ¿Y por qué no la lluvia?, alguna vez también esa imitación de susurro melifluo que se desgranaba en el techo de chapa y daba testimonio del reloj de la vida, con sus goteos de segundos unidos para siempre a lo perdido. Imitar el sol que gritaba verano y que desde la mañana intentaba detener el transcurrir físico del día porque era mejor no moverse, no exponerse.

Ahora no hay nada.
Hay un trasfondo que modela los labios en un rictus que se adhiere a la nostalgia. Que se respira como una atmósfera tan necesaria como envenenada. Hay un silencio que huele a posdata. Y, desmembrando el significado de las habitaciones de la casa, están todas esas imitaciones de tanta belleza cruel que convierten cada sonido en lágrima.

¿Qué eran las voces?
No basta con preguntárselo cuando sabe que necesita destrozar las respuestas.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Las pupilas de un plano inclinado


Tres granos de pimienta. Sobre la mesa. Rodarían si fueran esféricos, pero el viento no sopla a pesar de que la mesa esté inclinada. Un plano inclinado. Ese ínfimo tormento mantiene a Zofía sin habla. Tiene los brazos apoyados y sus huesos le gritan por dentro que esa mesa está inclinada. Y que los granos de pimienta rodarán aunque dude, con algo de sensatez, de su forma esférica. 

Hay un caballo a metros de la puerta. Zofía puede escucharlo respirar con impaciencia. Los pasos en el porche denotan que quien los da está ultimando cosas. Lo intuye girando las correas del caballo en sus puños mientras uno de los granos de pimienta podría tener, lo calcula al azar, con poca seriedad, el tamaño de su pupila derecha. De la derecha, que es distinta que la izquierda. Como distintos son los pasos que hacen sonar el piso del porche de sus brazos sufriendo el plano inclinado. Siempre lo fueron. Dolorosamente lo fueron.

En la otra habitación el teléfono suena de a ratos en una andanada de campanillas que parece querer contarles la letra de una canción repetida, que ya todos conocen, y luego callarse un rato para más tarde reintentarlo. Zofía no lo sabe, no puede saberlo, pero no duda de que es su mamá. Mira el otro grano de pimienta, algo ovalado en su minimalismo. Bien podría ser un útero, pero la que llama por teléfono es su mamá y ella es adoptada. 

Un golpe seco, algodonado y apenas marcado por una exclamación del caballo, da cuenta de que él acaba de montarlo. Ahora las patas se revuelven inquietas en la tierra y ella imagina las riendas ondulando en el aire. Es tarde, pero el viento no sopla. Zofía imagina las herraduras del caballo sobre el plano inclinado de la mesa y puede ver sus ojos marcados por el terror del desequilibrio y la caída. El tercer grano de pimienta sabe que si decidiera interponerse entre el plano inclinado de la mesa y el plano nivelado de la herradura del caballo, acabaría una montura volando por el aire y todo sin que el viento sople. 

Pero el segundo grano de pimienta, que no es un útero, sigue inmóvil mientras que su madre (ella no duda de que sea ella, pero es adoptada) corta el teléfono, dejándolo mudo como ahora está el porche, luego de la partida del caballo. 

La pupila derecha de Zofía es sensiblemente menor que el primer grano de pimienta, pero ella no lo sabe. Ahora está húmeda, lamida por el párpado que, sin saberlo, se abre y se cierra al mismo ritmo del caballo que, al paso, abandona la calle de tierra.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Conversación


La escarcha que envolvía cada palabra
me tomaba testimonio de un silencio
que necesitaba, que rodeaba, que nivelaba
fricciones de un énfasis que me era ajeno.

Detenido, tan enlodado en el decir,
dividía al medio los rayos de su luz
que buscaban iluminar pasiones
como quien completa crucigramas
(una enajenación que me sanaba, ajeno).

Doné mi piel a la sombra de esas frases
y pude ver cómo la escarcha goteaba
ojeras de párpados huecos (silencios ajenos).

Guardé luego mis huesos en la bolsa negra,
sacudiendo hielos de extremidades,
en cadencia de sueño estacionado en siesta.
Acabó de callar el testimonio.
En puro silencio deshizo entre los dedos
un énfasis anciano, insistido en su girar
de trompo heladamente egocéntrico,
que lo rodeó en su pérdida
hasta el muro más glaciar de todos sus argumentos.

