domingo, 30 de enero de 2022

La segunda manzana


El toro cruza la carretera  preguntando si la velocidad máxima permitida coincide con la hora del cruce peatonal habilitado. (El tren pasa sólo una vez por tormenta.) 
Le contestan. 
Pero en otro idioma. 
Él no sabe leer la hora en los relojes de las muñecas que le ofrecen. (Las agujas semejan espadas y las espadas significan que su tiempo se detiene.) Igual agradece. 
En otro idioma. 

Transitar por la línea blanca de la carretera desconociendo la hora es como hacer equilibrio luego de haber caído al vacío, se dice el toro, no antes. Los camiones rayan el aire que se arremolina en sus orejas. (Cada una de sus orejas tiene el mismo idioma a la hora de la tormenta. El tren lo sabe. Pero calla y mira al cielo buscando nubes con forma de vaca.) 

Las motos que circuncidan el asfalto se le antojan un posible reloj de arena, y quiere armar sendos triángulos con ellas para luego intentar que la arena le hable del cruce peatonal habilitado. (Intentaría, llegado el caso, no tocar el tema de la hora y dejar que sea ella quien le cuente de sus vidas pasadas en el mar). La arena se sube a la última de las motos y acelera en una cadencia de playa tropical (las palmeras van sonriendo en la primera moto). 

No tiene la predisposición, piensa el toro mientras muerde sin ganas una manzana al costado de la carretera. Cuatro camiones y dos bicicletas más tarde (una estará en llanta dos kilómetros antes de la tormenta) el cielo dejará caer un trueno muy cerca de ese bosque raleado que parece colgar del horizonte, sin que el toro desvíe la vista del cruce peatonal habilitado. 

Ahora es un durazno que hace girar en su hocico y, más tarde, cuando apenas falten centímetros para que el cruce peatonal quede habilitado, será la segunda manzana. 
Del otro lado del asfalto el toro huele el aroma a lavanda del pelo de ella y la emoción le atraganta para siempre el carozo de la manzana en su garganta desafiada por los nervios. 
Ella mira la hora que flamea en su muñeca. (Se subirá al tren pensando que la tormenta se llueve siempre en otro idioma.) 

La velocidad máxima permitida le empaña la vista al mismo tiempo que empieza a llover. Recuerda su champú con aroma a lavanda y extraña salvajemente las caricias del toro que yace asesinado por una manzana en otro idioma, mientras escucha cómo el tren atropella por última vez en el día el cruce peatonal habilitado, respetando la velocidad máxima permitida. 

sábado, 29 de enero de 2022

Redes sociales


Sé que por fuera, 
en ese mundo que entona 
con sonrisas de asfixia 
la descripción de su pertinaz 
estado de descomposición, 
los cantos de sirena siguen vigentes. 

Y mi sordera, entonces, es el regalo 
de algún universo piadoso 
que no ha podido ser más procedente 
en su sentido 
de lo oportuno.

Sobre todo, 
porque yo sé que los cantos 
ya no son tales, 
sino muecas de tristeza desmenuzada. 
Y las posibles sirenas de otrora 
son apenas cadáveres de plástico temblando 
con el grave pulso de una angustia 
que saben 
terminal. 

domingo, 23 de enero de 2022

Los sueños salvajes


Hay un yate anclado en el último sueño
que anochece.
Y borda palabras rellenas de orilla en la espuma
que se tiembla. 
(Ya no voy a descender.)
El aire se agua intentando respirar la tierra.
(Ni escalar la marea alta del recuerdo.)

En la cubierta
dos muertos mudos acunan
sus palabras con el vaivén líquido del horizonte.
Conversan entrelíneas de sol y dejan entrever su nacimiento
que envejece.
(Ya no voy a encender los espejos cuando la noche grite.)

Permitir el naufragio
y cargar, del yate, los muertos
a la inequívoca conciencia de la deriva ya oscura.
(Dejar la cubierta limpia,
para los sueños salvajes que no saben nadar.)

La conversación muda se aleja, en las mantas plegadas
que entrelínean estrellas ciegas
y se siente
un ancla voraz arrancando piel por cada sílaba,
y una sintaxis prohibida en el último de los oleajes. 

(Ya no voy a escribir postales
ni deletrear los puertos de mis infancias rotas.)