sábado, 26 de diciembre de 2020

Ahora que estamos tan lejos


Qué suerte tener a todos esos aviones despegando de bases aéreas en blanco y negro, en cielos grises, siempre a minutos de la lluvia y envasados en tormentas, con militares de rostros grises que corren y gritan entre los aviones que se arrastran despacio, con la exacta velocidad respirada de la amenaza. 
Qué suerte que despeguen, que vuelen, que puedan volar aún sin colores. Qué suerte que esos pilotos con cascos grises se hablen por radio y disparen sus ametralladoras que van dejando manchas de un blanco tartamudo, manchas que deberían ser balas pero son sólo blanco y negro. 
Qué suerte que los cuerpos de esos soldados grises salten hacia atrás al unísono con las explosiones, y los brazos se agiten y las piernas rueden dejando una desprolijidad de tierra amontonada. Qué suerte esas miradas de caras entretejidas de artificial espanto blanco y negro, que duran un instante, el tiempo justo para separar a una bomba de otra explosión, a un avión de otro cielo. 
Qué suerte poder pensar sólo en los aviones, en que regresen y en que regresen los colores junto a ellos, también volando. Las muertes detrás de la pantalla de televisión tienen la misma miniatura trágica que la sensación que nos queda en la mano luego de abollar un papel y tirarlo a la basura. 
Qué suerte poder tener la mano de regreso y su color. Y el papel que es blanco. Y la basura que es negra. Y todo lo gris, que son todos esos vuelos que ya no nos volverán.

lunes, 14 de diciembre de 2020

Estructuras de hierro oxidándose


—Yo no veo el cuerpo o la materia, yo sólo veo la sombra —me dijo cuando ya era inevitable entender que iba a llover. Miraba el cielo y todas las nubes hablaban de una mínima cuestión de tiempo. Él, también.

—Pero eso es lo menos importante, o en todo caso es sólo el comienzo, porque las sombras no conocen el tiempo. Puede ser que el objeto que las proyectó ya no esté, haya partido, o incluso esté enterrado, lo que sea, pero la sombra sigue igual. No muere la sombra porque tampoco vive. 

Todo alrededor estaba inmóvil. ¿Cómo entender el paso de algo en ese paraje? Si al menos hubiese estado el sol cayendo, o algo similar. Pero las nubes son estáticas. Y la lluvia es algo que duerme en el futuro. Si se abriera la tierra debajo, podría ver raíces que creen conocer mi pasado. 

—No sé a qué le hablo, porque ninguna sombra contesta. Pero lo peor no es eso. Lo peor es que sé que escuchan. Lo escuchan todo. Lo entienden todo. Y... —se detuvo como si buscara su respiración—, y yo no sé qué hacen con todo eso. Lo saben todo y resignan cualquier tipo de relieve. Lo saben todo y se despiden de la luz que las parió sin un sólo ademán. 

Me acerqué, sin notarlo, a cuatro esqueletos de hierro un poco despintados. Me quedé mirando. Había algo obvio, algo evidente, pero se me escapaba. Hasta que las primeras gotas comenzaron a ubicarse en los lugares asignados por el tiempo y se fueron formando irregulares círculos oscuros en el hierro. 

—Claro que materia, objeto, cuerpo y todo eso se puede tocar, a diferencia de la sombra. Pero... la materia paga con la muerte el precio de conocer el tacto, y en cambio la sombra vive una eternidad sin el dolor de ningún desgarro. 

El óxido. Los hierros de esa especie de estructura rectangular abandonada se estaban oxidando, y las gotas de lluvia que caían delataban de a poco ese óxido, ennegreciendo ese anaranjado enfermizo que reptaba lentamente. En ese momento puse la mano sobre uno de los hierros y surgió la epifanía. El óxido es el tiempo. Nada delata de manera tan ineludible la presencia del tiempo en huida como el óxido. Si hay óxido tuvo que haber tiempo. 

Lo miré, pensando en comentarle esta revelación pero, al ver sus párpados entornados en una amargura filosófica, entendí que sería inútil. El óxido no tiene sombra.

martes, 8 de diciembre de 2020

Ascensión del pan en el silencio


(Sacó un pan de la basura y se lo comió).

Las palabras sonaban a helicóptero. Salían de su boca y ascendían. En círculos se desplegaban y sus significados se ampliaban. Parecían rodearme. Salían palabras rítmicas, miraba sus ojos agrandarse y podía ver cómo cada aspa giraba a mi alrededor generando ese viento seguro que siempre supone tener razón.

(No vi venir al tren. Confundía la locomotora con el helicóptero).

Y un redoble lento de tambor. Como de ejército alejándose. Una marcha de soldados cansados en un atardecer que les suena ajeno. Así eran las palabras. Ajenas. A pesar de que lo que salía de su boca era para mi, claro. Cada redoble una frase y un significado en el ritmo constante, como si la distancia equivalente entre cada palabra las volviera siempre veraces. Imposible callar al tambor. Las palabras marchaban y me miraban, alejándose, entendiendo que ese atardecer merecía sus significados más que yo. 

(¿Van a detener a la locomotora los soldados, o se acabará antes el pan?)

Entonces, el traqueteo del tren sobre las vías se podía identificar como las comas entre las palabras, el silencio entre rueda y rueda que suspende la vida esperando que el próximo significado aplaste, arrolle, atropelle. No se detiene su boca ni frenan sus palabras. Ningún tren puede detenerse jamás. Ninguna locomotora es capaz de callarse. 

(Nadie ocupó mi cuerpo luego de que yo dejara de hablar).

Dejé el pan en la basura, sin comer, y me alejé de la estación. Era mejor esperar que el helicóptero pase. El silencio, esa tarde, era el más sanguinario ejército posible.

miércoles, 11 de noviembre de 2020

El color ese de estar vivo


Miró alrededor. Lo vacío. Ese descampado que le devolvía una tranquilidad que lo alteraba. Miró el poco verde raleado. La avenida que disimulaba su tránsito en voz baja. Ese aire que flotaba bajo volviendo tierno al tiempo. Las tragedias de la vida pasando a ser una ficción que se levantaba en la pereza de la neblina, sin importancia. Como si no le importara que no lo contenga la ficción.

Imaginó que le decía a alguien, algún otro, que el problema era siempre el mismo. Caería la noche. Caería y todo eso oscurecería. La falta de luz lo pervertía todo. Lo verde ya no lo sería y por más raleado que fuera serviría sólo de insulto agreste al tacto, al paso ciego. Las presencias sobre la avenida, que ahora eran el murmullo relajado de una siesta, al entrar en la noche transitarían como invariable amenaza.

Y lo grave que era ese mutismo que acompañaba la falta de luz. Una ceguera que enmudecía complaciente, sin quejarse por la muerte de los colores. Imaginó que también le decía a ese otro que lo escandalizaba que todos se dejaran llevar por la noche sin atisbo de protesta, como si no se dieran cuenta. Le decía, también, que en algunos sueños llegaba a tener la capacidad hercúlea de gritar hacia el cielo de tal manera que la oscuridad se disolvía líquida, resbalando inerme entre sus cuerdas vocales, verdaderas columnas de monumental vibración. 

Pero despertaba. Abría los ojos y lo mudo del aire le contaba que la ficción aquella se había vuelto crónica, documental, realismo trágico. Sólo quedaba esperar que el día, con su neblina de luz y paz en ficción suspendida, regresara y habilitara nuevamente el habla gentil de todas las cosas. El color ese de estar vivo. 

martes, 27 de octubre de 2020

Cuando el sol llegue


Tres piezas de ajedrez detenidas en el alféizar de la ventana.
Hubiera mirado el sol entre sus siluetas, pero la noche hizo un tablero de mi mirada. El viento, no. El aire del exterior silba alrededor del esbelto atisbo de altura del alfil.
(No siento las manos, a tantos kilómetros emocionales de la ventana).

Desciende, desde las cortinas, un reguero de murmullos que son jugadas atropellándose entre imaginarios peones que caen y van muriendo, en la alternancia de negro comiéndose a blanco y blanco a negro y todo en un canibalismo que expresa un gris de grito también imaginario.

El caballo, con la noche a sus espaldas, me pide que lo coloque en lo alto de la torre para poder conversar con el alfil. El caballo tiene un plan. (Rodeado de tanta pérdida como es posible, no siento los párpados y temo que el sol llegue).

El viento agita las cortinas y la suavidad de la tela se entremezcla con tres piezas de ajedrez detenidas en el alféizar. Circundan al alfil y simulan un astronómico pañuelo para supuestas lágrimas. (Nunca sabe uno cuándo una jugada será la última jugada. Nunca).

Susurra el caballo al oído del alfil y la torre, que ve enemigos en cada veta de madera, se inquieta estrenando un frío que recorre su altura más allá del cercén que el grillo del patio le hace a los ojos de la noche.
Finaliza lo conversación.
El caballo vuelve a su posición y sopla más viento a través de la ventana. Las cortinas subrayan con ondulaciones obsesivas la firma de un acuerdo entre piezas.
Miro al caballo a los ojos.
Me mira.