Anudé la bolsa (¿respetan mis huesos lo ajeno?)
y, enlodado en mi decir,
desapasioné cínicamente cada rayo
cada pasión
cada énfasis
y cada fricción de casilleros
del más equivocado de todos sus crucigramas.

domingo, 13 de septiembre de 2020

El peligro que significaba


Luego de eso se quedó quieto y no volvió a moverse nunca más. Ni a hablar. La mirada parecía perdida, o concentrada. A veces cerraba los ojos, pero no aparentaba dormir nunca. Los miembros, laxos, colgaban alrededor del cuerpo sin entender que aún pertenecían a un organismo vivo. Comenzaron las hipótesis, las teorías, los supuestos, las ideas. También los controles. Alguien se interesó en su corazón y lo midió, latía exactamente a un mismo ritmo siempre, sin variar. La respiración, pausada, invariable también. Le hablaron, desfilaron por la habitación y le hablaron, cada uno con argumentos distintos, planteos nuevos, apuestas, monólogos, diálogos simulados. Escribieron guiones y recurrieron a las fibras más íntimas y a los traumas casi enterrados, con ayuda de terapeutas que lo conocieron. También hubo dramatizaciones, cuadros preparados para conmover, asustar, emocionar, aterrar. Simularon hasta una muerte y lo rodearon con un velorio de cartón en donde un ser querido pasó más de doce horas simulando. Pasaron también a la intervención invasiva y actuaron sobre el cuerpo, testeando dolores, sensibilidades térmicas, presiones. Se propuso lisa y llanamente la tortura y se propuso también la mesura ante el desborde. Investigaron y hallaron que quizás algún otro caso en la historia podía tener algún paralelo, pero nadie consignaba el final ni el tratamiento y eso los ponía más nerviosos. Alguien mencionó la eutanasia y se pidió silencio ante la locura. Se vivieron escenas de descontrol y se lograron frenar actos de violencia al límite de la desgracia. A cada idea o tentativa se le respondió con los insultos de quienes la desacreditaban, ya sea por probada o por inútil. Cada vez más, en su habitación, lo único quieto e impasible era él, y alrededor todo se descontrolaba conforme pasaba el tiempo sin cambios. En un confuso episodio, todos eran confusos a esa altura, alguien sacó un arma e intentó dispararle, pero otro logró desviar un poco el tiro y la bala terminó matando a un tercero que traía un casco inventado por él para, según su teoría, lograr despertarlo con señales eléctricas de alto voltaje. Lógicamente alguien gritó que se había cruzado un límite inadmisible, mientras desarmaba al desencajado asesino, y gritó también que todo aquello debía terminar.
Por supuesto, luego de un proceso judicial bastante difícil por la nula cooperación de él, coincidieron todos en que debía ser condenado por asesinato y recluido en una cárcel de máxima seguridad para preservar a la sociedad del peligro que significaba.

Como era de esperar, al poco tiempo de estar en una celda, falleció. 
Lo enterraron en una soledad sin discursos y con más muestras de alivio que de dolor.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Un cariño vuelto sepia


