miércoles, 26 de agosto de 2020

Su realismo


Se resistía a llamarla nave. Siempre le había parecido una palabra ligada a la infancia, o a las películas y libros. A cualquier cosa cercana a la fantasía y alejada de lo real. Real era una palabra que lo enamoraba en secreto, por eso casi jamás la usaba. Decir que algo era real era como develar el nombre de una amante. Solía mirar con íntimo desprecio a las personas afectas a la fantasía en cualquiera de sus formas. Ficción era lo mismo que mentira y todo eso lo envolvía en un incómodo lugar moral en el que nunca quería sentarse. 
Tocaba el vidrio de la escotilla, esa piel mitológica que los mantenía vivos en un espacio en el que no sobrevivirían ni un par de segundos si no fuera por esa nave y su estructura. Real, claro que era real, no había cohetes aquí, ni naves, ni fantasías. Había lógica, sustentada en todos sus infinitos cálculos reales. Esa misma que ahora le permitía viajar y mirar el espacio cara a cara, sin fotos ni videos, sin ficción. 
Había otros nombres, más serios, más formales. Llamaban de tantas formas a lo mismo que al querer nombrarla al vuelo se mareaba. Módulo era uno que le gustaba. Sonaba seca, despojada y real, sin florituras de afiebrados que imaginaban por no poder realizar.


Desde su lugar, el campo parecía un manto verde que se ondeaba en el viento. No era llanura. Era un juego prolijo y ordenado de suaves lomas que degradaban ese color en varios tonos. El sol contribuía y casi daban ganas de recortar el paisaje y enmarcarlo. Pero si no lo hacía era porque, así de bucólico, carecía de interés. Se imaginó caminar, bajar hasta el sendero de ripio, mirar el fondo del camino, apuntar sus pasos y perderse en una deriva... y entendió, en forma inevitable, que no volvería a ponerse de pie. 
Su lugar era el cielo. El recuerdo más lejano que tenía era una tristeza que lo hacía llorar por las noches, tapado hasta la cabeza y tragándose las lágrimas para que no vieran su almohada mojada. Y el motivo era tener la seguridad de que él pertenecía al cielo. De alguna manera sabía que en el cielo había una fiesta perpetua, alejada de toda la dolorosa realidad que lo ceñía para siempre en la rutina inexplicable de que el pasto fuera verde, el agua clara, la tierra marrón y su casa una lápida habitada. Todo era igual siempre. Siempre. En cambio el cielo variaba constantemente, de color, de temperatura, de luz, de ánimo. Era obvio que allí había una fiesta. Pero algo había pasado con él. Algo malo, algo desgraciado. Y se lo habían olvidado en la tierra. 


Luego de ese ruido a desgarro, seco y metálico, que todavía le lastimaba los oídos, no quedaba mucho. Las comunicaciones inutilizadas y oxígeno para algunas horas. Lo real era que ya no sería uno de los primeros hombres en descender en Marte. Y era real también que ya no volvería a la Tierra. Repitió "descender en Marte" y se rio dentro de su casco. ¿Cómo había podido tener esa estúpida fantasía?, si ni siquiera podía decirlo en voz alta sin sentir vergüenza de que alguien escuche. Bastaron unos segundos de silencio, mientras su cuerpo se perdía en una deriva, para que catorce años de vida perdidos en una preparación se cayeran detrás de sus ojos, como una cascada de agua sucia que se desploma para descubrir que sólo tapaba la nada. 
Lloró. El único alivio que se podía permitir, a manera de consuelo, es que jamás encontrarían ningún rastro de él para increparlo. Toda su equivocación se desharía junto a su cuerpo cuando la gravedad finalmente lo hiciera caer en alguna atmósfera. Había envenenado con una fantasía delirante su amor secreto por lo real, creyendo que podía llegar mas allá de la tierra que lo merecía. 
Ahora era sólo una fantasía flotando. Algo que se habían olvidado en el cielo.

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