viernes, 24 de noviembre de 2023

El amor de negarse a lo evidente


—Quizá siempre estuvo ahí y nunca lo vimos.
Mariela hizo el gesto de cerrar el bolso, pero estaba cerrado. Él evitó mirar su mano entorpeciendo el cierre porque necesitaba que ella siga intentando lo que ambos sabían inútil.
Luego, el sonido de vidrios estallando varios metros por encima de sus miedos no torció el rumbo de sus respiraciones. 
—Calculaba, anoche, que para el bautismo tendríamos que pedir sillas prestadas. 
Él miró las manos que ahora entrelazaban las manijas del bolso, como si hiciera falta superponer otro tipo de cierre. Mirar los dedos de Mariela era como deshojar meses de un calendario. Luego llegaban las uñas rojas para advertir de la Navidad, pero el tacto se empecinaba en cerrar. 
—¿No te parece?
Un golpe fuerte y seco. Cemento volviendo al cemento y desgranándose en obituarios de ladrillos liberados. Tiros lejanos con la cadencia de una nocturna máquina de escribir que parecía prometer no acercarse demasiado. Pero, pensaba él, todo papel se termina. 
—Cerrá el bolso, Mariela, porque se va a llenar de tierra. Están cayendo esquirlas.
—También podemos usar el sillón del comedor, si falta lugar —decía Mariela mientras obedecía y seguía buscando un cierre ya en su tope. 
Alguien pasó corriendo calle abajo y una serie de gritos encadenados en otro idioma les llegó a través de la oscuridad. Luego, otra vez la máquina de escribir y los gritos cesaron.
—Quizá siempre lo vimos, Gabriel, pero nunca estuvo.
Sentados uno junto al otro en ese banco de madera, el perfil de ella se recortaba apenas como un delineado pálido contra la oscuridad que los mantenía vivos. Y sin que Gabriel supiera cómo, alguna luz lejana le hacía brillar los ojos. Y bajaba el brillo, también, por la piel húmeda de su mejilla.
—Tengo una laguna... ¿se soplan velas en los bautismos?, porque sé que tengo algunas guardadas. 
Él volvió a mirar las manos de Mariela mientras otros vidrios, más arriba, también se unían a esa salvaje obertura que los introducía en un final golpe de orquesta. Apretaban las manijas del bolso y dejaba mover apenas sus pulgares, como si las uñas rojas necesitaran mantener algún tipo de señal en movimiento, visible para un rescate.
—Si nunca... hubiese... estado... no estarías cerrando el bolso, Mariela. 
Gabriel notó que los derrumbes que iban cercándolos le llenaban de cemento la boca y colocaban comas en sus oraciones donde no iban. Tragó saliva y buscó algo de esa tibieza que todavía dormía en el amor de negarse a lo evidente. 
—No te preocupes, no se usan velas. Se usa agua bendita y yo ya la tengo guardada. 
Y la abrazó, rodeando su espalda con el brazo izquierdo, mientras Mariela se inclinaba sobre el bolso cerrado y lo apretaba, susurrándole:
—Vas a estar bien... vas a ver que todo va a estar bien...

jueves, 23 de noviembre de 2023

Al dejar de llorar


Necesitás desarmar varios pares de tinieblas que parecen abrigar pero en verdad sólo se limitan a amar tu silencio, que sólo se quiebra al pedirle luz a la intemperie que suele hacer el amor con el rocío que estampa firma tras firma en contratos de utilidad resarcida, por lo posible de lo efímero, lo eterno y lo condescendiente con el pasado.

Al cabo de que nada quede de todo lo que acababa de quedar en absolutos impares de esas mismas tinieblas que se te abrazan temblando ante cada amanecer, la iridiscencia fortuita que suele quedar girando desganada en el fondo de cada caja dará un discurso recursivo, alertando a toda la clorofila circundante acerca de los peligros de la descomposición de la luz blanca a través de cada prisma de cada gota de rocío de cada párpado, que al dejar de llorar libera el prisma y la gota y los siete colores que se vuelven brazos que se lanzan por el sendero a ahorcar cromáticamente a todo lo que se atisbe gris. 
O negro.
Pero nunca retorno.
Jamás. 

miércoles, 22 de noviembre de 2023

Bocados de epitafio


Creo estar acercándome a un lugar peligroso.
Lo peligroso de estos lugares es, justamente, carecer de peligros.
No hay espinas en un vacío. Por eso es vacío. 
No agrede ningún precipicio. Agreden los relieves. 
No hay nada más peligroso que inexistir el peligro.
Entonces el miedo se nos derrite
y fluye más allá de cualquier argumentación carnívora,
vaciándonos de cualquier para qué. 
Entonces el cielo cree poder lloverse,
sin que nos enteremos de que cada mansa gota
grita ácido al fundir la piel de nuestros recuerdos.

Ya entrados en los años del descarne
nadie se detiene a contar los orificios en cada hueso.
Ver el amanecer a través de su decadencia de cartílago resignado,
causa el mismo níveo rictus de la llegada del café con leche. 
El ayuno aroma del dolor es una playa 
donde todas las sombrillas olvidaron llevar su sombra
y el sol sirve, en bandeja, exquisitos bocados de epitafio
para que aquellos que entren al mar
naden sus sonrisas más ilustremente atrofiadas
sin regresar jamás.