La música, repetitiva dentro de su cabeza, le rebanaba la concentración como si una máquina cortadora de fiambre feteara su cerebro y le impidiera unir las ideas. Debía verse concentrada por fuera, fría, rígida, pero lo real era el caos.
Haber tenido que subir las valijas al tren ella sola. Haber tenido que caminar bajo esa llovizna sin ningún gesto. Haber esperado alguna palabra que apagara esa maldita música. Él y sus tiempos de miradas y mansedumbres que dejaban un campo devastado de decepciones alrededor.
¿Estaría ya el tren en marcha, habría algún motor con la voluntad de moverse?, no podía escuchar nada. Afuera de su ventanilla, y más allá de la mirada de él, todo parecía inmóvil a pesar de que había figuras en movimiento. La música lastimaba por dentro, esa sierra que le pedía que por favor cegaran todos los sonidos y callaran todas las luces para que su tren se la llevara.
Se acomodó la gorra gris, el único detalle de íntimo placer que se había permitido en ese atardecer de partida. Su gorra, ese regalo que no era de él, si no de alguien siempre lejano que ahora flotaba por delante, en ese punto en el que las vías paralelas se juntaban. Ese alguien que sabía ordenar armónicamente la música del caos que lloraba en su mente.
Lo miró un instante, parado en el andén, las manos en los bolsillos. Hacía largo rato que él elaboraba alguna cosa para decirle, podía verlo, era obvio. Y al sentir esa familiaridad la envolvió un cariño vuelto sepia que la hizo dudar del viaje. Era bastante posible que dejara ese asiento duro y bajara, con sus pies sonriéndole a los escalones del vagón para abrazarlo. Podía esquivar un poco esa música de espinas y acariciar alguna idea distinta. Quizá. 
—Cuando llegues allá haceme un favor —dijo él—.
Entonces la sierra que se arrogaba la música tortuosa se partió. Con ese sonido seco, también su idea de descender terminó. Si él ya daba por supuesto que había un viaje y una llegada, bajarse del tren sería un grito inocuo.
Lo miro en silencio, preguntando lo obvio.
—Cerrá los ojos y sentí mis manos en tu espalda.
—¿Para qué? —replicó ella sin ganas—.
—Para saber cuánto duele la distancia.
Por acto reflejo ella orientó los sentidos a su espalda. Estaba allí, pegada al respaldo del asiento del tren que ahora hacía sonar un silbato porque estaba a punto de arrancar. Pensó por un segundo en dejarla, en viajar sólo frente, en despegarse de su espalda y tirarla por la ventanilla, cerca de las manos de él, para que nunca se entere, para que nunca lo sepa, para que la distancia sea siempre un reloj atrofiado, incapaz de decirle a nadie algo acerca del tiempo. 
Pero finalmente, ya con las ruedas del tren girando, pudo más ese cariño sepia que le hizo tomar esas manos de su espalda y arroparlas en su regazo. Mientras las acariciaba, comenzaba a mirar el paisaje nuevo por la ventanilla. La música se iba aquietando.

(Ver)

jueves, 10 de septiembre de 2020

Detalles irrelevantes


En un diario que mostraba evidencias de la vorágine imperfecta de su memoria anclada, consignó un desmesurado árbol genealógico que sólo rozaba lo real en algunos nombres más soltados al azar que ubicados con algún tipo de criterio genético.
Luego venían viajes en barco, continentes siempre lejanos aunque rara vez nombrados o descriptos, desiertos cruzados en extrañas embarcaciones que, en todas las oportunidades, desembocaban en finales felices. Relatos de puertos ignotos en donde había recalado y en donde recordaba, con aires de nostalgia, a su familia y su tierra.
Intercalaba fotos que, según él, pertenecían a amigos, novias, amantes fugaces, gente famosa, altas autoridades de territorios de una lejanía entusiasta. Tocaba cada foto con el dedo índice y salía un nombre de su boca, luego se quedaba en silencio y parecía revivir una inmensidad de emociones.
Pasaba las hojas del diario e iba deslizando las yemas de los dedos por los distintos tipos de letra, color de tinta, diferencias de trazos. Parecían tener las frases un relieve que sólo su mano podía percibir, como si cada geografía recordada hubiese quedado secretamente plasmada en un juego de elevaciones y texturas escritas. 
Cada tarde llegaba la hora en la que el viento soplaba en el jardín de las visitas. Invariablemente sus ojos se humedecían y el aire se llevaba su mirada lejos, mientras cerraba el diario hasta el día siguiente. Miraba su tapa amarronada de tiempo y el lomo ajado. Miraba sus hojas abultadas y desprolijas, intercaladas de fotos y demás anexos que su memoria había construido con algún propósito. Y siempre el mismo gesto, ese sacudir la cabeza sonriendo sólo para sí mismo y ese mirarme como diciendo "si vos supieras..." 
Y yo que nunca supe, hasta que entendí que no había que saber nada. Hasta que en la visita de esa tarde me dijeron en voz baja "ya no está acá" y entonces lo supe todo.
Me llevé el diario, así cerrado como él lo dejaba, y todas las geografías acumuladas por esa memoria anclada, que nunca había abandonado la habitación de su internado, recorrieron la palma de mi mano entendiendo que la verdad o la vivencia eran sólo detalles irrelevantes.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El arte y la gravedad de la rima


