sábado, 22 de agosto de 2020

Una cadencia de dejarse hacer


Como si el flash, en vez de iluminar la escena la creara. Miraba la ruta por delante, mientras manejaba, y sus ojos causaban ese flash que pintaba una escena. No le sorprendía. La imagen era lo estrictamente necesario para que esa parte del universo siguiera girando. La noche había terminado de caer y las pocas luces a los costados de su viaje eran como los números de un reloj que le marcaba lo que le faltaba de viaje. Las manos sobre el volante acariciaban el tiempo, lo apretaban, le pedían imposibles en el silencio de ese contacto. 

Cartel verde, la estación de servicio apenas iluminada, doblar la calle a la derecha, camino de tierra, luces amarillas colgadas como animales replegados en la altura, las zanjas de agua estancada a ambos lados, las veredas de tierra con manchones de pasto, casas somnolientas que a esa hora vaciaban el olor de las cenas ya acabadas. Detenerse en la puerta verde. Antes de apagar los faros del auto dejó que esas luces destaquen el brillo perdido de la puerta, esa pintura de vaya uno a saber qué año, vaya uno a saber qué miles de roces y qué miles de lluvias. Vaya uno a saber cuántos miles contactos de sus manos la habrían abierto. Y la de esta noche, una más, se dijo al bajar del auto.

El aire del verano embriagaba. El perfume apenas dulzón de las plantas que rodeaban las casas parecía ser una de las columnas que sostenían la belleza de la noche. Otra columna era el canto de los grillos. Y otra la paz del lugar, quizá, que había aprendido a suspenderse sobre el pasto húmedo de las veredas sin aplastarlo. Por eso caminó hasta la puerta verde sin hacer ruido, sintiendo cómo ese aire le permitía ser habitado. 

En el jardín, el flash regresó provocando la escena por delante. La superposición era casi exacta, la escena generada y la real, allí delante. Sus padres sentados cada uno en su sillón, los brazos a los costados, los rostros apuntando apenas un poco más alto que el horizonte. Se saludaron, como de costumbre, buscó su silla, como de costumbre, la arrimó al costado de su padre, como de costumbre, y un nuevo flash creó la siguiente escena. Las columnas de madera que sostenían la glorieta, totalmente cubierta por plantas enredaderas, seguían con varias tiras de juegos de luces de navidad. Prendidas. Había también restos de guirnaldas de papel brillante de colores enredadas entre las plantas, restos, pedazos que aún sobrevivían a las lluvia y los vientos. La escena creada por el flash también coincidía con la real, quizás alguna luz menos o algún color algo más desteñido. 

Era octubre, pero las luces y adornos ni siquiera eran del último diciembre. Es más, ni siquiera eran de una navidad. Eran, solamente eran. Y formaban parte de sus flashes conocidos. Nunca se quiso preguntar por qué sus padres jamás desarmaban todo eso, si se suponía que era para acompañar una navidad o un año nuevo. Tampoco se los quiso preguntar. Cada vez que pensaba en el tema tenía la sensación de que si le daban esa respuesta, repentinamente todas las luces se apagarían para siempre y el jardín entero moriría reseco, yermo. Sus padres eran definitivamente algo que había crecido en ese jardín, con sus sillones como macetas o plantaciones, sus luces de no navidad como el sol que los alimentaba y sus guirnaldas como la biblia que regía la dirección de sus miradas. 

Su mamá canturreaba en voz baja, ladeando un poco la cabeza cada tanto, como si de un compás regido por el parpadeo de las luces se tratara. Hacía ya largos meses que no lo reconocía por su enfermedad, o que lo confundía con un hermano suyo, fallecido en la guerra. Pero al final, de alguna manera impensada pero posible, había aceptado su presencia ocasional en la casa. Era un extraño que de vez en cuando debía estar allí. Aceptaba, quizás, el mismo sinsentido que le daba sustento a la existencia de las luces de navidad sin navidad. También, quizá, dentro de su pensamiento ya roto para siempre, entendía que tampoco convenía desarmar la presencia de ese extraño cada tanto en el jardín, por más que no fuera ni su hijo ni parte de su familia. Al fin de cuentas, todo le era extraño a un tiempo y nada le resultaba ajeno en otro momento. Y en el filo de cada estadio alternado estaba la verdadera mujer consciente caminando sin apuro hacia el día en el que las luces de su navidad se apagaran para siempre. 

—¿Comiste ya?
La mirada de su papá era otro flash que creaba una escena. Un par de ojos verdes hundidos, húmedos, que eran el remedo del pasto en las veredas del verano. Y, al igual que éste, habían aprendido a sostener cierta paz sin ser aplastados por el canturreo triste a su lado. Sin embargo esta escena recreada por el flash era cada vez un poco menos fiel. En la escena real, los ojos se iban cerrando en una cadencia de dejarse hacer. 
—Sí, papá, comí en casa, no te preocupés. 
El siguiente flash indicaba siempre un suspiro largo durante el cual los dos miraban el alrededor en silencio. 

Pensó en su auto, estacionado afuera, con el motor enfriándose de a poco y pensó también, con una seriedad que casi llegó a asustarlo, si realmente se había bajado de él o si aún tenía el cinturón de seguridad puesto. Pensó si había apagado las luces, esas que sí debían apagarse porque el viaje ya había terminado. Y pensó también que si saliera a la calle para comprobar si en realidad él todavía estaba sentado en su coche y si las luces aún estaban prendidas, ya no volvería a entrar a la casa. O peor aún, comprobaría que en realidad jamás había salido de aquella casa.

2 comentarios:

  1. y también hay un agujero negro en la casa que nos vio crecer...

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  2. Sí. A veces lo bueno es dejar lo negro, a costa de llevarse el agujero.
    ¡Gracias por pasar!

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