sábado, 27 de agosto de 2022

Plumas detenidas en el vértigo

La montaña azul pálido queda en el segundo cajón. Pero si te das vuelta sin tener la inercia que las nubes debieron de licuar antes de tu baño, es probable que tu pecho converse teoremas de ángulos con las ramas secas que se jactan de arar las nubes, si se las mira desde el primer cajón. 

El vértigo no está en el cielo, decías mientras acababas los planos en sepia para cruzarte de piernas, ni mucho menos en la silla, decías mientras dejabas atrás la pretensión de sostener tu cuello en alto, el verdadero vértigo vive en el aire que se respira, decías al final mientras controlabas las alas que se te desplegaban desde los hombros. 

¿El pañuelo?, te pregunté extrañado repitiendo tu pregunta. Supongo que en el fondo de alguno de los cajones. ¿Arriba? hay mucha tierra. Y viento. Pero si se lo mira desde el primer cajón no es aire violento, no son porciones de universo que se trasladan. Son cantos mudos que entonan espíritus que se fueron a bordo de una asfixia. Sus letras tienen el mismo relieve que tu espalda y las rimas son tan cóncavas como tu columna dibujada en la tarde. No, convexas son tus excusas para darle la espalda a la montaña azul pálido. Y claro, el segundo cajón se desfondó. 

El pañuelo. Por supuesto, ahora puedo ver tu llanto. Lo confundí con savia del árbol donde florecen sillas. Las alas, por supuesto. Desplegadas desde tus hombros como si las colinas fueran excusas de la llanura para exhibir al cielo. Alas, pero no vuelo. Plumas detenidas en el vértigo. 

Me alejo en la tarde sepia luego de escuchar que nadie, pero nadie, te enseñó a volar.




Imagen: Silla aerodinámica, Salvador Dalí, 1934

martes, 23 de agosto de 2022

El progenitor y sus sobornos


Como si las teclas de la máquina de escribir le pulsaran los latidos del corazón y como si frenar el tipeo fuera parar ambas cosas. Palabra por palabra triunfando sobre la muerte que es el blanco en una hoja que es la vida. En desierto.

Una ventana le habla del sol, en vano, y le advierte de la noche, sin respuesta. Dejará entrar la lluvia sin estremecer ninguna cortina de por medio. Y las gotas calladas intentarán acomodarse en la hoja inserta en la máquina.

Mientras, las manos mueven palabras. 
Mientras, el corazón se agazapa ante la idea en falta, ante el argumento que no llega a la cita y el posible detenerse. De todo. 
Y de nada cuelga su hilo cada vez más transparente que lo lleva por una escalera oscura hasta la promesa del texto. 

Punto y aparte (¿y la escalera sube o baja?). 
Punto seguido. Y se rinde homenaje a la tinta, que es soldado mudo en campo de batalla minado de ideas, cometiendo incesto con el progenitor y sus sobornos. Sonriendo el adulterio de autobiografiarse para no caer en un punto final antes de tiempo.

No caer. No parar.
(Y la letra movida por el corazón que tiembla.)

domingo, 21 de agosto de 2022

Un irse de volver mirando


Hay un recuerdo. 
¿Qué es fugitivo en tus palabras, si cada silencio es apuñalado por una intención más sonora que una de esas miradas?
El contorno de la voz se nubla y ahora las vocales se espejan en el brillo de los labios húmedos. 
¿Quién es figurativo en la emoción que te viste durante cada sueño, si la evolución de los párpados acaba en una quieta infinitud?
Hay un salvaje respirar que toma aire en los pulmones de otra vida y suelta el aliento en lo que reencarnará.
Y el recuerdo, pero de los ojos cerrados.
Y un irse de volver mirando.

sábado, 20 de agosto de 2022

A los que tengan que irse


Grabó el sonido de las rayas que las uñas dejaban sobre el bordado.
Luego colocó el cassette en un sobre. Lo enviaría por correo. Había un perro en la estampilla, pero la empleada de la oficina postal lo confundió con una ballena. No paraba de reirse. Tomó el ticket, luego de ahorcarla, y abandonó el lugar. Apretó el ticket en su bolsillo.A su espalda dejaba una creciente conmoción por las risas acabadas sin vida en el piso, mientras él apuraba el paso. Apretó el ticket. Temía que usen la excusa de la empleada para no enviar su paquete. 