Enterraron el grito en la crema.
Era blanco, como la soga que usaron para descolgarse desde los cimientos del fuego que hacía gemir la huerta.
Blanco, como la suma de todos los colores del rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Que era blanco.
Y la crema goteaba desde la huerta hasta el techo de tejas del hotel que alojaba el rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Que enterraron.
El fuego conversaba con la crema y ella le pedía que elevara la voz porque los gemidos de la huerta no la dejaban escuchar. Dentro del hotel, la soga blanca pedía una habitación doble porque esa noche esperaba a un nudo amante. El conserje la miraba y se preguntaba en silencio si no advertía que uno de sus extremos se estaba quemando y el otro se arrastraba manchado de crema.
Blanca, la crema.
Y cada comentario atrevido del fuego, que sonrojaba a la crema, hacía que ésta se derrita un poco más, vaciando de a poco la huerta. En medio de este vacío de ángulos rectos, los cimientos se iban secando. Dejaban al fuego conversar con una indiferencia de labios partidos y columnas erigidas en material de ofensa.
Cuando la última estrofa de crema descendió por el arte y la gravedad de la rima, el techo de tejas del hotel no tuvo más remedio que dejar el grito al descubierto. El conserje salió corriendo y enterró el nombre que describía el rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Lo enterró en la huerta.
Luego, el grito se le anudó en la garganta. Y la soga blanca, que esperaba en la cama de la habitación, supo que iba a tener la mejor noche de toda su vida.

martes, 8 de septiembre de 2020

Lo que no está


Cobra la ausencia un giro, intermediado por un centenar de respiraciones entrecortadas de dudas sensatas que no aciertan a seguirla.
En un bosque de reclusión indemne de imagen, lo último ausente en la existencia elige bailar girando entre la nada. 
Carece de imagen. Ninguna mirada envuelve el espiral de su aliento. No es percibida, conocida, ubicada, descripta. Pero baila. 
El bosque sabe que no debe mirar, y mucho menos entender su acto. Sabe que para que una ausencia sea, no se debe hacer presente jamás. Y entenderla es presentarla. Se limita al olfato, a guiarse por el aroma del aire que desplaza su giro. Cada vuelta una cadencia de aroma, cada movimiento una marea que desliza ideas transparentes en el bosque.  

Se acuesta a dormir. Por primera vez en su ausencia. 
Al bosque le gustaría consolarla, porque ella llora un fin anticipado de sueño, presencia y despertar, pero sabe que ignorarla la mantiene viva. 
El giro se aquieta. Lo último ausente en la existencia se duerme.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Hasta que el iris recuerde


Insistir en la mirada.
Descorrer el velo repetido.
Centrifugar cada pupila
hasta que el iris recuerde
su infancia de luz pausada.

Discutir acalorados
el cerrar de cada párpado,
cepillando cada pestaña
de nieves apenas deslumbradas.

Detrás de mixtos cielos,
de soles con reversos de adiós, 
ojos afilados rezan bienvenidas,
cruzando filos de hondas noches, 
al galope de la insinuación
más austera que aquella luna
supo entregarles. 

Recorrer el velo repetido
en superpuestas crisálidas
de ventanas desgajadas.
Quemar hilos de plata y sonidos
que se alzan al morir de la mirada.

