sábado, 15 de agosto de 2020

Tres golpes


—Pasá, todavía no estoy durmiendo.
Fueron tres golpes en la puerta, pero después el silencio.
—Pasá...
El silencio.
Se levantó de la cama, incómodo, y se acercó a la puerta. Dudó un instante antes de abrirla. Tres golpes, los había escuchado. Abrió. No había nadie. Quizá no lo habían escuchado a él. 
Volvió a la cama. Esperó. 
Pasos que se detuvieron frente la puerta. Tres golpes.
—Pasá... no estoy durmiendo —en un tono de voz más fuerte.
Nuevamente silencio.
Se levantó de la cama y se vistió, algo más incómodo. Llegó hasta la puerta y esta vez no dudó, la abrió y salió. Ya estaba seguro de que no habría nadie detrás de ella.
Fue en busca de su esposa. Pasó por la cocina. No estaba, pero el agua de la pava sobre el fuego hervía. Apagó el fuego y levantó la pava, no le quedaba agua, se había evaporado. 
En ese instante se apagó la luz del baño. Esperó que su esposa salga y pase, quizá, por la cocina. Silencio. Ningún sonido. 
Fue entonces al baño y abrió la puerta. El agua fría de la pileta corría, la canilla estaba abierta. Prendió la luz y miró en derredor. Estaba vacío. Corrió la cortina de la bañadera. No había nada allí. Cerró la canilla, apagó la luz y salió. 
Al cerrar la puerta volvió a escuchar tres golpes, nítidos, en la puerta. Empezaba a notar rara su respiración. Volvió a abrir la puerta, despacio, tanteando muy suavemente la llave de la luz. Nada. No, nada no... El cepillo de dientes de su esposa estaba caído en la pileta. Tenía dentífrico puesto. Pero recién, al cerrar la canilla eso no estaba ahí. 
Salió del baño. Al cerrar el picaporte notó que le temblaba la mano. Se alejó por el pasillo, necesitaba sentarse y pensar. 
Miró uno de los sillones del living, pero cambió de idea y regresó al dormitorio. Se dijo que, quizá, si regresaba a la cama todo volvería a la normalidad. Entró al dormitorio y se sintió cómodo, el paisaje era familiar. Del otro lado de la cama había una mujer tapada y durmiendo. Bueno, su esposa, claro. Suspiró con cierto alivio, estiró los brazos y sonrió un poco de su propia locura. 
Se sentó en la cama, se quitó las zapatillas y, al darse vuelta para meterse bajo las sábanas notó que la cama estaba nuevamente vacía. Su esposa, o quien fuera que hubiese estado acostada, ya no estaba.
Se quedó sentado en la cama. Ahora el silencio le empezaba a doler en los oídos y las palpitaciones de su corazón lo desconcentraban. ¿Ahora llegarían los tres golpes en la puerta nuevamente? Por la ventana que daba al balcón vio a su esposa fumando un cigarrillo, apoyada sobre la baranda y mirando la ciudad. 
Pensó en llamarla, pero también pensó en que el sonido parecía estar traicionando las percepciones. Pensó en acercarse, abrir el ventanal y salir al balcón, pero también pensó en que los espacios parecían estar traicionando también las percepciones. Probaría entonces con la vista. Quedarse mirándola, sin intervenir, hasta que algo ocurra. 
Tres golpes en la puerta. Se tomó la cara con las manos. Esto derribaba su estrategia. Si iba hasta la puerta para abrir, con toda seguridad no habría nadie y al volver su esposa ya no estaría en el balcón. Si no atendía la puerta, corría el riesgo de no enterarse de algo importante. Quizá crítico. Algo en su cabeza, algo probablemente enterrado en una memoria muy lejana y tangencial, le decía que esos tres golpes eran parte de la clave de todo esto. 
Se le ocurrió otra cosa. Un atajo en la realidad. Iría primero al balcón para deshacer (o no) la imagen de su esposa y luego, sin nada que perder ya en el balcón, atendería a los golpes de la puerta. 
Se levantó de la cama. Comenzó a caminar hacia el ventanal que daba al balcón. La alfombra bajo sus pies parecía arder ante sus nervios. Al tocar la puerta que daba al balcón, tres nuevos golpes en la puerta. Y ahora una voz.
—Soy yo... abrime.
Inequívoca, la voz de su esposa. 
Se volvió rápido a mirar al balcón. Ya no estaba. La baranda y la lujosa vista de la ciudad en la madrugada estaban solitarias. Quizás había logrado lo que se había propuesto. 
Caminó por el dormitorio hasta la puerta. La abrió. No había nadie. 
Sintió el pecho apretado y los ojos húmedos. No se avergonzaría por reconocer que estaba a punto de llorar. Pensó en ir hacia algún lado, el que sea, pero al dar un paso reparó en un papel tirado en el piso. Escrito. Lo levantó y leyó:
"Ayudame, por favor. toqué algo sin querer en el Tiempo y descalabré la linealidad. Ahora tengo un Tiempo intermitente y desordenado. Necesito que me lo recompongas... por favor."
Respiró muy hondo y suspiró con un alivio que le bañó los nervios con cierta calma.
Fue hasta el garaje, ahí donde tenían la Máquina. Observó varias lecturas, controló algunos números, revisó varias pantallas, y luego hizo lo habitual: un golpe, detenía el tiempo; segundo golpe, restauraba la sincronía; tercer golpe, reanudaba el tiempo. Volvió a revisar algunas cosas más y sonrió satisfecho. Todo funcionaba. 
Regresó al interior de la casa y pasó por la cocina. Su esposa ponía la pava en el fuego. Al entrar lo miró y se le iluminó el rostro. Corrió con pasos cortos y lo abrazó fuerte. 
—¡Gracias! —exclamó emocionada su esposa.
—De nada... pero me diste un susto mortal. 
—Perdón. Pero... ¿qué pensaste?
—Bueno... pensé lo peor. 
Ella lo miró a los ojos preguntando en silencio por ese miedo.
—Pensé algo terrible. Pensé que me estabas dejando.

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