Grabó el sonido de la aguja atravesando las rayas en el bordado.
Guardó el cassette en su bolsillo y se dirigió a la estación de tren. Pidió su pasaje hasta ella. 
—¿Ida y vuelta?
—No.
—Eh... ¿ida solo, entonces?
—Sí. Voy solo.
—No... quiero decir que el pasaje es sólo de ida.
—No. Quiero mi pasaje de vuelta. 
—Claro... pero el pasaje de vuelta lo tiene que sacar en destino. 
—Yo no tengo destino. 
Metió su mano entonces por el mínimo agujero semicircular de la ventanilla y le dejó el cassette a la empleada del lugar. Sobre los billetes que había pagado. Ella lo miró alejarse con las manos en los bolsillos y apenas pudo mirar el cassette durante tres segundos, justo lo necesario para que explote en su mano y todo alrededor se tiña de rojo y de carne. 

Grabó el sonido del hilo que bordaba el aire cuando enhebraba la aguja.
Colocó el cassette en un sobre y lo llevó al correo. Había otra empleada. Ya no reía. Esta vez había un ciervo en la estampilla y él acarició los bordes de sus cuernos. La empleada le habló sin mirarlo. 
—¿Envío simple?
—¿Sabe?, viví algunos años en el Tíbet y aprendí a leer el destino en los cuernos de los ciervos. 
La empleada lo miró y miró su dedo acariciando la estampilla. Eligio el silencio. 
—Usted pasó su lengua por esta estampilla, para pegarla. ¿Entiende?... su saliva le dio vida a este ciervo y ahora, en sus cuernos, puede leerse su futuro. 
—¿El mío o el del ciervo?
La miró directo a los ojos, con la importancia que tienen todas las últimas veces de las cosas.
—El del ciervo. Usted no tiene futuro. 
La primera puntada en el pecho, su mano desesperando el vidrio de la ventanilla y su otra mano tirando al suelo todo lo del escritorio. Ya asistían en el piso a la empleada que dejaba de respirar cuando salió de la oficina postal conversando con el ciervo. 
—¿Te parece que esta vez llegará?
—No. 
Lo dejó en una parada de taxis y se alejó caminando con las manos en los bolsillos. 

Grabó el sonido del bordado rayando el aire tenso por los hilos sostenidos en las uñas.
Guardó el cassette en el bolsillo interior de su saco. Luego, arrodillado en el confesionario y mientras las maderas crujían tan leves como el incienso que se movía en el aire de la iglesia, le dijo al sacerdote:
—Tiene que escuchar esto, padre.
—Claro, adelante.
Entonces le deslizó el cassette por la ventana de madera enrejada. 
—No entiendo... ¿grabaste tu confesión?
—No lo sé. Quizá me haya adelantado a confesarme antes de pecar. 
El sacerdote miró el cassette en su mano y mientras pensaba qué responder o qué preguntar, percibió que el hombre se alejaba por el centro de la iglesia con sus manos en los bolsillos. Dieciocho segundos más tarde la torre del campanario caía sobre el cuerpo del sacerdote ya sin vida, producto de la explosión y del derrumbe. 

Mientras caminaba por la calle y se escuchaban las primeras sirenas, el teléfono le sonó en el bolsillo. Lo tomó, miró el número y sonrió emocionado. El correo había llegado a destino.

viernes, 19 de agosto de 2022

De un abismo sin párpados


Todo hace pensar que es una iglesia. No podría ser otra cosa. Si no lo fuera, sería una imitación rudimentaria y afectada. Pero es una iglesia. Quizá ya no ocurran las cosas que solían ocurrir en una iglesia, pero para nombrar "el lecho seco de un río" hace falta la palabra "río". Entonces, iglesia.