domingo, 6 de septiembre de 2020

El soporte de su vida


¿Cómo separar el pizarrón y el polvo de tiza, colocado con una prolijidad vehemente en forma de letras, números y signos, de la fórmula?
Había terminado. Había dejado la brevedad de tiza restante en el escritorio y había sacudido los restos de sus dedos.
Ahora, su primera sensación era un espanto vaciándose en vértigo. Miraba la fórmula en el pizarrón y no podía concebir la posibilidad de que exista más allá de tiza y pizarrón. Eso le nublaba la vista y se sentía dispuesto a golpear con los puños al enemigo rectángulo verde hasta que comprenda. Luego dio dos pasos hacia atrás en la soledad de su oficina y respiró hondo.
Obvio que no sólo allí puede existir la fórmula, no ha enloquecido ni está a punto de perder la razón. Él entiende que se puede copiar en un papel sin mucha dificultad y hasta tomarle una fotografía, como un recurso extremo. Pero también es consciente de la altísima probabilidad de no alcanzar nunca más ese resultado brillante. Lo sabe. Casi pudo escuchar una explosión metafórica dentro de su cerebro cuando luego de más de veinte horas de cálculos y ensayos se topó con la fórmula. Y ese fue precisamente el punto de partida del miedo.
Debo ser realista, se dijo intentando nuevamente respirar hondo y relajarse, en este momento la fórmula está en manos de la tiza y el pizarrón y no existe en ningún otro lado. Y sé que, si se pierde, difícilmente pueda rehacerla con la perfección que ahí está manifestada. Eso y dar por terminada su vida le sonaban sinónimos. Y también sé, siguiendo con el realismo doloroso, que ellos saben lo mismo, concluyó. Es más, se dijo luego tomándose el pecho, sólo nosotros tres en el mundo sabemos que existe hoy esa fórmula y que está en manos de ellos dos, que son el soporte y que podrían, si su maldad se manifestara, borrarla y acabar con todo.
Intentaba razonar para calmar su angustia y el resultado era peor. Cada visita que le hacía al marco de la realidad y el razonamiento lo dejaba más abrazado al pánico. ¿Era realmente el fin de todo? ¿Habría llegado hasta esa cúspide de inteligencia desatada para finalizar sus días a mano de un chato pizarrón y una vetusta tiza, sólo porque ellos eran "soporte" y sin soporte no existe lo soportado?
Obviamente, no. Obviamente lucharía. Su cabeza proponía alternativas a razón de decenas por segundo, cada cual más delirante que la anterior. Terminaba por poner peor las cosas al mezclar alternativas posibles con invenciones irrealizables. Cuando notó el sudor frío en sus manos decidió frenar la inventiva, estaba yendo demasiado lejos. La respuesta era tan obvia como peligrosa, su cuaderno y su lapicera esperaban ahí, sobre su escritorio. Se trataba de tomarlos, copiar la fórmula y arrebatarle al enemigo para siempre el poder supremo de ser el soporte de su vida. Pero, ¿cómo hacerlo sin que lo adviertan y desaten la venganza? 
Ahora sentía la camisa blanca pegada en la espalda. La frente también mojada y el pecho apretado en una idea de batalla épica y solitaria. Al instante, una nueva explosión metafórica le despejaba la vista. Recordó ese viejo dicho que dice: "¿cómo se esconde a un elefante rosa en medio de una calle?, pues llenando la calle de elefantes rosa". La idea sería adoptar una estrategia tan vieja como efectiva: la indiferencia. Debería abocarse a llenar el pizarrón de más fórmulas y signos y letras y números y conclusiones e inutilidades de todo tipo. Al fin de cuentas algo era absolutamente cierto: sólo él conocía qué cosas de ese pizarrón, ahora empastado de signos, eran parte fundamental de la fórmula y qué cosas eran simple relleno que lo inflaba todo. No era posible que el pizarrón y la tiza fueran capaces de distinguir eso, pues si les otorgaba esa inteligencia los colocaba a la par de él, y eso no era posible. Sobre todo por una cualidad ética que los diferenciaba, ya que él jamás se quedaría con una fórmula ajena, tal como ellos planeaban hacer en su maldad y resentimiento de ser meros soportes no pensantes. 
Cuando tomó el cuaderno y la lapicera, un nuevo temor sopló algo de oleaje sobre la calma que estaba construyendo. ¿Y si advertían que él en realidad no estaba copiando todo lo que contenía el pizarrón? ¿Podrían cotejar al vuelo los movimientos de su mano con la lapicera y compararlos con los escritos de la tiza? ¿Podrían advertir que no eran simétricos? No podía correr riesgos. Debería copiar todo exactamente como estaba en el pizarrón y luego, cuando hubiera podido egresar del infierno y estuviera en terreno amigo, pasaría la fórmula del cuaderno a algún otro lugar en donde pudiera separar el agregado inútil de los verdaderos términos de la fórmula. Claro que esto no evitaba la posibilidad de que el soporte enemigo decidiera, llegado el momento, barrer con todo sospechando que intentaban robarle la fórmula que él pensaba robar. Pero al menos le permitía la esperanza de la confusión de datos y la estrategia de la indiferencia. 
Con los primeros reflejos del amanecer ya próximo subiendo por la ventana abierta, dejó la lapicera sobre el cuaderno y reparó en su mano dolorida, sus ojos enrojecidos y su espalda endurecida. Había llegado a realizar siete copias de todo el pizarrón en su cuaderno. Había ganado, evidentemente. Miraba el pizarrón y todo parecía inmóvil. No acusaba recibo de la derrota. Claro que no podría asegurar que en todas esas horas el soporte no hubiese cambiado subrepticiamente ninguna letra o número, no hubiese alterado algún signo o algo peor. Pero el cansancio atroz que sentía le dijo que ese era un riesgo que debería de correr. 
Ahora, quedaba la estocada final. El golpe último, sublime y sinfónico de la batalla ganada. Borrar el pizarrón por completo. La maniobra magistral que dejaría al enemigo sin nada y revolcado en su propia indignidad, en su perversa falta de ética. Tomó el borrador y comenzó desde un ángulo, con movimientos de su brazo, lentos y disfrutados, amplios, retrocediendo y repasando, puntilloso, detalles, breves jirones de tiza rebeldes, girando las manos, caminando hacia atrás y casi llorando de la emoción. 
Así, exhausto pero feliz, empapado en una transpiración que muy poco tenía que ver con el frío reinante, apretó fuerte su cuaderno contra su pecho, apagó la luz de su oficina y comenzó a descender las escaleras.
Salió a la calle y respiró hondo. El aire de la mañana era una vida nueva para él. Se detuvo un instante en la vereda como si necesitara un repaso mental de lo vivido esa noche. Ahí reparó en el cuaderno apretado entre su brazo y su pecho. Entonces oscureció.
Ahora, la fórmula sólo existía en el soporte del cuaderno...