Y cuando cierra sus ojos, entiendo. (Sin párpados y sin manos para taparme, cuando el sol llegue devastará mi mirada. El resplandor hará de todo un negativo. Lo blanco será negro y lo devorado será devuelto. Lo perdido, ganado. Y todo el viento soplado, será la respiración que nos reste hasta el día de la muerte.)

lunes, 26 de octubre de 2020

No sé qué se siente


Las uñas me crecen desparejas. Las de las manos. Las de las dos manos. No sé si siempre fue así o si tardé en darme cuenta, pero ya desde hace tiempo esto es todo un tema del que me tengo que ocupar constantemente.
Por ejemplo, este dedo, la uña de este dedo, la última vez que me la corté recuerdo que mamá había regresado de su viaje a Bruselas. Casi el mismo día. No, no, el mismo día, seguro. Todavía estaba acomodando las valijas y tenía encima esa sonrisa que le dejaba siempre el avión, y mientras la escuchaba yo me la corté porque ya era el día indicado. Claro, nunca sé cuándo es el indicado, podría haber esperado un día más, por supuesto, pero quizás entonces ya no tendría ligado el recuerdo ese de cuando vino mamá de Bruselas con la uña. Y hace mucho de esto, porque esa uña tarda años. Lo sé. En cambio la de este otro dedo puede que sea como el otro extremo, llego a cortarla hasta tres veces al día, y sí o sí tengo que hacerlo de noche, porque corro el riesgo de despertar apuñalada por ella en la mañana. Alguna vez, cuando todavía tenía más paranoia que datos certeros, me ponía el despertador en la madrugada para cortarla, tanto era el miedo.
Esta de acá también es de las temporadas largas. No recuerdo tanto la última vez como el anteúltimo corte, porque había fallecido el tío Eugenio y yo me encerré en el baño durante el velorio para cortármela. Recuerdo que abrí el agua por temor a que se escuchara el alicate desde afuera, porque no había casi llantos y la gente estaba más interesada en cualquier cosa que la pudiera distraer un poco. No digo que el tío Eugenio no fuera querido, pero tampoco lo contrario, es decir, la noticia fue como algo que llegaba desde otra parte e importunaba un poco. Así, acabaron golpeando la puerta del baño y preguntándome si me sentía bien, por el ruido del agua y eso. La verdad es que no recuerdo que haya tardado tanto, quizás alguien exageró un poco, era sólo una uña, pero el problema era el aburrimiento y las horas que no pasaban más. Yo abrí la puerta y pregunté por el tío. Ya sé, sí, era desubicado, pero con los nervios fue lo primero que se me ocurrió. Me dijeron que había muerto y que lo estaban velando. Ahí mismo, incluso. Yo puse cara de que el dolor me había nublado el entendimiento, mientras guardaba el alicate en la cartera. Y entonces Fabiana, la hermana de Tito, llegó a ver de reojo el alicate y se puso pálida. Abrió grandes los ojos y me preguntó si yo no estaba por hacer una locura, si no me había encerrado en el baño para hacer una locura. La miré seria y me quedé pensando si acaso imaginaba que yo era capaz de suicidarme con un alicate de uñas por la muerte del tío Eugenio. Le dije que no, que se quedara tranquila. Pero no pude ir al baño nunca más en toda la noche porque tenía la mirada de Fabiana encima todo el tiempo. De todas maneras, me entretuve con esta otra uña, la que crece a velocidades exageradas, controlando que no perfore nada hasta que pudiera salir de allí y cortarla. Evidentemente si volvía a sacar el alicate en medio de ese velorio algo acabaría mal.
La de este dedo es un término medio, pero también clasifica en años de espera. Así es como la última vez que la corté recuerdo que papá vivía y justo ese día me había traído un paraguas de regalo. Violeta, era y hacía un sol afuera que desmentía del todo algún posible rastro de cordura en lo que papá había hecho. Me acuerdo que lo miré, miré el paraguas, miré el sol y me puse a reír a carcajadas tan fuertes que él mismo se contagió y acabamos los dos tentados de la risa. Ese día, mientras vigilaba mi uña que ya estaba por cortar, recuerdo que miraba la cara de papá riendo y algo me atravesó de golpe diciéndome que era la última vez que mi papá vería esa uña sin cortar. Es más, ni llegó a verme estrenar ese paraguas violeta. El día del entierro llovía a cántaros y lo llevé en alto con mucho orgullo, recordando el sol del pasado. 
Esta es de las más regulares, diaria, una vez por día sin fallar, pero la tengo totalmente controlada y cada vez que me siento a almorzar coloco el alicate a la derecha de los cubiertos para atenderla luego del postre. Claro, no lo hago en la mesa, sería una falta de educación, pero tener el alicate ahí hace que no me olvide. Fue el mismo Tito, el hermano de Fabiana, que un día, almorzando con nosotros y mientras mamá le servía la carne miró mi alicate y no pudo contenerse. "¿Tan dura es la carne que el cuchillo no alcanza?", dijo. Y se creyó gracioso, riéndose solo. Entonces yo, que conocí la risa de mi papá y la que el avión le deja a mi mama dibujada siempre, no dije nada, total ahí estaba mamá para volcarle encima a Tito como "sin querer" parte de la sopa en sorda venganza, mientras me miraba cómplice y yo miraba mi uña, haciéndome la desentendida mientras Tito corría al baño. No era gracioso, era estúpido. Pero él no lo sabía.
La de este dedo no tiene nada de especial. O sí, quizá demasiado. Varía en períodos de meses a años y me obliga a un control atento. A estar pendiente. Pero lo especial es que la última vez que la corté recuerdo cómo la mojaba con lágrimas constantes. Estaba llorando mucho porque Alfredo me había dejado. No quiero hablar de eso ahora, pero sí recuerdo que ese día no hacía falta cortarla, realmente, podía haber esperado hasta una semana más. Pero Alfredo me había dejado y si yo no cortaba esa uña no sé qué podía pasar con mi vida. Fue un modo de salvación. Fue un sacrificio menor que me permitió evitar un sacrificio mayor. Quizá, y esto lo pienso ahora, de alguna manera los miedos de Fabiana tenían algún tipo de sentido al fin de cuentas, pero como era hermana de Tito y Tito era un estúpido nadie en la familia le prestaba atención. Ella me prestaba atención a mi y ese era un problema, porque no iba a explicarle lo de mis uñas. De hecho nadie lo sabía. nadie lo supo nunca.
Rubén estaba en Bruselas y desde ahí llamó a mamá el día que yo estaba cortando la uña de este otro dedo. Creo que hace catorce meses. O quince, no más. Recuerdo la cara de mamá y cómo le empezaba a temblar la mano que sostenía el teléfono. A ella siempre le temblaba esa mano cuando se ponía nerviosa. Rubén siempre la ponía nerviosa cuando iba a Bruselas. Yo la miraba y pensaba en la enorme suerte que tenía de no haber heredado ese temblor, porque teniendo el problema que tengo con las uñas ya hace rato que habría perdido varios dedos. O parte de ellos. Volviendo a ese día, recuerdo que mamá cortó el teléfono con una cara tal que yo guardé el alicate enseguida en el bolsillo de mi vestido. No sé por qué. No sé cuál era la asociación, pero una vez que la voz de Rubén, desde Bruselas, había entrado en esa tarde en casa y en la cara de mi mamá, exhibir algo tan íntimo como mi alicate me pareció desubicado. Ese día fue el primer desmayo de mamá. Recuerdo que la atajé justo a tiempo para que no golpee la cabeza contra el suelo, y mientras lo hacía agradecí al cielo tener esa uña corta, porque de lo contrario podría haberla lastimado. O habérmela roto.
Jamás me rompí una uña.
No sé qué se siente.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Hambre ultravioleta


En un principio se mira al hombre, pero luego se entiende que sólo es posible ver al hombre cuando la mirada pasa a través de él. Sólo el ir más allá del hombre vuelve posible el verlo. De esta manera, entendemos que el hombre no es un cuerpo opaco sino translúcido. Entendemos, así, que deja pasar la luz pero no ver nítidamente, tal cual la definición de la palabra.
Así, entonces, como ocurre con todo cuerpo translúcido, si la mirada atraviesa un cuerpo brillante llegará al otro lado en forma brillante, y si el cuerpo en cuestión tiende a lo turbio, se egresará de esa mirada con un efecto óptico más ligado a la confusión (aunque en este caso cabe aclarar que dicha confusión dista de la oscuridad, otro ítem completamente distinto).
En el caso de la denominada "transparencia de último grado", en la que el cuerpo, si bien naturalmente translúcido, posee una densidad tal que permite ser atravesado sin ningún tipo de refracción (esto incluye el espectro completo de colores e incluso el espectro de frecuencias de los sonidos audibles), se da el caso paradojal conocido como "mirada en espejo", en donde el sujeto observador no llega jamás a ver al hombre propiamente dicho, si no que sólo advierte su propio reflejo cuando la mirada le es retornada. Se reconoce a este grado extremo de transparencia como algo singularmente nocivo para el entorno, y la tendencia es efectuar algún tipo de contaminación controlada en el cuerpo del hombre, para que logre un sano grado de opacidad que permita a la mirada atravesarlo y llegar al otro lado con una también sana transformación.
La refracción emocional que la mirada experimenta al atravesar el cuerpo es la responsable, en última instancia, de la construcción del así denominado "prejuicio refractario de la sana opacidad", manifiesto último y socialmente lúcido que permite una convivencia de cegueras felices y reflejos de notable desarrollo personal (también conocidos y estudiados, en algunos casos, como "infrarrojos fronterizos").

