lunes, 31 de agosto de 2020
Una estatua más
domingo, 30 de agosto de 2020
Un canto turquesa
Defendé.
El fino hielo que filtra las hélices embestidas,
(púrpuras en tropel de saciedad),
de nuestras remotas ambiciones acabadas.
Defendeme.
No quiero pisar el otoño sin mojarme,
una vez más,
en los siniestros anzuelos que me quitaron
del río antepasado.
Defendelo.
Del suelo ennegrecido de fiestas plisadas,
(¿ocuparon ya el recodo de todos sus miedos?),
del filo, del canto, del bordellano antevalente,
y desplegá en sal
y para siempre,
vuelos hundidos de espectros en flor.
Defiendo.
Hechicería amargamagenta y salto en viento,
saciedad de miedo y música de fe en el hielo,
defender y resbalar
un canto turquesa de sol en cuerpo.
sábado, 29 de agosto de 2020
El laconismo de una sílaba sin vocal
viernes, 28 de agosto de 2020
La fiebre incolora del dragón afónico
(Ver)
miércoles, 26 de agosto de 2020
Estar abrigado
Se cierra la puerta izquierda del seno embebido de cielo y envuelto en una bolsa demorada de anarquías.
Llueve en la ciudad.
Hijo de un biselado gigante que clava repetidamente su emocionada pierna en un mercurio hecho lago.
El tránsito continua demorado en la zona.
Indefenso de potestades agrias y giros de ecuanimidad hilvanada de escarcha. Sollozar jugo de fresas como si una tormenta de escepticismo se abatiera sobre el lago.
Se esperan neblinas por la madrugada.
Más tarde, el seno apura sus anarquías revolviendo el mercurio y simulando una voracidad que podría beberlo todo.
Continuamos con nuestra habitual programación.
Indefenso frente al hijo, siente clavarse la emoción como si ahora el resto de las puertas conversaran con las ventanas por venir. (Rezan, ruegan y alaban al santísimo cristal de la transparencia desenmarcada por el último trueno que levantó espejismos en las orillas.)
Tiempo inestable por la noche, mejorando por la mañana.
Abre la puerta derecha y el jugo de fresas se avalancha y le cincela las nubes del cielo embebido en un estacionamiento del cuello. (Biselados breves que van siendo tostados bajo la mirada ardida de un mercurio concéntrico hasta el mareo.)
Ocho minutos pasaron de las ocho en punto.
Tormenta que esfuma risas de acento lacustre mientras sus giros de ecuanimidad zurcida de glaciares van bordando una lencería de encaje gélido al seno que ya cierra sus puertas.
Se esperan ráfagas de viento.
Lo importante es estar abrigado, le dice, mientras pone a hervir las anarquías y tira por última vez la bolsa a la marea alta del lago. Mercurio sonríe mientras traga.
Vamos a una tanda.
Su realismo
martes, 25 de agosto de 2020
Acecho de partida
lunes, 24 de agosto de 2020
Tan mezquino el sol
Un bote. Mïnimo, exiguo. Cáscara de madera que apenas contiene dos personas sentadas frente a frente. Una es ella. Y el otro, rema. Ella mira los brazos ondulantes de él. Él la va a matar cuando lleguen al centro del lago. Ella nunca fue testigo de un atardecer tan rápido, tan mezquino el sol cayendo a plomo como indiferente. El reflejo del lago sumerge los ojos de él en una ceguera que expande su aliento a la par de las ondas en el agua. Ella mira los remos sincrónicos. Imagina que tornan en algún dios y detienen el bote reclamando una justicia que ella tampoco sabría enunciar. Debajo de su cuerpo en contacto con la madera, el mundo se mece. No es posible creer que el camino a su muerte sea tan suave, tan disimuladamente apacible, tan de estela de agua en atardecer cálido de lago solitario. Sabe que no hace frío, pero siente los brazos congelados. Se pregunta y se responde, es la sensación anticipada de caer al agua. De la piel desenvolviéndose del alma. Él gira la cabeza hacia atrás. Está calculando el centro del lago. Su vida se mide en remos. El borde del horizonte tiene ahora ese azul profundo que introduce la noche próxima. Es su color amado. Lo agradece como si alguien le hubiera puesto un abrigo sobre los hombros. Quizá sea su imaginación, pero le parece que él se está apurando. Las entradas y salidas de los remos en al agua más agitadas. Gotas de lago salpican desde esos movimientos y se cuelgan de sus piernas. Se está apurando. Su respiración es más fuerte y más agitada. A pesar de que sabe que no tiene ningún sentido, imagina escenas cinematográficas en donde se salva de muchas maneras distintas, cada una más inverosímil que la otra. A cada una la enfrenta a los ojos de él y se le van diluyendo. Mira los tres muelles conocidos, referencia eterna para atravesar el lago, y entiende que el centro, lugar buscado por su profundidad, debería estar casi por debajo de la oración que ahora está rezando. Los remos se detienen.
domingo, 23 de agosto de 2020
Ya no retrato
Él.