sábado, 5 de septiembre de 2020

Arañado por el viento negro


El saco de terciopelo, arañado por el viento negro, está sentado frente al televisor encendido en la absoluta soledad de la casa. El silencio del aparato le permite ver cómo el brillo de las imágenes rebota y se desliza por la irregularidad de sus solapas. Varias de las figuras que se mueven en la pantalla se van desmayando y cayendo en los bolsillos del saco. Y en esa obscuridad se encuentran, algo desorientados, quizá.
En uno de los bolsillos del saco, el derecho, hay un papel. Una actriz, aún contenida dentro de un vestido largo color champagne y sosteniéndose una capelina lavanda con una mano, abre el papel y lo lee. Mira, luego, al piloto de carreras que sostiene el casco entre sus manos mirando con curiosidad el interior del bolsillo. Le enseña el papel sin hablar y el piloto lo lee. El casco se le cae de las manos. Le devuelve el papel a la actriz y comienza a sentir taquicardia. Ella dobla repetidas veces el papel y se lo guarda velozmente dentro de su capelina lavanda. El piloto de carreras la mira fijo y nota que la actriz tiene las pupilas dilatadas. En ese instante, el tigre amaestrado del espectáculo desciende desde el borde del bolsillo. La actriz lo mira aliviada y se abraza a sus patas traseras, llorando.
En el bolsillo izquierdo acaba de comenzar una misa en donde un actor, ya retirado, recita unas letanías aprendidas de memoria apenas unas horas atrás. La severa y ajustada sotana le impide moverse demasiado y no logra distinguir cuántos actores de reparto acertaron a caer ya dentro del bolsillo y siguen su misa. Al llegar el momento de la consagración mete su mano derecha en el bolsillo de la sotana para sacar la hostia de utilería y, en cambio de ésta, encuentra un papel doblado. Extrañado, mira al actor joven a su izquierda, que oficia de monaguillo. Él le devuelve la mirada y se encoge de hombros. El actor con la sotana abre el papel y lo lee. La respiración se le entrecorta. El crucifijo de madera colgado en su pecho se desprende y cae. Desde el fondo de la concurrencia de actores de reparto que siguen la misa brota un grito ahogado. Una mujer de impecable traje verde oliva cae inconsciente en brazos de un actor canoso que ataja su desmayo a tiempo.
En las paredes de la casa a obscuras el brillo del televisor mueve formas y desliza colores conforme las imágenes cambian. Semeja olas psicodélicas rompiendo en la costa de un living en soledad. En el cesto de basura ubicado junto a la cocina hay una bolsa negra colocada, nueva, limpia, completamente vacía a excepción de un papel doblado en su fondo.
El saco de terciopelo sentado frente al televisor bosteza y aprieta un botón. El televisor se apaga. 
En el cesto de basura, el papel doblado comienza a arder.