sábado, 10 de octubre de 2020

Credo


Creer
en la importancia
de ser mediado
por la incredulidad y la fiebre
hilvanando la lógica 
con el desánimo que baja
todo párpado hasta el cielo
donde se recostaron
las creencias
más falaces
que lograron caer
involuntarias
desde la punta de los dedos, 
es un desayuno periódico 
que inserta un helado riel de acero
en medio del pecho
para que luego
en algún momento espejado del día
el tren de sentires innominados
atraviese todo corazón posible
dejando cicatrizar al escepticismo
solo
amargo
y vuelto un ruego.

jueves, 8 de octubre de 2020

Todas tus caídas rotas


—La arena, por ejemplo. La arena no es un piso. Uno mete los dedos o la mano y va hundiéndose, parece un piso, pero cuando lo queremos usar de piso, desaparece. El agua es lo mismo. Desde arriba de un acantilado, por ejemplo, yo miro el mar y es un gran piso. ¿Podría usarlo para caminar?, me hundiría, caería sin fin y no llegaría nunca al fondo porque, además, me ahogaría. Y todo así. ¿No sería lo más lógico, viendo una nube, querer sentarse encima? No, obvio, es vapor, nos dicen. Si llegáramos a la nube veríamos que no hay nada. Caeríamos, también. Entonces se puede pensar que el único piso es la tierra. Pero tampoco. La verdad es que todo el tiempo estamos cayendo. El único estado que conocemos es el de la continua caída, perpetua, constante. Tan constante que ya nos olvidamos de que caemos y no lo percibimos. Pero caemos. ¿Y cuál sería el fin, el destino de la caída? No lo hay, porque esa pregunta sólo se la inventa un ser humano. No hace falta que haya un destino ni un fin. Las cosas pueden ser sin terminar nunca. E incluso pueden ser sin tener un motivo para ello. Caemos, eso es todo.

Dejó la valija apoyada en el banco de la plaza, pintado de verde. Miraba hacia algún punto en el horizonte y se cubría los ojos del sol. Luego metió la mano derecha en el bolsillo de su saco y extrajo un reloj de pulsera con la malla rota. Simuló mirar la hora, pero en realidad estaba pensando.

—Me pone triste saber que te vas. Que el enrejado del tiempo se va a complacer otra vez en llevarse esa caída tuya a una distancia tal desde la que no se puede escuchar una palabra.

A unos metros de distancia un perro se sentó sobre el pasto húmedo y miró con atención algo por delante. Él palmeó el lomo de su valija como si fuera un animal dormido que profesa una enorme fe en la ignorancia de su sueño.

—Rota. La gran palabra es rota. La caída está rota y deja, entonces, que supongamos pisar lo firme. Pero si mirás las patas de ese perro vas a ver que el pasto no podría detenerlo. Caería. Y su mirada, su atención puesta en algún otro animal. Caería. Y detrás del perro, como si su cola fuese una señal, todo el universo conocido en un gran embudo. O no. O quizás el perro caería por ese cono de emociones secas e incesantes que el universo le dejaría por detrás. Y luego nosotros. Y esta plaza. Y todo. O antes nosotros.

—Pero te vas. Y qué me importa entonces de tu caída si ya no puedo ser piso para complacerme con el golpe. Preferiría que el perro orine en el árbol y ese líquido se volviera lluvia amarilla jadeando su caída desde el cielo, para que saques de esa valija el paraguas blanco que te regalé y nos quedemos juntos debajo de él a esperar que pare. O que ladre.

Todavía tenía el reloj en su mano y la agitaba, como quien siente la impotencia de no poder explicar algo urgente, importante. Ridículamente grave. Por eso miraba constantemente la hora, el cielo, el perro, el pasto. Y a ella, con ojos de espina dorsal vencida por el espanto de algo irrenunciable.

—Sabés que si abriera la valija todo se acabaría.
—No.
—Para siempre.
—Si abrieras la valija saldría el perro de adentro, llorando a carcajadas y masticando pedazos de universo trozado que supo dejar caer en su pasto húmedo. Pero vos elegís irte y elegís llevarte tu valija con todas tus caídas rotas a otra parte.
—Se empieza por desconocer el piso y se termina por flotarlo todo. Yo no puedo hacer nada más. Vos elegís...

Se interrumpió. En ese instante el perro se levantó y salió corriendo hacia el lado del horizonte.
Su figura sobre el pasto húmedo comenzó a formar una sencilla nube gracias al vapor de la ausencia. La nube se elevó, flotando ondulante sobre las briznas verdes.
Ella miró los ojos de él, que a su vez miraban la escena humedeciéndose.
Luego, él rodeó su valija con el brazo derecho casi sin darse cuenta, como si fuera un abrazo largo, último, recordado.

martes, 6 de octubre de 2020

Intersticios


Pusieron ladrillos. Apilaron ladrillos creando un horizonte nuevo y artificial que subía conforme las manos iban deslizando filas de rectángulos ubicados. Miraron con cierta sorpresa, en algún descanso, cómo los ladrillos habían superado el horizonte de su mirada primero, el filo de su cabeza después. Al fin era algo superior. La escasa importancia, casi un menosprecio velado, que cada ladrillo podía tener en soledad, se revertía por completo al ser parte del todo. Se miraban disimuladamente. Era una sensación tan íntima como fuerte saber que ninguno podía faltar. Y las ilusiones, pusieron. También apiladas con una recta prolijidad sobrellevada en secreto para no despertar la ira de ninguna curva soberbia. Sin embargo a éstas no las fijaron con cemento. Las dejaron en una simulada construcción que le hacía frente al abstracto y lo irreal de aquel frío.

Junto a la pared se paraban las mujeres formando una fila. Sin orden, sólo una fila. Los ladrillos sobresalían como dientes de un exabrupto congelado en el instante de herir. Cada piel de mujer sobrellevaba bien el supuesto miedo por cada ladrillo expuesto, por cada sobresaliente herida potencial. En ocasiones, algún cabello rozaba los ladrillos y mínimos polvos de tonos rojos giraban en el aire, caían en algún hombro o espalda. Las palabras eran también ladrillos y se deslizaban en fila, de mujer en mujer, alzando el horizonte de cada tono de voz. Muchas de ellas, al cabo de varias oraciones, terminaban rellenando espacios entre ladrillos. Intersticios que dejaban para siempre el vacío para pasar a tener un sonido abstracto.

Llegó el día de la lluvia y junto a la pared se deslizaban dos mujeres únicas. Una de ellas marchaba con el espanto de la ceguera entre sus pasos, recreando los ladrillos con sus dedos encallados en el hambre de la imagen. La otra, cerrando la fila, padecía la oscuridad del mutismo y sentía cada gota de lluvia sobre su pecho como un odio que borraba de a una las palabras de su mente. Cada gota un encogerse de significados y cada gota un sonido menos. Y cada gota una ilusión que descendía por su piel hasta negarse en el piso

Entonces fue cuando pusieron la ventana. Abrir ese vacío en medio de la pared fue decirle, al fin, a cierta cantidad de ladrillos que indudablemente no tenían sentido. El resto, los que quedaron, miraban el hueco como quien se acaba de enterar de que la muerte existe y espera. Las ilusiones que acertaron a sobrevivir en el alféizar despertaron de un sueño de palabras de mujer embebidas en gotas de lluvia. Pero cuando la fila comenzó a prodigarse palabras sueltas en derredor de la ventana, ocurrió finalmente que cada mujer sintió la ventana como el espejo de su piel, aunque del otro lado del vidrio sólo existieran, ilusionadas para siempre y montando un horizonte de oraciones que se perdía en la altura, todas sus palabras perdidas alguna vez entre los intersticios de los ladrillos por venir.

lunes, 5 de octubre de 2020

No duele


Pienso.
Que no sé por qué camino solo al costado de esta ruta. La conozco. No es un lugar extraño. Y sé hacia dónde voy. Pero pienso en que camino solo al costado de esta ruta y no sé por qué. De dónde vengo. Pienso de dónde vengo y también lo sé, pero elegí no pensarlo.

Camino. Las luces en el cielo van cambiando muy suavemente de color. Se van apagando. Y luego renacen. A veces coincide cierto frío en el cuerpo con ciertas luces que no son del cielo. Son de la noche. O son de quien las enciende. Y el sol, que no es una luz, que es una mirada en la que no pienso.

Sería fácil pensar en que estoy perdido. Pero sin embargo conozco esta ruta. Conozco las cosas que están sobre ella y a su costado. Pero no conozco mis pasos, porque son distintos cada vez. Es un mirar de sol, es una luz que no tiene que ver con el cielo y que nombra cada cosa. Árboles. Casas. Campo. Tierra. Alambrados. Animales. Negocios. Ruta. Caras. Autos. Caras dentro de los autos.

Y el ómnibus que se detiene en la parada por donde yo estoy caminando. Lo miro. Una ventanilla se abre y la cara de un hombre se asoma. Me mira. Saca un brazo fuera y me lanza un cuaderno. La ventanilla se cierra. El ómnibus arranca. Veo sus luces rojas alejarse y algo de polvo que las ruedas levantan, retomando el viaje sobre el dorso de ese animal fantástico que es la ruta cuando duerme.

