sábado, 26 de diciembre de 2020

Ahora que estamos tan lejos


Qué suerte tener a todos esos aviones despegando de bases aéreas en blanco y negro, en cielos grises, siempre a minutos de la lluvia y envasados en tormentas, con militares de rostros grises que corren y gritan entre los aviones que se arrastran despacio, con la exacta velocidad respirada de la amenaza. 
Qué suerte que despeguen, que vuelen, que puedan volar aún sin colores. Qué suerte que esos pilotos con cascos grises se hablen por radio y disparen sus ametralladoras que van dejando manchas de un blanco tartamudo, manchas que deberían ser balas pero son sólo blanco y negro. 
Qué suerte que los cuerpos de esos soldados grises salten hacia atrás al unísono con las explosiones, y los brazos se agiten y las piernas rueden dejando una desprolijidad de tierra amontonada. Qué suerte esas miradas de caras entretejidas de artificial espanto blanco y negro, que duran un instante, el tiempo justo para separar a una bomba de otra explosión, a un avión de otro cielo. 
Qué suerte poder pensar sólo en los aviones, en que regresen y en que regresen los colores junto a ellos, también volando. Las muertes detrás de la pantalla de televisión tienen la misma miniatura trágica que la sensación que nos queda en la mano luego de abollar un papel y tirarlo a la basura. 
Qué suerte poder tener la mano de regreso y su color. Y el papel que es blanco. Y la basura que es negra. Y todo lo gris, que son todos esos vuelos que ya no nos volverán.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Estructuras de hierro oxidándose


—Yo no veo el cuerpo o la materia, yo sólo veo la sombra —me dijo cuando ya era inevitable entender que iba a llover. Miraba el cielo y todas las nubes hablaban de una mínima cuestión de tiempo. Él, también.

—Pero eso es lo menos importante, o en todo caso es sólo el comienzo, porque las sombras no conocen el tiempo. Puede ser que el objeto que las proyectó ya no esté, haya partido, o incluso esté enterrado, lo que sea, pero la sombra sigue igual. No muere la sombra porque tampoco vive. 

Todo alrededor estaba inmóvil. ¿Cómo entender el paso de algo en ese paraje? Si al menos hubiese estado el sol cayendo, o algo similar. Pero las nubes son estáticas. Y la lluvia es algo que duerme en el futuro. Si se abriera la tierra debajo, podría ver raíces que creen conocer mi pasado. 

—No sé a qué le hablo, porque ninguna sombra contesta. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que sé que escuchan. Lo escuchan todo. Lo entienden todo. Y... —se detuvo como si buscara su respiración—, y yo no sé qué hacen con todo eso. Lo saben todo y resignan cualquier tipo de relieve. Lo saben todo y se despiden de la luz que las parió sin un sólo ademán. 

Me acerqué, sin notarlo, a cuatro esqueletos de hierro un poco despintados. Me quedé mirando. Había algo obvio, algo evidente, pero se me escapaba. Hasta que las primeras gotas comenzaron a ubicarse en los lugares asignados por el tiempo y se fueron formando irregulares círculos oscuros en el hierro. 

—Claro que materia, objeto, cuerpo y todo eso se puede tocar, a diferencia de la sombra. Pero... la materia paga con la muerte el precio de conocer el tacto, y en cambio la sombra vive una eternidad sin el dolor de ningún desgarro. 

El óxido. Los hierros de esa especie de estructura rectangular abandonada se estaban oxidando, y las gotas de lluvia que caían delataban de a poco ese óxido, ennegreciendo ese anaranjado enfermizo que reptaba lentamente. En ese momento puse la mano sobre uno de los hierros y surgió la epifanía. El óxido es el tiempo. Nada delata de manera tan ineludible la presencia del tiempo en huida como el óxido. Si hay óxido tuvo que haber tiempo. 

Lo miré, pensando en comentarle esta revelación pero, al ver sus párpados entornados en una amargura filosófica, entendí que sería inútil. El óxido no tiene sombra.

martes, 8 de diciembre de 2020

Ascensión del pan en el silencio


(Sacó un pan de la basura y se lo comió).

Las palabras sonaban a helicóptero. Salían de su boca y ascendían. En círculos se desplegaban y sus significados se ampliaban. Parecían rodearme. Salían palabras rítmicas, miraba sus ojos agrandarse y podía ver cómo cada aspa giraba a mi alrededor generando ese viento seguro que siempre supone tener razón.

(No vi venir al tren. Confundía la locomotora con el helicóptero).

Y un redoble lento de tambor. Como de ejército alejándose. Una marcha de soldados cansados en un atardecer que les suena ajeno. Así eran las palabras. Ajenas. A pesar de que lo que salía de su boca era para mi, claro. Cada redoble una frase y un significado en el ritmo constante, como si la distancia equivalente entre cada palabra las volviera siempre veraces. Imposible callar al tambor. Las palabras marchaban y me miraban, alejándose, entendiendo que ese atardecer merecía sus significados más que yo. 

(¿Van a detener a la locomotora los soldados, o se acabará antes el pan?)

Entonces, el traqueteo del tren sobre las vías se podía identificar como las comas entre las palabras, el silencio entre rueda y rueda que suspende la vida esperando que el próximo significado aplaste, arrolle, atropelle. No se detiene su boca ni frenan sus palabras. Ningún tren puede detenerse jamás. Ninguna locomotora es capaz de callarse. 

(Nadie ocupó mi cuerpo luego de que yo dejara de hablar).

Dejé el pan en la basura, sin comer, y me alejé de la estación. Era mejor esperar que el helicóptero pase. El silencio, esa tarde, era el más sanguinario ejército posible.