jueves, 3 de septiembre de 2020

El pecado necesario


Abre.
El portón de madera carcomida que supo perdonar. El cielo fijado del revés en la pared del otoño. El abrigo colgado. El piso lustrado con todas sus carcajadas. El jardín que nunca lo escuchó partir. El océano cercano que le arrullaba las noches cerradas. El violín más mesurado de todas sus armónicas alabanzas al aire crudo por delante. El palimpsesto donde ensayó una vida que le quedaba dos talles más chica. El oscuro manto de luces arreboladas que lo relajaron hasta la somnolencia última.
Abre el fuego de recordar el juego de redoblar las raíces suspendidas en todas sus almohadas, y abre también cuanta cicatriz jugó al llanto sin secarse jamás. Abre el lienzo y abre el pastel. Abre el pincel y le miente al óleo que dibujará un ocaso, cuando su mano sólo es diestra en algún amanecer. Abre la suerte de enterrar su boca en el jardín que se abre al océano que le abre la brisa que se abre al recuerdo. Abre y cierra sus manos al gesto generoso de su sangre, y abre, incalculables, sus tempestades al vuelco más dorado de sus promesas. 
Abre. Por última vez abre y desenrosca para siempre el futuro. Abre la conversación con viejos fuegos que chorrean líquidas telas que le envuelven el pasado. 
Y por fin abre, en sustancia de mano hendida en la penumbra de sus ojos, el pecado necesario para no abrir nada nunca más. 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Cabe en la noche


Dieron las diez en el reloj del campanario. 
La puerta de hierro se abrió y el viento helado que dejó escapar llevó de regreso al limbo a un tren cargado de espíritus frescos. 
El hombre salió caminando despacio, como si eligiera dónde dar cada paso. La luz era azul obscuro y destilaba un sonido de resortes añejos que agonizaban su ceguera. 
El hombre miró el campanario mientras la puerta de hierro comenzó a cerrarse. Con sus manos en la cadera siguió mirándolo hasta que la puerta se cerró completamente, dejando una impronta de óxido piadoso en el aire. 
Al mismo tiempo el campanario se derrumbó. Piedra sobre piedra estremeció el suelo obedeciendo rítmico el parpadeo del hombre. 
Cuando el único movimiento posible era el polvo flotando en el aire, ahí en donde hace un instante se erguía el campanario, el hombre ascendió al tren que lo esperaba. 
Sin campanario y sin reloj, el tren partió con su único pasajero. Se sentó junto a una ventanilla mientras el viento comenzaba a iluminarle la cara. 
Sin campanario y sin reloj. Acababa de abolir la hora de su muerte.

martes, 1 de septiembre de 2020

¿Se entiende, no?