Me doy cuenta de que miro el ómnibus hasta que la figura se deshace sobre el horizonte. Y que lo miro con el cuaderno aferrado contra mi pecho. Pasan más autos, pero mis piernas siguen quietas. Las luces en el cielo siguen quietas, aunque no las mire. Abro el cuaderno. Paso página por página de la primera hasta la última. Todas sus páginas están en blanco. Salvo el último renglón de la última página en donde está escrita la palabra olvido.

Todo un cuaderno en blanco. Y yo conozco las cosas que están sobre la ruta, al costado, por delante. Pero no sé por qué camino solo. Sería fácil pensar en que estoy perdido, pero todo se resume a la cara del hombre que abrió la ventanilla. Una sola palabra en todo un cuaderno en blanco. Mis piernas vuelven a delinear el ir continuo de la ruta. Camino.

Cambian mucho las luces en el cielo antes de que las luces del pueblo próximo se acerquen. Se me sube algo de tibieza al cansancio frío, porque pienso en que voy a poder parar en el pueblo y descansar. Ahora que entendí la cara que se asomó en el ómnibus, también entendí que el cuaderno en blanco que llevo en mi mano está completamente escrito. Voy a detenerme, entonces, en el pueblo y voy a sentarme a descansar. Tengo que abrir el cuaderno y leer todo lo que he estado escribiendo.

lunes, 28 de septiembre de 2020

Simulaba creer


Entré a la iglesia.
No era grande, pero tenía un altar y con eso bastaba. La luz de la tarde atravesaba los ventanales y me respondía que todo estaba ahí.
Me senté en el primer banco. Había algunas personas dando vueltas, curas, monaguillos o algo así. Simulé rezar. Creo que recé, incluso. También simulaba creer. Al fin se retiraron y quedé solo.
Me levanté y fui hasta el altar. Una especie de mantel blanco lo cubría por completo. Estaba vacío. Me coloqué por detrás, de cara a la puerta de entrada, de cara a los bancos. No se veía a nadie, ningún movimiento. Sólo la luz y esas respuestas.
Saqué entonces a mamá del bolso que había llevado y la coloqué sobre el altar. Había unas velas muy grandes a los costados del altar y las llamas oscilaban como si alguien les hablara. Me quedé un rato mirando fijo el altar. Simulé estar pensando en mamá. Creo que pensé en ella, incluso.
Luego me acerqué y tomé ese mantel blanco que lo cubría por las puntas y lo alcé, cubriendo a mamá y dejando la parte inferior del altar al descubierto. A pesar de la luz, el final había llegado: tal como esperaba, nada sostenía el mármol superior del altar, por debajo de él sólo había aire, flotaba en el vacío.
No quise llorar, pero mientras tomaba una de las velas y caminaba hacia la puerta, sentí cómo las lágrimas se me caían de la cara.

sábado, 26 de septiembre de 2020

Un decápite


Arriba al puerto secando la griega
proa que supo calzar entre sus hombros,
dando terror y hasta sangre pasionaria,
en un decápite tan húmedo que abraza.

Si de cruzar el Egeo lograra hablar,
de su firma iracunda y de su Nubia escarlata,
derramaría gavias cual páginas en blanco
enlodando el muelle de peces falaces.

Mas sus ojos gimen en mortal silencio
y su testa yace, honrando sus brazos.
Seca de todo filo y de toda yerra,
su proa es tan griega como su voz ocaso.

Arriba el marino, ateo en Dios barco, 
un Coloso de Rodas que reza, arrodillado.
Incendian el aire las sirenas todas.
Cierra sus párpados, al fin, la egregia proa.

Nadie lo sabe


Me gusta asomarme por la mirilla de la puerta en la noche, cuando hace frío y es evidente que no habrá nadie en la calle. Se siente como estar ahí, sin que nadie pueda advertirlo. Nadie sabe que estoy mirando porque nadie me ve. Y yo veo.
La calle permanece quieta, se viste con el frío y respira la distancia que le permite la soledad. Los autos permanecen donde los han dejado. Todo respeta su lugar y ningún movimiento atropella la vista, como suele ocurrir con el sol presente. Las luces se prueban el vestido de las sombras y sobrevuelan escenas como dioses únicos que se permiten la misericordia de estar allí.
Miro de costado hacia el fondo de la calle, hasta donde me lo permite el ángulo de la mirilla. Una lámpara vieja, colgada de un poste, oscila con alguna brisa que la asiste en su melancolía de servirle de nada a nadie. Su luz se hamaca y un volado de sombras barre el suelo con más pereza que inercia.
Cada objeto que en el paisaje general parece inerte, ante la vista particular despliega un interés, aparenta una historia, cruza las manos por detrás de su espalda y simula esconder algo importante, algo digno de revelar. En esa quietud fría sólo logran enternecerme. El cesto de basura, colgado de un poste, aparenta no mirarme y presume cargar en su interior alguna historia deliberadamente única. Evito mirarlo para no tener que decirle que miente, que sólo carga basura, y para no tener que escucharle decir que nada es basura y que todo es historia, y que depende cómo se mire. Y entonces por eso no lo miro. Así no depende.

Siento el aire frío que entra, apenas, y me roza la cara. Me toca un hombro y me dice "tranquilo, nadie lo sabe". Entonces, en ese instante, creo posible soltarle la mano a la noche y permitirme dormir. Dormir mi historia deliberadamente única. 

miércoles, 23 de septiembre de 2020

Simbiosis


Son varas de hierro afónicas que se entrechocan al unísono, dando una clase de arritmia. Cambia un poco el registro, cambia el espacio entre choque y choque, pero el ladrido del perro va cosiendo la noche con un trenzado nervioso que parece suspender el rocío a metros del suelo.
Nadie se pregunta a quién le ladra porque los oídos que llegan a escucharlo ya lo saben.
A veces hay pausas un poco más largas que otras y algún ansioso pretende que el objeto del ladrido ya se fue. Pero luego retoma. La garganta canina también descansa, por más que el probable peligro siga por delante.

En esas breves dos cuadras de población baja y clima de tranquilidad hay una comprensión tácita de que no se debe cuestionar el silencio que todos mantienen. También es tácito el acuerdo en no mirar, en no usar las ventanas mientras suena el ladrido en la noche. No hace falta acordar en que, mientras él está ahí afuera, simplemente no hay que mirar ni salir. Pero claro, estos supuestos transmitidos de mirada en mirada y subrayados con los silencios de bocas que entienden sin abrirse, no contemplan al perro que se limita a ladrar. Porque corresponde ladrar frente a eso.
También todos saben, en esas dos cuadras, que cada persona en algún momento pudo verlo. Una vez. Siempre una sola vez. Única. Y su descripción es otra de las cosas que esas bocas no comunican. No tiene sentido, puesto que la persona que puede estar enfrente ya lo sabe. O lo sabrá. Pero será esa descripción la que nunca se pondrá en palabras, sólo bastará saber que el otro ya sabe, ya vio, ya conoce. Y si se trata de otra persona, ajena a sus cuadras, entonces no corresponde hablar.
Quizás él no haya nacido en el planeta, pero en esas calles todos sienten que su presencia quieta e inocua por las noches les pertenece. Igual que el sonido que lo acompaña siempre. Y también todos sienten que cualquier movimiento podría quebrar esa especie de magia sombría de madrugada. Ni salir, ni mirarlo, ni mucho menos hacer callar al perro. Porque también se supone, compartido en forma inconsciente por todos, que la presencia de él tiene algo que ver con el ladrido. Aunque la reacción del perro pueda denotar peligro, amenaza o alerta, es obvio que forman una simbiosis necesaria que funciona más allá de lo que se entienda. Simbiosis que, aparte, incluye a las personas en sus casas, a sus ventanas mudas de miradas y a sus bocas tácitas que saben lo que callan.

Por eso, aquella mañana en la que una frenada brusca dejó un alarido en el aire frío y el cuerpo del perro revolcándose herido de muerte cerca del cordón de la vereda, a muchos de los vecinos de esas cuadras los paralizó el pánico. El pensamiento de todos excedía claramente la pena por el perro y se preguntaba por la noche siguiente. Y la simbiosis, quizá rota para siempre. Y las consecuencias. 

A la mañana siguiente, vecinos de las cuadras cercanas llegaron a declarar que no habían escuchado nada extraño en la noche anterior. Incluso algunos acotaron que era raro no haber escuchado "al perro ese que siempre ladra". Y, en esas circunstancias, se les complico bastante más tratar de entender lo ocurrido a los que les tocó investigar la súbita muerte masiva de todos los vecinos de esas dos cuadras.

domingo, 20 de septiembre de 2020

Posdata


Era una imitación con bordes finos, filosos. Aristas que despedían los tonos acaramelados de esa lámpara que mamá encendía luego de mirar por la ventana y correr las cortinas. Imitaba con armonías esféricas a los sonidos de cubiertos entrechocándose, a las melodías entonadas de las bebidas llenando los vasos. Un domingo. Cualquier mes. El año que hubiera querido ser y quedarse. Simulaba tener el tono de las hojas del periódico pasando de a una en una mientras la mañana se movía sola, navegando en el aroma a almuerzo pendiente. ¿Alguna intervención de la calle? ¿Y por qué no la lluvia?, alguna vez también esa imitación de susurro melifluo que se desgranaba en el techo de chapa y daba testimonio del reloj de la vida, con sus goteos de segundos unidos para siempre a lo perdido. Imitar el sol que gritaba verano y que desde la mañana intentaba detener el transcurrir físico del día porque era mejor no moverse, no exponerse.

