viernes, 31 de marzo de 2023

Siempre hay un reloj cerca


Había un papel en blanco. 
No estaba en blanco, porque era un papel rayado.
Había un papel con renglones, con rayas de color suave para que lo escrito se contenga lo más paralelo al horizonte posible. Aunque lo dicho en esos renglones ascienda por el peso de su desesperación, los renglones harán que vuele sin estrellarse.
Te harán volar, me dijo el papel en blanco. Antes de que supiera que hablaba de una explosión yo seguía mirando los renglones.

Hay un reloj cerca. 
Siempre hay un reloj cerca, ¿viste? Pero como la inundación acabó con todo rastro de energía, está detenido. Claro, lleva pilas, pero ya no existen. Todas sucumbieron descargándose bajo el agua inmensa. 
El agua es inmortal.
Es probable, porque si no es agua es hielo; si no, es aire, nube, o vida posible, pero morir no muere. En cambio el tiempo, ¿viste?, con todos los relojes detenidos para siempre, es como un inmenso animal herido puesto en estado de coma para nunca admitir su muerte. 
Yo suelo tomarlos de la pared en donde cuelgan o la mesa en donde reposan y colocarlos boca abajo. Les susurro "descansa" al oído de sus agujas y evito mirarlos para que no sientan la crueldad de un tiempo inerte.

Habrá una caligrafía eterna.
Lo dirás como uno de esos murmullos cosidos a un sueño. Las letras redondas tendrán el diámetro de cada estrella encendida, párpado por párpado representadas. Y los trazos rectos seguirán el curso suave de los cometas más reacios al regreso. Lo escrito será tan inmortal como el agua y los relojes entenderán que los renglones son los padres de sus agujas. Rectos como lo era el camino del tiempo ya fallecido. 

Yo hablaba de la explosión, mientras sólo una mirada podía mantener por encima de lo inundado. Alcanzó, de todas formas, para que el atardecer ilumine los renglones flotando despacio. Todas las agujas de todos los relojes de todos los tiempos detenidos volviendo el agua un papel en blanco. 

Y el pulso del horizonte, cosiendo la caligrafía eterna al sueño más callado de mi mano.

jueves, 30 de marzo de 2023

Se quemaría esa noche


—Vamos a salir.

Ella lo escuchó sin dejar de atender la olla puesta al fuego. Ella lo escuchó y sintió cómo la cabaña respiraba. El viento de esas palabras.

—¿Al bosque?
—A matar a una bruja.

Y en su mente se dibujó nítida una pala. En algún lado debía estar. Apoyada en el fondo, quizá. Una pala. Con tierra en derredor.
¿No era prematuro enterrar lo aún vivo?

—¿Por qué?
—No hay un porqué. Hay…
Ella rellenó el silencio de él con la pala. Hay una pala.
—… hay que hacerlo. Es todo.

Revisó su cuchillo envainado como si tuviera la hoja de acero frente a sus ojos. Pasaba las yemas por el cuero gastado. Una reflexión también gastada. El estar tan cerca de perder algo. Y su hija, que lo miraba silenciosa, parada junto a la puerta.
La olla seguía hirviendo en los ojos de ella. Sabía que, de alguna manera, prolongar su silencio lograría retenerlo. Salir al bosque, sí, pero no arrastrando ese silencio que se revolvía en una olla interminable.

—Seguiré encontrando animales muertos.
—El hombre ya fue un animal muerto.

Ella replicó casi instantánea. Su mano, la derecha, la que sostenía la cuchara de madera, se le dormía. Ese hormigueo que sabía guardar en secreto porque lo entreveía como un adelanto innecesario de lo malo por venir. Todo se dormiría, llegado el momento.

—Una bruja que no se mete con hombres. Pero hay cosas más importantes que un hombre.
—Un animal.
—Su espíritu —dijo él acomodando el cuchillo en su cintura y percibiendo que su frase había sido la más segura de todas las pronunciadas. La única.

—¿Ella va?
—Ya sabés porqué.

Miró a la nena parada junto a la puerta. Sus manos entrelazadas delante de su vientre. Y sus grandes ojos marrones, que veían una bruja donde el resto sólo distinguía una persona.
—Y su espíritu —dijo la mujer, como si terminara alguna especie de rezo de fluir callado.
Volvió sus ojos a la olla. Toda la nieve del afuera ahí dentro. Revolviendo lo hervido. Y la pala. El sonido de la pala enterrando toda la nieve en la mirada de la nena. Mantener el fuego hirviendo. Sacudir la mano que se le duerme. Y la respiración de la nena por las noches, cuando sostiene su mano hasta que llega el sueño. Todo dormiría.

—Tenés un cuchillo.
—Sí.
—Y miedo… ¿tenés?
—El miedo es un animal que se entierra en el espíritu del hombre.

El sonido de la olla envolvía la cabaña. Las uñas de la nena inmóvil se entrecruzaban. Y su pecho.
—Los animales enterrados mueren. Yo los encuentro. Entonces hay que hacerlo.
Ella dejó la cuchara de madera en la olla. Calculó cuánto se quemaría hasta que se lo dijese. Hasta que pudiera volver a tomarla.

—¿Nunca te preguntaste por qué ella jamás me mira?
La nena se sintió nombrada y bajó los ojos y la cabeza y el espíritu hasta enterrarlo en su pecho.
Quiso envainarse en otro tiempo. Como el cuchillo que sostenía el hombre que ahora la miraba.
Definitivamente la cuchara se quemaría esa noche.