Antes de contar una historia, tiene que haber una historia, le había dicho. Y él pensó en que acababa de lavarse las manos y secarse con una toalla blanca (blanca, enteramente blanca, lisa), y que bastaría elevarse cinco o diez metros como para yo no distinguirlo del resto (¿del resto de qué?, un resto que ni importaba aclararlo). Una historia. Y su heladera también era blanca, contenía las cubeteras en el congelador y las verduras en el cajón de las verduras. ¿Se entiende, no? 
Tiene que haber una historia. ¿Las paredes?, blancas, no, blancas no, mucho peor, cremita. ¿Eran blancas?, no, eso es de hospital. Y las veces que había soñado que las pintaba a todas de negro y que luego venía toda su familia y ocurría lo peor, es decir, no le decían nada y él se despertaba justo cuando todos lo llamaban porque no lo veían y él estaba, pero se había fundido con el negro de las paredes. Tenía camisas celeste. ¿Lo ve?, bastarían diez metros de altura para ya no distinguirlo. Celestes, ¿entiende? Y una bolsa de tela que le había regalado su madre (pobre, que en paz descanse) y que decía "Pan" y que tenía pan adentro (pero, y él lo sabía bien, aunque jamás se lo contaba a nadie, en el fondo tenía una cantidad de migas que eran viejas, que no pertenecían al pan que estaba vigente, porque hacía mucho que no la sacudía, pero igual que las paredes negras, nadie le decía nada y él callaba, soñando, incluso que callaba también en el sueño y que las migas estaban ahí. Blancas eran las migas.). 
Mire que llamar "vigente" al pan, le había dicho. Y él pensó en que esa mañana se había lavado los dientes medio agachado en su pileta del baño, con un cepillo que ¿debería cambiarlo ya? Alguna vez se imaginó anotando en una agenda (no usaba agendas, pero tenía una fantasía casi perversa con ellas, imaginaba reencarnar en otra vida y tener siempre una agenda debajo del brazo y anotarlo todo, pero todo, hasta lo que había pasado en su vida anterior, esa que había podido atravesar sin agendas) la fecha de compra del cepillo de dientes, así podría calcular cuándo debería cambiarlo. ¿Se entiende, no? Pero no era tan fácil porque todo dependía de la cantidad de lavados. ¿Y cuántos eran?, bueno, para eso estaba la agenda, claro. Ocho metros, le dijo, no más de ocho metros de altura y ya todos los cepillos son iguales. Pero tiene colores, dijo él. No se ven. Pero a veces se miraba al espejo en medio de la cepillada y abría apenas los labios para ver la espuma blanca. ¿Así sería cuando dicen que "echaba espuma por la boca"? Luego se enjuagaba la boca. 
Mirá que va a tener una historia alguien que se sienta en el inodoro y mira fijo la pared, contando los azulejos. Pero nunca recuerdo el número. ¿Cómo puede ser?, si los cuento siempre y vengo a sentarme al menos una vez por día. Puede que más, le dijo su madre ese día y a él le sonó agresivo, por eso fue que a la noche soñó que pintaba las paredes de negro (todas las paredes, todas, ¿se imagina?) y que a ella también la pintaba de negro y entonces desaparecía, pero luego venía toda su familia y ocurría lo peor, es decir, no le decían nada, y él se despertaba justo cuando el negativo de su madre lo llamaba y él no estaba porque ya se había despertado. (¿Con un litro de aguarrás alcanzaría para despintar a su madre o habría que comprar más? Si tuviera esa agenda que va a tener en esa otra vida, anotaría "preguntar en la ferretería por despintado de madre al látex" y luego se podría dormir tranquilo.) ¿Se entiende, no? 
Creo que diez metros para más seguridad, aparte está el encanto ese de los números redondos, ¿vio?, le había dicho y le había sonreído. Pero él no se confiaba. Una historia, mire si alguien va a contar su historia, ¿tiene una?, ¿una qué? Los jabones eran blancos, pero tampoco podía asegurar que siempre haya comprado jabones blancos. Mire que fijarse en el color de los jabones, le había dicho. Pero ¿y si al final siempre se hubiese cuidado de comprar jabones blancos, siempre? Ocho, no, diez, sí, diez metros y ya no se distingue si un jabón es blanco. La espuma, ¿vio?, la espuma siempre es blanca, sea del color que sea el jabón. 
Mire que fijarse en esas cosas, le había dicho. Una historia, claro. ¿Al menos tomó la comunión? Sí, claro, pero no me acuerdo. Un amor, ahí está, un amor tiene que ser. Eso sí. Su novia, la que conoció a los dieciocho años, se llamaba Blanca y estuvieron de novios dos años. Dos personas sentadas en el banco de una plaza, ¿a diez metros?, da lo mismo su noviazgo que dos abogados charlando. No se distingue. Y soñaba, ¿se entiende, no?, que se casaba con Blanca pero la noche anterior se metía en la iglesia y pintaba todas las paredes de negro, y ella estaba en el altar y le tiraba con anillos para que él deje de pintar, pero al final la pintaba de negro a Blanca también y desaparecía en las paredes, mimetizada con santos y cruces negras, y sólo él sabía que ella estaba ahí por la cantidad de anillos que quedaban tirados en el piso, y justo se despertaba cuando el cura los declaraba marido y mujer y él miraba para el altar y las que se casaban eran Blanca y su madre, toda pintada de negro. 
Imagínese, si no hay una historia, ¿cómo contar una historia?, le había dicho. Y él pensó en que acababa de cerrar el cajón de los cubiertos, después de lavar los platos y los cubiertos, y secarlos. Un cajón de plástico blanco era. Cuando lo fue a comprar, casi compra uno beige (el blanco es muy sucio, le decía siempre su madre, mucho antes de que él la pintara de negro, después ya no decía nada), pero resultó que estaba fallado y no tenían otro, quedaban sólo blancos. ¿Blanco?, le había dicho, una cajonera blanca desde diez metros se confunde con el suelo. Pero él sabía que el suelo no era blanco, claro. El suelo era... bueno, la verdad que no lo sabía. Ese suelo que ahora miraba era de un color indefinido. No llegaba a verlo bien por la altura, claro. ¿Diez metros?, no, debían ser muchos más. Pero eso sí, su suelo blanco no era, para nada. Aún así, pensaba, quizá podría tener una historia, ¿se entiende, no? Y el color de ese suelo... no, no podía verlo bien. (Y tampoco lo hubiese podido anotar en esa agenda que iba a tener, cuando, pero que no tenía ahora). Claro, de todas maneras no tenía importancia, porque ahora, saltando desde el décimo piso, iba a ver el suelo de cerca, bien de cerca y ahí sí. ¿Se entiende, no?