Ahora no hay nada.
Hay un trasfondo que modela los labios en un rictus que se adhiere a la nostalgia. Que se respira como una atmósfera tan necesaria como envenenada. Hay un silencio que huele a posdata. Y, desmembrando el significado de las habitaciones de la casa, están todas esas imitaciones de tanta belleza cruel que convierten cada sonido en lágrima.

¿Qué eran las voces?
No basta con preguntárselo cuando sabe que necesita destrozar las respuestas.

jueves, 17 de septiembre de 2020

Las pupilas de un plano inclinado


Tres granos de pimienta. Sobre la mesa. Rodarían si fueran esféricos, pero el viento no sopla a pesar de que la mesa esté inclinada. Un plano inclinado. Ese ínfimo tormento mantiene a Zofía sin habla. Tiene los brazos apoyados y sus huesos le gritan por dentro que esa mesa está inclinada. Y que los granos de pimienta rodarán aunque dude, con algo de sensatez, de su forma esférica. 

Hay un caballo a metros de la puerta. Zofía puede escucharlo respirar con impaciencia. Los pasos en el porche denotan que quien los da está ultimando cosas. Lo intuye girando las correas del caballo en sus puños mientras uno de los granos de pimienta podría tener, lo calcula al azar, con poca seriedad, el tamaño de su pupila derecha. De la derecha, que es distinta que la izquierda. Como distintos son los pasos que hacen sonar el piso del porche de sus brazos sufriendo el plano inclinado. Siempre lo fueron. Dolorosamente lo fueron.

En la otra habitación el teléfono suena de a ratos en una andanada de campanillas que parece querer contarles la letra de una canción repetida, que ya todos conocen, y luego callarse un rato para más tarde reintentarlo. Zofía no lo sabe, no puede saberlo, pero no duda de que es su mamá. Mira el otro grano de pimienta, algo ovalado en su minimalismo. Bien podría ser un útero, pero la que llama por teléfono es su mamá y ella es adoptada. 

Un golpe seco, algodonado y apenas marcado por una exclamación del caballo, da cuenta de que él acaba de montarlo. Ahora las patas se revuelven inquietas en la tierra y ella imagina las riendas ondulando en el aire. Es tarde, pero el viento no sopla. Zofía imagina las herraduras del caballo sobre el plano inclinado de la mesa y puede ver sus ojos marcados por el terror del desequilibrio y la caída. El tercer grano de pimienta sabe que si decidiera interponerse entre el plano inclinado de la mesa y el plano nivelado de la herradura del caballo, acabaría una montura volando por el aire y todo sin que el viento sople. 

Pero el segundo grano de pimienta, que no es un útero, sigue inmóvil mientras que su madre (ella no duda de que sea ella, pero es adoptada) corta el teléfono, dejándolo mudo como ahora está el porche, luego de la partida del caballo. 

La pupila derecha de Zofía es sensiblemente menor que el primer grano de pimienta, pero ella no lo sabe. Ahora está húmeda, lamida por el párpado que, sin saberlo, se abre y se cierra al mismo ritmo del caballo que, al paso, abandona la calle de tierra.

miércoles, 16 de septiembre de 2020

Conversación


La escarcha que envolvía cada palabra
me tomaba testimonio de un silencio
que necesitaba, que rodeaba, que nivelaba
fricciones de un énfasis que me era ajeno.

Detenido, tan enlodado en el decir,
dividía al medio los rayos de su luz
que buscaban iluminar pasiones
como quien completa crucigramas
(una enajenación que me sanaba, ajeno).

Doné mi piel a la sombra de esas frases
y pude ver cómo la escarcha goteaba
ojeras de párpados huecos (silencios ajenos).

Guardé luego mis huesos en la bolsa negra,
sacudiendo hielos de extremidades,
en cadencia de sueño estacionado en siesta.
Acabó de callar el testimonio.
En puro silencio deshizo entre los dedos
un énfasis anciano, insistido en su girar
de trompo heladamente egocéntrico,
que lo rodeó en su pérdida
hasta el muro más glaciar de todos sus argumentos.

Anudé la bolsa (¿respetan mis huesos lo ajeno?)
y, enlodado en mi decir,
desapasioné cínicamente cada rayo
cada pasión
cada énfasis
y cada fricción de casilleros
del más equivocado de todos sus crucigramas.

domingo, 13 de septiembre de 2020

El peligro que significaba


Luego de eso se quedó quieto y no volvió a moverse nunca más. Ni a hablar. La mirada parecía perdida, o concentrada. A veces cerraba los ojos, pero no aparentaba dormir nunca. Los miembros, laxos, colgaban alrededor del cuerpo sin entender que aún pertenecían a un organismo vivo. Comenzaron las hipótesis, las teorías, los supuestos, las ideas. También los controles. Alguien se interesó en su corazón y lo midió, latía exactamente a un mismo ritmo siempre, sin variar. La respiración, pausada, invariable también. Le hablaron, desfilaron por la habitación y le hablaron, cada uno con argumentos distintos, planteos nuevos, apuestas, monólogos, diálogos simulados. Escribieron guiones y recurrieron a las fibras más íntimas y a los traumas casi enterrados, con ayuda de terapeutas que lo conocieron. También hubo dramatizaciones, cuadros preparados para conmover, asustar, emocionar, aterrar. Simularon hasta una muerte y lo rodearon con un velorio de cartón en donde un ser querido pasó más de doce horas simulando. Pasaron también a la intervención invasiva y actuaron sobre el cuerpo, testeando dolores, sensibilidades térmicas, presiones. Se propuso lisa y llanamente la tortura y se propuso también la mesura ante el desborde. Investigaron y hallaron que quizás algún otro caso en la historia podía tener algún paralelo, pero nadie consignaba el final ni el tratamiento y eso los ponía más nerviosos. Alguien mencionó la eutanasia y se pidió silencio ante la locura. Se vivieron escenas de descontrol y se lograron frenar actos de violencia al límite de la desgracia. A cada idea o tentativa se le respondió con los insultos de quienes la desacreditaban, ya sea por probada o por inútil. Cada vez más, en su habitación, lo único quieto e impasible era él, y alrededor todo se descontrolaba conforme pasaba el tiempo sin cambios. En un confuso episodio, todos eran confusos a esa altura, alguien sacó un arma e intentó dispararle, pero otro logró desviar un poco el tiro y la bala terminó matando a un tercero que traía un casco inventado por él para, según su teoría, lograr despertarlo con señales eléctricas de alto voltaje. Lógicamente alguien gritó que se había cruzado un límite inadmisible, mientras desarmaba al desencajado asesino, y gritó también que todo aquello debía terminar.
Por supuesto, luego de un proceso judicial bastante difícil por la nula cooperación de él, coincidieron todos en que debía ser condenado por asesinato y recluido en una cárcel de máxima seguridad para preservar a la sociedad del peligro que significaba.

Como era de esperar, al poco tiempo de estar en una celda, falleció. 
Lo enterraron en una soledad sin discursos y con más muestras de alivio que de dolor.

sábado, 12 de septiembre de 2020

Un cariño vuelto sepia


La música, repetitiva dentro de su cabeza, le rebanaba la concentración como si una máquina cortadora de fiambre feteara su cerebro y le impidiera unir las ideas. Debía verse concentrada por fuera, fría, rígida, pero lo real era el caos.
Haber tenido que subir las valijas al tren ella sola. Haber tenido que caminar bajo esa llovizna sin ningún gesto. Haber esperado alguna palabra que apagara esa maldita música. Él y sus tiempos de miradas y mansedumbres que dejaban un campo devastado de decepciones alrededor.
¿Estaría ya el tren en marcha, habría algún motor con la voluntad de moverse?, no podía escuchar nada. Afuera de su ventanilla, y más allá de la mirada de él, todo parecía inmóvil a pesar de que había figuras en movimiento. La música lastimaba por dentro, esa sierra que le pedía que por favor cegaran todos los sonidos y callaran todas las luces para que su tren se la llevara.
Se acomodó la gorra gris, el único detalle de íntimo placer que se había permitido en ese atardecer de partida. Su gorra, ese regalo que no era de él, si no de alguien siempre lejano que ahora flotaba por delante, en ese punto en el que las vías paralelas se juntaban. Ese alguien que sabía ordenar armónicamente la música del caos que lloraba en su mente.
Lo miró un instante, parado en el andén, las manos en los bolsillos. Hacía largo rato que él elaboraba alguna cosa para decirle, podía verlo, era obvio. Y al sentir esa familiaridad la envolvió un cariño vuelto sepia que la hizo dudar del viaje. Era bastante posible que dejara ese asiento duro y bajara, con sus pies sonriéndole a los escalones del vagón para abrazarlo. Podía esquivar un poco esa música de espinas y acariciar alguna idea distinta. Quizá. 
—Cuando llegues allá haceme un favor —dijo él—.
Entonces la sierra que se arrogaba la música tortuosa se partió. Con ese sonido seco, también su idea de descender terminó. Si él ya daba por supuesto que había un viaje y una llegada, bajarse del tren sería un grito inocuo.
Lo miro en silencio, preguntando lo obvio.
—Cerrá los ojos y sentí mis manos en tu espalda.
—¿Para qué? —replicó ella sin ganas—.
—Para saber cuánto duele la distancia.
Por acto reflejo ella orientó los sentidos a su espalda. Estaba allí, pegada al respaldo del asiento del tren que ahora hacía sonar un silbato porque estaba a punto de arrancar. Pensó por un segundo en dejarla, en viajar sólo frente, en despegarse de su espalda y tirarla por la ventanilla, cerca de las manos de él, para que nunca se entere, para que nunca lo sepa, para que la distancia sea siempre un reloj atrofiado, incapaz de decirle a nadie algo acerca del tiempo. 
Pero finalmente, ya con las ruedas del tren girando, pudo más ese cariño sepia que le hizo tomar esas manos de su espalda y arroparlas en su regazo. Mientras las acariciaba, comenzaba a mirar el paisaje nuevo por la ventanilla. La música se iba aquietando.