Sin nombre declarado.
sábado, 22 de agosto de 2020
Una cadencia de dejarse hacer
viernes, 21 de agosto de 2020
Setenta y cinco
Llegó hasta la iglesia buscando un crucifijo que le fuera propio. Sin ánimo de discutir con nadie, se acercó al agua bendita y tiró tres monedas en el recipiente de mármol grisáceo. Necesitaba bendecir un deseo recurrente. En medio de todo ese desánimo ocre, en el cual parecía flotar continua una nota musical única y sostenida, emanada de un órgano casi inaudible, giró varias veces su cabeza para encontrar señales. Alguna cruz, lo sabía, debía llevar su nombre. Luego de una hora y cuarto de buscar se sentó en uno de los bancos de madera y lloró despacio. Cruces sobraban en ese lugar, pero él desconocía su nombre.
Ese aeropuerto era el sitio más desabrigado que él hubiese conocido. Los pisos olían a algún tipo de bebida alcohólica que no llegaba a identificar. Sentado en esa fila de bancos interminable se dio cuenta de que bastaba quedarse quieto un rato para volverse de caño blanco y vidrio. Todo era blanco y vidrio. Pero él no conocía de bebidas alcohólicas. El aire se llenaba continuamente de palabras que salían de parlantes. Imposible imaginar que alguien le hablara a él, que no era de caño ni de vidrio. Se miró las manos. Su piel estaba agrietada. Sabía que no todos los fríos eran iguales y no todas las pieles abrigaban. Ella llegó caminando, con una sonrisa colgada, desde el medio mismo de ese piso blanco e infinito. Llevaba un abrigo colgado del brazo y la sonrisa. Seguían sonando las palabras en el aire cuando él notó el crucifijo colgando en su pecho.
Le costó convencer al conductor del autobús que le permitiera descender allí, en lo que para cualquiera menos él era el medio de la nada. Con su bolso colgando del hombro se quedó mirando la ruta, por donde el autobús se alejaba. Cualquiera que lo observase podría pensar que estaba esperando a quedarse solo, sin chapas ni motores rumiando en la cercanía. El olor del campo lo abrigaba con algo dulce que no podía identificar. Flores, animales, o el sol vibrando contra el pasto abandonado. Una brisa le entremezclaba recuerdos entre los párpados y le daba lo mismo el año que cualquier calendario le informase. Abandonó la ruta y comenzó a caminar entre el pasto alto y salvaje. Sobre su cabeza, pájaros siempre ajenos se graznaban mutuamente sin nombrarlo jamás. Nunca repararían en él, que no era del campo ni tenía alas. Se miró las manos. Su piel tenía el color del mármol grisáceo de un deseo recurrente, ya agrietado. En medio de esa aparente soledad inflamada de presencias, giró varias veces la cabeza buscando señales. Suspiró, el calor comenzaba a recordarle todo lo que le sobraba. Luego de una hora y cuarto de caminata vio el leve montículo de tierra, apenas asomando como un color irreverente que desafiaba el verde continuo. Llegó hasta él caminando con el paso desnudo de quien pisa sobre agua bendita. Sobre la tierra apilada se erguía una cruz de madera desvencijada, sostenida más por el olvido del tiempo que por los clavos. Él se arrodilló. Grabado en la cruz había un nombre, pero no podía leerlo. Pasó entonces su mano acariciando la madera y comenzó a leer cada surco de cada letra con cada grieta de su piel. Las cavidades se hermanaron y el nombre se le hizo carne. Ahora podría volver.
Poco antes de retomar la ruta, el último pájaro de la tarde lo sobrevoló y él alzó la mano a manera de saludo, creyendo entender por fin su nombre en el graznido. Luego siguió caminando. El sol comenzaba a entibiar el crucifijo colgado en su pecho.
jueves, 20 de agosto de 2020
Claraboya
miércoles, 19 de agosto de 2020
Tus féretros omnívoros
Demostrame
que el renglón más parco
de todos los papeles enterrados,
martes, 18 de agosto de 2020
Dibujan nada
lunes, 17 de agosto de 2020
Si hubiese nadado un cisne blanco
Pidió una ginebra y dejó la mirada fija en la madera de la mesa. Los sonidos del bar, adormilados, le daban el anonimato que necesitaba. Sin mirar, sabía que la ventana a su derecha dejaba traslucir el azul pálido que relataba rítmico el amanecer, ese mismo que elegía no mirar, y que elegiría no detener.
