Qué suerte tener a todos esos aviones despegando de bases aéreas en blanco y negro, en cielos grises, siempre a minutos de la lluvia y envasados en tormentas, con militares de rostros grises que corren y gritan entre los aviones que se arrastran despacio, con la exacta velocidad respirada de la amenaza.
Qué suerte que despeguen, que vuelen, que puedan volar aún sin colores. Qué suerte que esos pilotos con cascos grises se hablen por radio y disparen sus ametralladoras que van dejando manchas de un blanco tartamudo, manchas que deberían ser balas pero son sólo blanco y negro.
Qué suerte que los cuerpos de esos soldados grises salten hacia atrás al unísono con las explosiones, y los brazos se agiten y las piernas rueden dejando una desprolijidad de tierra amontonada. Qué suerte esas miradas de caras entretejidas de artificial espanto blanco y negro, que duran un instante, el tiempo justo para separar a una bomba de otra explosión, a un avión de otro cielo.
Qué suerte poder pensar sólo en los aviones, en que regresen y en que regresen los colores junto a ellos, también volando. Las muertes detrás de la pantalla de televisión tienen la misma miniatura trágica que la sensación que nos queda en la mano luego de abollar un papel y tirarlo a la basura.
Qué suerte poder tener la mano de regreso y su color. Y el papel que es blanco. Y la basura que es negra. Y todo lo gris, que son todos esos vuelos que ya no nos volverán.