lunes, 31 de agosto de 2020

Una estatua más


Camina sobre una tierra pesada. Su cuerpo roto le hace dar pasos que se estampan como si quisiera castigar el suelo. Pero no mira hacia abajo. Sólo un horizonte vacío frena la carrera de sus ojos. Arrastra la espada por el piso dejando un surco. Una especie de ancla, se dice, sin ella ya no estaría de pie sobre el campo. Evita mirar hacia atrás, pero sabe que apenas horas pasaron desde que esa misma espada fuera un reflejo de luz entre sus manos, sin peso, sin carga, rebotando entre carnes, gritos y miedos que silenció de cuajo. Evita mirarse, pero sabe que surcos similares a los de la tierra se agolpan en su cuerpo, conversando en tonos de rojo. Su espada no era la única, pero fue la última. 

Río abajo, apenas unos metros más allá de donde el agua incolora desliza su cadencia de marea, el inabarcable cuerpo inmóvil del dragón afónico registra todos los encuentros que tuvo con el filo de esa espada que ahora se arrastra. Tiene los ojos abiertos de la muerte hecha asombro y los músculos rígidos de quien jamás entendió su derrota. El sol del mediodía, partiendo el cielo, va secando las heridas en un gesto que parece de disimulo. Un querer regresar el tiempo a cuando las espadas aún estaban envainadas. El agua incolora, ya sin fiebre y marea mediante, se va acercando al borde del enorme cuerpo quieto en un intento de arropar lo innecesario. El sol, que sabe de derrotas, deja que las nubes oculten su tristeza.

Llega al fin hasta el pozo de entrada. Cae de rodillas y clava su espada por delante. Parece un gesto solemne, pero sólo está recuperando el aire perdido entre el cansancio, las heridas y el acecho del sol. No le sorprende que las nubes le hayan tenido piedad. No se ven las heridas allí, tan alto, pero él sabe que ese sol ya no será el mismo. Luego mira la costa por última vez y se lanza a atravesar el pozo. Saldrá, horas más tarde, a las ramas caídas del alerce desplomado y a sus raíces que señalan el cielo, como si de una culpa se tratase; a la plaza que vio nacer su guerra y al caminante que pasa por la vereda opuesta, que lo mira y lo confunde, sin demasiada importancia, con una estatua más.

4 comentarios:

  1. Era un final necesario... pero me temo que la guerra no termina.

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  2. Eso, como bien llega a desprenderse del texto, depende de El Sueño de las Estatuas... ;)

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  3. Sabe... me recuerda la gloriosa época de la Editorial 5225.
    Un gusto leerte.

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  4. Uhhh... Editorial de culto, si las hubo. Pensar que todavía deben andar por ahí sus ejemplares. Hace poco me hicieron llegar una foto de una de esas ediciones. Parece mentira, pero la gente guarda cada cosa...
    Y sepa que el gusto es mutuo, caballero. :)

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