El vaso con bebida se posó delante de su cara. Varios metros más allá de la ventana que no miraba, una secuencia conocida de memoria empezaba en la vereda, seguía en el puerto y terminaba en el río. No le interesaba. El agua ya se había llevado sus ojos. Vació el líquido del vaso y una sirena cercana acompañó el ardor descendiendo a su estómago.
Cuando posó el vaso, con un leve ruido seco a madera, en la mesa, miró el fondo deshabitado y la voz le habló por última vez.
—Si dentro del vaso hubiese nadado un cisne blanco, la única forma de continuar tu vida hubiese sido atravesar el sueño del vidrio y despojarte, nadando junto a él en círculos hasta que la noche cubriese por completo toda tu memoria. Luego, al sonar la última sirena del puerto, hubieses besado al cisne deshaciendo pluma por pluma cada vuelo negado en el que fuiste ala.
Terminó de escuchar con las manos entrelazadas, como en un rezo involuntario. Miró por la ventana. El puerto se despabilaba con movimientos leves y sonidos familiares.
Aún no lo sabía, pero ya no detendría ningún amanecer más.
(Ver)
domingo, 16 de agosto de 2020
Última
Corrió a través
del campo
sábado, 15 de agosto de 2020
Tres golpes
viernes, 14 de agosto de 2020
Imágenes apócrifas y letras imposibles
jueves, 13 de agosto de 2020
La conciencia que nunca conoció el perdón
miércoles, 12 de agosto de 2020
Un gato negro que jamás gritó
Anda por la ciudad helada buscando el grito de esa luz que surca algunos laberintos. Lleva en su bolsillo una cuenta, una suma que no es exacta. Se asoma en las camas de los hoteles y levanta las almohadas una por una, cuidando que esa multiplicación nunca le dé cero. Debajo de ellas nunca una luz. Sacude los puentes que unen a la ciudad con su derredor cerrando los ojos para atrapar el grito, mientras le permite a la luz que escape ilesa de sombras, pero nada. Se sienta a conversar con siete estatuas de cinco plazas que habitan cuatro barrios de tres manzanas cada uno, y todas le niegan la luz. Y tres veces la niegan, sin que ningún gallo cante. Apenas un gato ronroneando sobre el pasto mojado. Un gato negro que jamás gritó, pero le oculta cierta luz rápidamente entre sus párpados, arañando el telar del tiempo a esa hora de la madrugada. Salto, entonces. Llega al edificio y llama al ascensor. El ascensor le responde que ya es muy tarde y que subir es algo que debe esperar un deshielo. En la terraza, dentro del tanque de agua, el reflejo de la luz ondea en formas concéntricas que hacen del grito un mantra de geometría despiadada. Trepa por la escalera de incendios mientras el ascensor llama por teléfono al gato negro que surca laberintos veloz, casi sin tocar el suelo. Trepa y llega a asomarse por la baranda de la terraza. Dentro del tanque de agua la luz tiembla, abrigando al grito del frío que lo dejaría afónico. Subido al tanque de agua, saca la cuenta de su bolsillo, una suma que da un número que no es el mismo que la cantidad de anillos concéntricos que hacen del grito un mantra. Pero ahora que los encontró, puede contarlos. Del otro lado del tanque de agua se asoma el gato negro. Lleva sus ojos cerrados (toda precaución es poca en estos casos, le dijo el ascensor) y acaba de arañar el telar del tiempo logrando que ese bebé que gateaba por el borde del tanque de agua caiga adentro y se ahogue rápidamente, sin ruido, dejando que una cuenta que no es exacta flote entre el reflejo de la luz y el grito de la mujer embarazada, tres pisos más abajo, que acaba de dar a luz a un bebé.
Al darle el sol
martes, 11 de agosto de 2020
Acercarse al cielo
lunes, 10 de agosto de 2020
Se antoja de tierra seca
Siesta.
Espantar todo movimiento
dejando solo el girar del mundo.
Soplo
de vidas en aureolas de similitud
que regalan un cuaderno de horas
a esa sombra que fabrica minutos
a cada segundo.
Plano que le espera. Final.
a dar vueltas sobre su silla de caña
y el agua,
domingo, 9 de agosto de 2020
El parquímetro más arcángel
sábado, 8 de agosto de 2020
Paisaje
Anida vientos.
Molino de ceguera.
Un pájaro a tiempo
También creo que puedo animar a alguien más, me dijo.