(Ver)

jueves, 10 de septiembre de 2020

Detalles irrelevantes


En un diario que mostraba evidencias de la vorágine imperfecta de su memoria anclada, consignó un desmesurado árbol genealógico que sólo rozaba lo real en algunos nombres más soltados al azar que ubicados con algún tipo de criterio genético.
Luego venían viajes en barco, continentes siempre lejanos aunque rara vez nombrados o descriptos, desiertos cruzados en extrañas embarcaciones que, en todas las oportunidades, desembocaban en finales felices. Relatos de puertos ignotos en donde había recalado y en donde recordaba, con aires de nostalgia, a su familia y su tierra.
Intercalaba fotos que, según él, pertenecían a amigos, novias, amantes fugaces, gente famosa, altas autoridades de territorios de una lejanía entusiasta. Tocaba cada foto con el dedo índice y salía un nombre de su boca, luego se quedaba en silencio y parecía revivir una inmensidad de emociones.
Pasaba las hojas del diario e iba deslizando las yemas de los dedos por los distintos tipos de letra, color de tinta, diferencias de trazos. Parecían tener las frases un relieve que sólo su mano podía percibir, como si cada geografía recordada hubiese quedado secretamente plasmada en un juego de elevaciones y texturas escritas. 
Cada tarde llegaba la hora en la que el viento soplaba en el jardín de las visitas. Invariablemente sus ojos se humedecían y el aire se llevaba su mirada lejos, mientras cerraba el diario hasta el día siguiente. Miraba su tapa amarronada de tiempo y el lomo ajado. Miraba sus hojas abultadas y desprolijas, intercaladas de fotos y demás anexos que su memoria había construido con algún propósito. Y siempre el mismo gesto, ese sacudir la cabeza sonriendo sólo para sí mismo y ese mirarme como diciendo "si vos supieras..." 
Y yo que nunca supe, hasta que entendí que no había que saber nada. Hasta que en la visita de esa tarde me dijeron en voz baja "ya no está acá" y entonces lo supe todo.
Me llevé el diario, así cerrado como él lo dejaba, y todas las geografías acumuladas por esa memoria anclada, que nunca había abandonado la habitación de su internado, recorrieron la palma de mi mano entendiendo que la verdad o la vivencia eran sólo detalles irrelevantes.

miércoles, 9 de septiembre de 2020

El arte y la gravedad de la rima


Enterraron el grito en la crema.
Era blanco, como la soga que usaron para descolgarse desde los cimientos del fuego que hacía gemir la huerta.
Blanco, como la suma de todos los colores del rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Que era blanco.
Y la crema goteaba desde la huerta hasta el techo de tejas del hotel que alojaba el rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Que enterraron.
El fuego conversaba con la crema y ella le pedía que elevara la voz porque los gemidos de la huerta no la dejaban escuchar. Dentro del hotel, la soga blanca pedía una habitación doble porque esa noche esperaba a un nudo amante. El conserje la miraba y se preguntaba en silencio si no advertía que uno de sus extremos se estaba quemando y el otro se arrastraba manchado de crema.
Blanca, la crema.
Y cada comentario atrevido del fuego, que sonrojaba a la crema, hacía que ésta se derrita un poco más, vaciando de a poco la huerta. En medio de este vacío de ángulos rectos, los cimientos se iban secando. Dejaban al fuego conversar con una indiferencia de labios partidos y columnas erigidas en material de ofensa.
Cuando la última estrofa de crema descendió por el arte y la gravedad de la rima, el techo de tejas del hotel no tuvo más remedio que dejar el grito al descubierto. El conserje salió corriendo y enterró el nombre que describía el rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Lo enterró en la huerta.
Luego, el grito se le anudó en la garganta. Y la soga blanca, que esperaba en la cama de la habitación, supo que iba a tener la mejor noche de toda su vida.

martes, 8 de septiembre de 2020

Lo que no está


Cobra la ausencia un giro, intermediado por un centenar de respiraciones entrecortadas de dudas sensatas que no aciertan a seguirla.
En un bosque de reclusión indemne de imagen, lo último ausente en la existencia elige bailar girando entre la nada. 
Carece de imagen. Ninguna mirada envuelve el espiral de su aliento. No es percibida, conocida, ubicada, descripta. Pero baila. 
El bosque sabe que no debe mirar, y mucho menos entender su acto. Sabe que para que una ausencia sea, no se debe hacer presente jamás. Y entenderla es presentarla. Se limita al olfato, a guiarse por el aroma del aire que desplaza su giro. Cada vuelta una cadencia de aroma, cada movimiento una marea que desliza ideas transparentes en el bosque.  

Se acuesta a dormir. Por primera vez en su ausencia. 
Al bosque le gustaría consolarla, porque ella llora un fin anticipado de sueño, presencia y despertar, pero sabe que ignorarla la mantiene viva. 
El giro se aquieta. Lo último ausente en la existencia se duerme.

lunes, 7 de septiembre de 2020

Hasta que el iris recuerde


Insistir en la mirada.
Descorrer el velo repetido.
Centrifugar cada pupila
hasta que el iris recuerde
su infancia de luz pausada.

Discutir acalorados
el cerrar de cada párpado,
cepillando cada pestaña
de nieves apenas deslumbradas.

Detrás de mixtos cielos,
de soles con reversos de adiós, 
ojos afilados rezan bienvenidas,
cruzando filos de hondas noches, 
al galope de la insinuación
más austera que aquella luna
supo entregarles. 

Recorrer el velo repetido
en superpuestas crisálidas
de ventanas desgajadas.
Quemar hilos de plata y sonidos
que se alzan al morir de la mirada.

