martes, 4 de agosto de 2020

Hablar de Marco


Lo que yo sentía, claro, era que nunca había existido. Pero cómo decirlo en medio de esa penumbra y esa aglomeración de desconciertos superpuestos. 
Habitación tras habitación se repetía la escena. Paredes amarillas, luz esquiva, suciedad invisible pero palpable, acumulación de telas, almohadas, cuerpos semimóviles o directamente quietos, algunos dormidos. Esperando. Borrando con los ojos abiertos lo imaginado a ojos cerrados. Los roces de telas y pieles aturdía el oído con espanto. 
Nunca había existido. Pero la pregunta era otra, en todo caso, ¿quién había existido?
—¿Lo busca a Marco?
La mirada era vidriosa, rodeada de una piel amarilla más allá de las luces enfermas. El pelo era un matorral de geografía descompuesta en los claroscuros de las sombras pálidas que lo ocupaban todo. Miré sus manos, tomándose la cintura como si se hubiese traído a sí mismo caminando a través del pasillo estrecho. Los párpados caídos me hablaban de cansancio, resignación o simplemente quitar un estorbo del medio. 
Creo que le hablé desde ese medio.
—Lo busco a Marco.
Y junto a las cuatro palabras, como si alguna coordinación fuera necesaria, descorrí apenas mi saco para que los ojos vidriosos pudieran ver la culata del arma en mi cintura. Los párpados bajaron aún más, precisamente hasta ese lugar en mi cintura desde donde él tendría que recomponer su aparente calma y aplomo.
Se quedó un rato pensativo, mirando el suelo, y luego abrió los brazos levemente. 
—Todo lugar como este necesita un Marco, cualquiera lo sabe, pero eso no significa que Marco exista. Ni mucho menos que usted pueda encontrarlo. 
Centré mi oído en las habitaciones. Voces de mujeres, alguna tos, susurros, respiraciones agitadas interrumpidas casi al ras. Pasos cortos, leves. Roces de tela y piel creando abismos a cada latido de deseo. 
Todo lugar como este. La frase me resonaba sin resolverse. Si bien era un intento esquivo, me devolvía a la realidad un tanto peor de lo que había llegado. 
—Se llame Marco o no, está acá y quiero que venga. 
Y luego de verlo contener la respiración agregué:
—Ahora.
Volvió a bajar la mirada al suelo y agregó una sonrisa de dientes ennegrecidos. Pasó su lengua por los labios y midió lo siguiente con un cierto deleite.
—Nada de esto existe. No está parado en este pasillo ni hay luz sobre nosotros. Ningún cuarto nos rodea y nadie los habita, menos mujeres, por supuesto. Y menos trabajando, claro está. Ya lo sabe. Ya ha visto que no ha visto nada y que esta hora de su vida nunca se vivió como tal. 
Hizo una pausa. Los ojos vidriosos volvieron a buscarme. Y terminó:
—Entonces ahí está. Ahí tiene a su Marco. Ya lo ha encontrado. Encontrar a Marco es admitir que no existe. Solamente así se lo puede encontrar. 
Bajé la cabeza, hice un gesto leve con la mano, algo así como el borrador de un saludo desganado, y me di vuelta para desandar el pasillo hacia la puerta de calle. 
Lo que había existido, lo que existía y lo que dejaría de existir se fueron conjugando entre mis pasos y el roce de tela, piel y revólver. 
Al llegar a la puerta me di vuelta con el arma en la mano y le apunté a los párpados entornados. La primera bala sorprendió a Marco, la segunda pareció convencerlo y, para cuando terminé de vaciarle el cargador, Marco era definitivamente lo más real que había en todo ese lugar.
Con los ecos de las explosiones todavía tropezando por el pasillo siempre sucio, cabezas de mujeres se asomaron como aves mudas y espantadas desde distintos huecos y puertas. Miraban el cuerpo en el piso y miraban mi cuerpo aún parado junto a la puerta. 
Entonces encontré la forma de decirlo, la que buscaba desde hacía tanto tiempo. 
—Todo esto existe y es real. Tanto como el cadáver de Marco ahí tirado —les dije señalando el cuerpo con el arma aún empuñada—. Lo único que de verdad no existe más es mi hija. Pero creo que ahora descansa en paz. 
Cerré la puerta al salir, detrás de los susurros. La noche era preciosa.

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