Unas mesas de piedra oscura, amplias, esparcidas por toda su nave, ocupan el lugar que normalmente tienen los bancos de madera lustrada por fieles roces de siglos. Cuesta distinguir el recuerdo de quienes se han arrodillado allí. Si hubo bancos (y rodillas) ya no se advierte. 

Son mesas en donde hay una sola persona sentada. Y sin embargo no parece sobrar nada de toda esa piedra vacía. Se sabe que está ahí para algo. Y ese algo rodea a la persona sentada así como el trueno previo a la lluvia nos murmura que busquemos un techo. Hay, sobre la mesa, una pieza que podría ser de ajedrez. Desde mi lugar creo ver un rey, o una torre, quizás imagino un alfil, pero de ninguna manera lo es, por eso lo imagino. Tampoco son piezas de ajedrez y nadie está jugando. 

Gente que camina entre las mesas va recogiendo esas piezas. Sé que es gente de la iglesia, que no es iglesia, y sé que se retiran las piezas luego de que la persona sentada haya finalizado lo que debía realizar. En todo el salón la actividad es la misma y rutinaria. Oscura (podría haber luz de candelabros, pero no la hay) y silenciosa como si se tratara de un sueño apurado. 

Se percibe siempre la sensación de pérdida. Sin mirar cada pieza ni cada rostro, se entiende fácil que sólo se acaba si se acaba perdiendo. Y le retiran la pieza de ajedrez (que no es ajedrez) de la mesa, en un gesto de final que, por la falta de condena, vuelve la soledad más cruda. Algunas personas quedan allí, otras se levantan. Quizás simplemente se borroneen en la oscuridad y deshilachen ese cansancio silente perdiéndose luego de la pérdida, sin haber logrado jamás eso que la pieza que les tocó en suerte les proponía. Porque lo que les toca siempre es en suerte, jamás es debido.

Desde donde observo (el sueño ciego de un abismo sin párpados), sé que no tiene ninguna importancia saber de dónde proviene la voz (que no es voz) ni de quién se trata. Y mucho menos entender cómo no logra quebrar el silencio de las piezas mudas arrastradas en las mesas.
—Pensar que si un solo movimiento, uno solo, fuera a dar con el espacio indicado para alojar la idea de ganar, el colapso sería tan brutal que nadie jamás se enteraría. Al fin, no se trata de perder. Ni siquiera de jugar. Se trata de cuidarse de no ganar jamás. 

Mientras su última palabra se deletreaba en el abismo que me abrigaba, pude ver cómo retiraban una pieza y cómo un hombre se levantaba encorvado, rozando la piedra de la mesa con el puño apenas cerrado. En breve habría otro sentado. Otra pieza. Otro hacer. Otra pérdida. No pude sentir la perversa alegría de no participar de esa mecánica de piezas, piedras, gente, movidas, pérdidas. Y digo que no pude porque apenas lo pensé una pieza apareció delante de mi.

jueves, 18 de agosto de 2022

Circundando el rocío


La composición del tallo
descompone las líneas rectas
de tu pensamiento
con la espontánea lucidez que antes
creías cercana a tu piel. 

Las razones de la abeja
que te miró de frente,
con el crepúsculo a su espalda,
hicieron retroceder a las palmas de tus ojos
hasta aquellos primeros pétalos
de leche.

¿Acaso un pezón en vuelo,
confundido con un sol en celo,
pudo entonar,
con sagacidad, 
el mismo zumbido de miel lejana?

Ya perdiste las flores
y ningún perfume reencarna.
Pasemos a llorar
circundando el rocío
y brindando 
por nuestra memoria
que jamás floreció.