domingo, 6 de septiembre de 2020

El soporte de su vida


¿Cómo separar el pizarrón y el polvo de tiza, colocado con una prolijidad vehemente en forma de letras, números y signos, de la fórmula?
Había terminado. Había dejado la brevedad de tiza restante en el escritorio y había sacudido los restos de sus dedos.
Ahora, su primera sensación era un espanto vaciándose en vértigo. Miraba la fórmula en el pizarrón y no podía concebir la posibilidad de que exista más allá de tiza y pizarrón. Eso le nublaba la vista y se sentía dispuesto a golpear con los puños al enemigo rectángulo verde hasta que comprenda. Luego dio dos pasos hacia atrás en la soledad de su oficina y respiró hondo.
Obvio que no sólo allí puede existir la fórmula, no ha enloquecido ni está a punto de perder la razón. Él entiende que se puede copiar en un papel sin mucha dificultad y hasta tomarle una fotografía, como un recurso extremo. Pero también es consciente de la altísima probabilidad de no alcanzar nunca más ese resultado brillante. Lo sabe. Casi pudo escuchar una explosión metafórica dentro de su cerebro cuando luego de más de veinte horas de cálculos y ensayos se topó con la fórmula. Y ese fue precisamente el punto de partida del miedo.
Debo ser realista, se dijo intentando nuevamente respirar hondo y relajarse, en este momento la fórmula está en manos de la tiza y el pizarrón y no existe en ningún otro lado. Y sé que, si se pierde, difícilmente pueda rehacerla con la perfección que ahí está manifestada. Eso y dar por terminada su vida le sonaban sinónimos. Y también sé, siguiendo con el realismo doloroso, que ellos saben lo mismo, concluyó. Es más, se dijo luego tomándose el pecho, sólo nosotros tres en el mundo sabemos que existe hoy esa fórmula y que está en manos de ellos dos, que son el soporte y que podrían, si su maldad se manifestara, borrarla y acabar con todo.
Intentaba razonar para calmar su angustia y el resultado era peor. Cada visita que le hacía al marco de la realidad y el razonamiento lo dejaba más abrazado al pánico. ¿Era realmente el fin de todo? ¿Habría llegado hasta esa cúspide de inteligencia desatada para finalizar sus días a mano de un chato pizarrón y una vetusta tiza, sólo porque ellos eran "soporte" y sin soporte no existe lo soportado?
Obviamente, no. Obviamente lucharía. Su cabeza proponía alternativas a razón de decenas por segundo, cada cual más delirante que la anterior. Terminaba por poner peor las cosas al mezclar alternativas posibles con invenciones irrealizables. Cuando notó el sudor frío en sus manos decidió frenar la inventiva, estaba yendo demasiado lejos. La respuesta era tan obvia como peligrosa, su cuaderno y su lapicera esperaban ahí, sobre su escritorio. Se trataba de tomarlos, copiar la fórmula y arrebatarle al enemigo para siempre el poder supremo de ser el soporte de su vida. Pero, ¿cómo hacerlo sin que lo adviertan y desaten la venganza? 
Ahora sentía la camisa blanca pegada en la espalda. La frente también mojada y el pecho apretado en una idea de batalla épica y solitaria. Al instante, una nueva explosión metafórica le despejaba la vista. Recordó ese viejo dicho que dice: "¿cómo se esconde a un elefante rosa en medio de una calle?, pues llenando la calle de elefantes rosa". La idea sería adoptar una estrategia tan vieja como efectiva: la indiferencia. Debería abocarse a llenar el pizarrón de más fórmulas y signos y letras y números y conclusiones e inutilidades de todo tipo. Al fin de cuentas algo era absolutamente cierto: sólo él conocía qué cosas de ese pizarrón, ahora empastado de signos, eran parte fundamental de la fórmula y qué cosas eran simple relleno que lo inflaba todo. No era posible que el pizarrón y la tiza fueran capaces de distinguir eso, pues si les otorgaba esa inteligencia los colocaba a la par de él, y eso no era posible. Sobre todo por una cualidad ética que los diferenciaba, ya que él jamás se quedaría con una fórmula ajena, tal como ellos planeaban hacer en su maldad y resentimiento de ser meros soportes no pensantes. 
Cuando tomó el cuaderno y la lapicera, un nuevo temor sopló algo de oleaje sobre la calma que estaba construyendo. ¿Y si advertían que él en realidad no estaba copiando todo lo que contenía el pizarrón? ¿Podrían cotejar al vuelo los movimientos de su mano con la lapicera y compararlos con los escritos de la tiza? ¿Podrían advertir que no eran simétricos? No podía correr riesgos. Debería copiar todo exactamente como estaba en el pizarrón y luego, cuando hubiera podido egresar del infierno y estuviera en terreno amigo, pasaría la fórmula del cuaderno a algún otro lugar en donde pudiera separar el agregado inútil de los verdaderos términos de la fórmula. Claro que esto no evitaba la posibilidad de que el soporte enemigo decidiera, llegado el momento, barrer con todo sospechando que intentaban robarle la fórmula que él pensaba robar. Pero al menos le permitía la esperanza de la confusión de datos y la estrategia de la indiferencia. 
Con los primeros reflejos del amanecer ya próximo subiendo por la ventana abierta, dejó la lapicera sobre el cuaderno y reparó en su mano dolorida, sus ojos enrojecidos y su espalda endurecida. Había llegado a realizar siete copias de todo el pizarrón en su cuaderno. Había ganado, evidentemente. Miraba el pizarrón y todo parecía inmóvil. No acusaba recibo de la derrota. Claro que no podría asegurar que en todas esas horas el soporte no hubiese cambiado subrepticiamente ninguna letra o número, no hubiese alterado algún signo o algo peor. Pero el cansancio atroz que sentía le dijo que ese era un riesgo que debería de correr. 
Ahora, quedaba la estocada final. El golpe último, sublime y sinfónico de la batalla ganada. Borrar el pizarrón por completo. La maniobra magistral que dejaría al enemigo sin nada y revolcado en su propia indignidad, en su perversa falta de ética. Tomó el borrador y comenzó desde un ángulo, con movimientos de su brazo, lentos y disfrutados, amplios, retrocediendo y repasando, puntilloso, detalles, breves jirones de tiza rebeldes, girando las manos, caminando hacia atrás y casi llorando de la emoción. 
Así, exhausto pero feliz, empapado en una transpiración que muy poco tenía que ver con el frío reinante, apretó fuerte su cuaderno contra su pecho, apagó la luz de su oficina y comenzó a descender las escaleras.
Salió a la calle y respiró hondo. El aire de la mañana era una vida nueva para él. Se detuvo un instante en la vereda como si necesitara un repaso mental de lo vivido esa noche. Ahí reparó en el cuaderno apretado entre su brazo y su pecho. Entonces oscureció.
Ahora, la fórmula sólo existía en el soporte del cuaderno...

sábado, 5 de septiembre de 2020

Arañado por el viento negro


El saco de terciopelo, arañado por el viento negro, está sentado frente al televisor encendido en la absoluta soledad de la casa. El silencio del aparato le permite ver cómo el brillo de las imágenes rebota y se desliza por la irregularidad de sus solapas. Varias de las figuras que se mueven en la pantalla se van desmayando y cayendo en los bolsillos del saco. Y en esa obscuridad se encuentran, algo desorientados, quizá.
En uno de los bolsillos del saco, el derecho, hay un papel. Una actriz, aún contenida dentro de un vestido largo color champagne y sosteniéndose una capelina lavanda con una mano, abre el papel y lo lee. Mira, luego, al piloto de carreras que sostiene el casco entre sus manos mirando con curiosidad el interior del bolsillo. Le enseña el papel sin hablar y el piloto lo lee. El casco se le cae de las manos. Le devuelve el papel a la actriz y comienza a sentir taquicardia. Ella dobla repetidas veces el papel y se lo guarda velozmente dentro de su capelina lavanda. El piloto de carreras la mira fijo y nota que la actriz tiene las pupilas dilatadas. En ese instante, el tigre amaestrado del espectáculo desciende desde el borde del bolsillo. La actriz lo mira aliviada y se abraza a sus patas traseras, llorando.
En el bolsillo izquierdo acaba de comenzar una misa en donde un actor, ya retirado, recita unas letanías aprendidas de memoria apenas unas horas atrás. La severa y ajustada sotana le impide moverse demasiado y no logra distinguir cuántos actores de reparto acertaron a caer ya dentro del bolsillo y siguen su misa. Al llegar el momento de la consagración mete su mano derecha en el bolsillo de la sotana para sacar la hostia de utilería y, en cambio de ésta, encuentra un papel doblado. Extrañado, mira al actor joven a su izquierda, que oficia de monaguillo. Él le devuelve la mirada y se encoge de hombros. El actor con la sotana abre el papel y lo lee. La respiración se le entrecorta. El crucifijo de madera colgado en su pecho se desprende y cae. Desde el fondo de la concurrencia de actores de reparto que siguen la misa brota un grito ahogado. Una mujer de impecable traje verde oliva cae inconsciente en brazos de un actor canoso que ataja su desmayo a tiempo.
En las paredes de la casa a obscuras el brillo del televisor mueve formas y desliza colores conforme las imágenes cambian. Semeja olas psicodélicas rompiendo en la costa de un living en soledad. En el cesto de basura ubicado junto a la cocina hay una bolsa negra colocada, nueva, limpia, completamente vacía a excepción de un papel doblado en su fondo.
El saco de terciopelo sentado frente al televisor bosteza y aprieta un botón. El televisor se apaga. 
En el cesto de basura, el papel doblado comienza a arder.

jueves, 3 de septiembre de 2020

El pecado necesario


Abre.
El portón de madera carcomida que supo perdonar. El cielo fijado del revés en la pared del otoño. El abrigo colgado. El piso lustrado con todas sus carcajadas. El jardín que nunca lo escuchó partir. El océano cercano que le arrullaba las noches cerradas. El violín más mesurado de todas sus armónicas alabanzas al aire crudo por delante. El palimpsesto donde ensayó una vida que le quedaba dos talles más chica. El oscuro manto de luces arreboladas que lo relajaron hasta la somnolencia última.
Abre el fuego de recordar el juego de redoblar las raíces suspendidas en todas sus almohadas, y abre también cuanta cicatriz jugó al llanto sin secarse jamás. Abre el lienzo y abre el pastel. Abre el pincel y le miente al óleo que dibujará un ocaso, cuando su mano sólo es diestra en algún amanecer. Abre la suerte de enterrar su boca en el jardín que se abre al océano que le abre la brisa que se abre al recuerdo. Abre y cierra sus manos al gesto generoso de su sangre, y abre, incalculables, sus tempestades al vuelco más dorado de sus promesas. 
Abre. Por última vez abre y desenrosca para siempre el futuro. Abre la conversación con viejos fuegos que chorrean líquidas telas que le envuelven el pasado. 
Y por fin abre, en sustancia de mano hendida en la penumbra de sus ojos, el pecado necesario para no abrir nada nunca más. 

miércoles, 2 de septiembre de 2020

Cabe en la noche


Dieron las diez en el reloj del campanario. 
La puerta de hierro se abrió y el viento helado que dejó escapar llevó de regreso al limbo a un tren cargado de espíritus frescos. 
El hombre salió caminando despacio, como si eligiera dónde dar cada paso. La luz era azul obscuro y destilaba un sonido de resortes añejos que agonizaban su ceguera. 
El hombre miró el campanario mientras la puerta de hierro comenzó a cerrarse. Con sus manos en la cadera siguió mirándolo hasta que la puerta se cerró completamente, dejando una impronta de óxido piadoso en el aire. 
Al mismo tiempo el campanario se derrumbó. Piedra sobre piedra estremeció el suelo obedeciendo rítmico el parpadeo del hombre. 
Cuando el único movimiento posible era el polvo flotando en el aire, ahí en donde hace un instante se erguía el campanario, el hombre ascendió al tren que lo esperaba. 
Sin campanario y sin reloj, el tren partió con su único pasajero. Se sentó junto a una ventanilla mientras el viento comenzaba a iluminarle la cara. 
Sin campanario y sin reloj. Acababa de abolir la hora de su muerte.

martes, 1 de septiembre de 2020

¿Se entiende, no?


Antes de contar una historia, tiene que haber una historia, le había dicho. Y él pensó en que acababa de lavarse las manos y secarse con una toalla blanca (blanca, enteramente blanca, lisa), y que bastaría elevarse cinco o diez metros como para yo no distinguirlo del resto (¿del resto de qué?, un resto que ni importaba aclararlo). Una historia. Y su heladera también era blanca, contenía las cubeteras en el congelador y las verduras en el cajón de las verduras. ¿Se entiende, no? 
Tiene que haber una historia. ¿Las paredes?, blancas, no, blancas no, mucho peor, cremita. ¿Eran blancas?, no, eso es de hospital. Y las veces que había soñado que las pintaba a todas de negro y que luego venía toda su familia y ocurría lo peor, es decir, no le decían nada y él se despertaba justo cuando todos lo llamaban porque no lo veían y él estaba, pero se había fundido con el negro de las paredes. Tenía camisas celeste. ¿Lo ve?, bastarían diez metros de altura para ya no distinguirlo. Celestes, ¿entiende? Y una bolsa de tela que le había regalado su madre (pobre, que en paz descanse) y que decía "Pan" y que tenía pan adentro (pero, y él lo sabía bien, aunque jamás se lo contaba a nadie, en el fondo tenía una cantidad de migas que eran viejas, que no pertenecían al pan que estaba vigente, porque hacía mucho que no la sacudía, pero igual que las paredes negras, nadie le decía nada y él callaba, soñando, incluso que callaba también en el sueño y que las migas estaban ahí. Blancas eran las migas.). 
Mire que llamar "vigente" al pan, le había dicho. Y él pensó en que esa mañana se había lavado los dientes medio agachado en su pileta del baño, con un cepillo que ¿debería cambiarlo ya? Alguna vez se imaginó anotando en una agenda (no usaba agendas, pero tenía una fantasía casi perversa con ellas, imaginaba reencarnar en otra vida y tener siempre una agenda debajo del brazo y anotarlo todo, pero todo, hasta lo que había pasado en su vida anterior, esa que había podido atravesar sin agendas) la fecha de compra del cepillo de dientes, así podría calcular cuándo debería cambiarlo. ¿Se entiende, no? Pero no era tan fácil porque todo dependía de la cantidad de lavados. ¿Y cuántos eran?, bueno, para eso estaba la agenda, claro. Ocho metros, le dijo, no más de ocho metros de altura y ya todos los cepillos son iguales. Pero tiene colores, dijo él. No se ven. Pero a veces se miraba al espejo en medio de la cepillada y abría apenas los labios para ver la espuma blanca. ¿Así sería cuando dicen que "echaba espuma por la boca"? Luego se enjuagaba la boca. 
Mirá que va a tener una historia alguien que se sienta en el inodoro y mira fijo la pared, contando los azulejos. Pero nunca recuerdo el número. ¿Cómo puede ser?, si los cuento siempre y vengo a sentarme al menos una vez por día. Puede que más, le dijo su madre ese día y a él le sonó agresivo, por eso fue que a la noche soñó que pintaba las paredes de negro (todas las paredes, todas, ¿se imagina?) y que a ella también la pintaba de negro y entonces desaparecía, pero luego venía toda su familia y ocurría lo peor, es decir, no le decían nada, y él se despertaba justo cuando el negativo de su madre lo llamaba y él no estaba porque ya se había despertado. (¿Con un litro de aguarrás alcanzaría para despintar a su madre o habría que comprar más? Si tuviera esa agenda que va a tener en esa otra vida, anotaría "preguntar en la ferretería por despintado de madre al látex" y luego se podría dormir tranquilo.) ¿Se entiende, no? 
Creo que diez metros para más seguridad, aparte está el encanto ese de los números redondos, ¿vio?, le había dicho y le había sonreído. Pero él no se confiaba. Una historia, mire si alguien va a contar su historia, ¿tiene una?, ¿una qué? Los jabones eran blancos, pero tampoco podía asegurar que siempre haya comprado jabones blancos. Mire que fijarse en el color de los jabones, le había dicho. Pero ¿y si al final siempre se hubiese cuidado de comprar jabones blancos, siempre? Ocho, no, diez, sí, diez metros y ya no se distingue si un jabón es blanco. La espuma, ¿vio?, la espuma siempre es blanca, sea del color que sea el jabón. 
Mire que fijarse en esas cosas, le había dicho. Una historia, claro. ¿Al menos tomó la comunión? Sí, claro, pero no me acuerdo. Un amor, ahí está, un amor tiene que ser. Eso sí. Su novia, la que conoció a los dieciocho años, se llamaba Blanca y estuvieron de novios dos años. Dos personas sentadas en el banco de una plaza, ¿a diez metros?, da lo mismo su noviazgo que dos abogados charlando. No se distingue. Y soñaba, ¿se entiende, no?, que se casaba con Blanca pero la noche anterior se metía en la iglesia y pintaba todas las paredes de negro, y ella estaba en el altar y le tiraba con anillos para que él deje de pintar, pero al final la pintaba de negro a Blanca también y desaparecía en las paredes, mimetizada con santos y cruces negras, y sólo él sabía que ella estaba ahí por la cantidad de anillos que quedaban tirados en el piso, y justo se despertaba cuando el cura los declaraba marido y mujer y él miraba para el altar y las que se casaban eran Blanca y su madre, toda pintada de negro. 
Imagínese, si no hay una historia, ¿cómo contar una historia?, le había dicho. Y él pensó en que acababa de cerrar el cajón de los cubiertos, después de lavar los platos y los cubiertos, y secarlos. Un cajón de plástico blanco era. Cuando lo fue a comprar, casi compra uno beige (el blanco es muy sucio, le decía siempre su madre, mucho antes de que él la pintara de negro, después ya no decía nada), pero resultó que estaba fallado y no tenían otro, quedaban sólo blancos. ¿Blanco?, le había dicho, una cajonera blanca desde diez metros se confunde con el suelo. Pero él sabía que el suelo no era blanco, claro. El suelo era... bueno, la verdad que no lo sabía. Ese suelo que ahora miraba era de un color indefinido. No llegaba a verlo bien por la altura, claro. ¿Diez metros?, no, debían ser muchos más. Pero eso sí, su suelo blanco no era, para nada. Aún así, pensaba, quizá podría tener una historia, ¿se entiende, no? Y el color de ese suelo... no, no podía verlo bien. (Y tampoco lo hubiese podido anotar en esa agenda que iba a tener, cuando, pero que no tenía ahora). Claro, de todas maneras no tenía importancia, porque ahora, saltando desde el décimo piso, iba a ver el suelo de cerca, bien de cerca y ahí sí. ¿Se entiende, no?

lunes, 31 de agosto de 2020

Una estatua más


Camina sobre una tierra pesada. Su cuerpo roto le hace dar pasos que se estampan como si quisiera castigar el suelo. Pero no mira hacia abajo. Sólo un horizonte vacío frena la carrera de sus ojos. Arrastra la espada por el piso dejando un surco. Una especie de ancla, se dice, sin ella ya no estaría de pie sobre el campo. Evita mirar hacia atrás, pero sabe que apenas horas pasaron desde que esa misma espada fuera un reflejo de luz entre sus manos, sin peso, sin carga, rebotando entre carnes, gritos y miedos que silenció de cuajo. Evita mirarse, pero sabe que surcos similares a los de la tierra se agolpan en su cuerpo, conversando en tonos de rojo. Su espada no era la única, pero fue la última. 

Río abajo, apenas unos metros más allá de donde el agua incolora desliza su cadencia de marea, el inabarcable cuerpo inmóvil del dragón afónico registra todos los encuentros que tuvo con el filo de esa espada que ahora se arrastra. Tiene los ojos abiertos de la muerte hecha asombro y los músculos rígidos de quien jamás entendió su derrota. El sol del mediodía, partiendo el cielo, va secando las heridas en un gesto que parece de disimulo. Un querer regresar el tiempo a cuando las espadas aún estaban envainadas. El agua incolora, ya sin fiebre y marea mediante, se va acercando al borde del enorme cuerpo quieto en un intento de arropar lo innecesario. El sol, que sabe de derrotas, deja que las nubes oculten su tristeza.

Llega al fin hasta el pozo de entrada. Cae de rodillas y clava su espada por delante. Parece un gesto solemne, pero sólo está recuperando el aire perdido entre el cansancio, las heridas y el acecho del sol. No le sorprende que las nubes le hayan tenido piedad. No se ven las heridas allí, tan alto, pero él sabe que ese sol ya no será el mismo. Luego mira la costa por última vez y se lanza a atravesar el pozo. Saldrá, horas más tarde, a las ramas caídas del alerce desplomado y a sus raíces que señalan el cielo, como si de una culpa se tratase; a la plaza que vio nacer su guerra y al caminante que pasa por la vereda opuesta, que lo mira y lo confunde, sin demasiada importancia, con una estatua más.