Surcaba la cortina de la cascada vuelto agua iridiscente en una mañana sin sol. Yo sabía que su tristeza desafiaría cualquier mínimo instinto de conservación, pero jamás pensé en el ánimo. Tampoco en los otros.
Palpar el histrionismo de sus piernas huesudas, dándole de beber mínimas correntadas a cada braceo jadeante, no podía lograr otra cosa que una indolente piedad de parte de esa brutal altura vestida de agua.
De verdad que salís al otro lado de la realidad. Puede parecer que uno se ahoga, pero en realidad cierra su respiración en este universo y comienza a respirar en el otro, me explicaba, mientras yo no podía dejar de mirar la toalla amarilla alrededor de su cuello. Tenía las puntas desflecadas. Como los párpados de su mirada. Como los restos de su espera.
Sonrió. Miró al cielo y pareció correr algunas nubes con la mano, porque a la par de su cabeza en alto se asomó un sol desteñido, desinteresado de toda tristeza.
Nadie vuelve, le dije un día. Y él, con la pretensión de unos ojos iluminados, me respondió: precisamente por eso quiero ir. No te entiendo, repliqué casi molesto. Quiero ser el primero, finalizó. Luego de eso la tristeza le borró todos los rasgos del rostro y dejó que la lluvia resbalara a gusto sobre la nada.
Parados en lo alto de la cascada. El ruido del agua burlándose de la altura y nosotros como dos astillas de carne en medio de un mundo feliz de su azul. No te voy a volver a ver, le dije. Yo voy a volver, me dijo su tristeza casi interrumpiendo, y vas a ver que el que no va a estar sos vos.
Luego simplemente abrió los brazos y se dejó caer hacia atrás. Yo cerré violentamente los ojos para imaginar un pájaro a tiempo y quedarme con esa imagen, sin embargo el ruido del cuerpo al chocar con el agua la deshizo.
Abrí los ojos. Inexplicablemente no lo recordaba, pero tenía su desflecada toalla amarilla en mis manos. Era cierto. Iba a volver.
viernes, 7 de agosto de 2020
Ich liebe dich
Decía palabras tan graves como usufructo o auscultar, o a veces desmembramiento. Se subía a caballo de ellas para sentirse más alto en la conversación y poder cabalgar desde ese sonido a seguridad. Escucharlo era temer que alguna letra tropezara y, por efecto dominó, tumbara a todas las otras, dejándolo mudo de gravedad, desnudo de articulaciones y condenado a la llaneza de simples sílabas con vocales.
Mientras hablaba, yo miraba su garganta e imaginaba una maquinaria de relojería, infestada de engranajes que chasqueaban consonantes y sincronizaban la entrada y salida de cada letra con un esfuerzo que bordeaba continuamente el colapso. Porque, por más circunscripto que se le escuchara decir sin demasiada perturbación aparente, había en sus ojos un permanente miedo a que lo primitivo escape. Ocultar un impresentable mamá con un dilapidado progenitora no podía mantener por mucho tiempo una psiquis medianamente sana, por más que le agregara una semisonrisa y lo disfrazara de mi querida progenitora, como un alarde vagamente literario y epistolar.
Obviamente, casi sobra decirlo, se enamoró de una mujer alemana. Simplemente la escuchó hablar y sus oídos no dieron crédito a tanta belleza de consonantes atravesadas. Miraba esa boca como si fuera el manantial mismo de la vida eterna. Intentaba de a poco reproducir esas palabras, movía sus labios junto a ella en una mímica que era el pináculo de todo el amor que podía sentir por alguien. Aprendió a leerle los labios sin darse cuenta y en menos de un mes se quedó afónico por ese esfuerzo desmesurado, ese bordear el colapso continuo. La maquinaria de su garganta crujía y se retorcía en sonidos repletos de obstáculos. Si antes el poder incluir un modesto sincretismo en alguna conversación le hacía tragar saliva satisfecho, ahora, la más sencilla de las palabras de su amada lo llevaban a un altura retórica y emocional de verdadero vértigo.
Sin embargo, desconocía un muy triste detalle que determinó su final. Su amada, enamorada también al fin, estudió muy rudimentariamente un par de palabras, sólo un par, en el idioma de su amado. Con el mejor de los sentimientos y llevando su lengua de la mano del corazón, estudió una declaración propicia para cuando llegara ese momento especial que ambos habían iban acercando a su relación.
Cuentan, entonces, que esa noche, con las bocas muy juntas y las pupilas alimentando el natural fuego fatuo con el que pensaban envolver sus vidas, llegó el momento de la declaración verbal de lo que ya ambas pieles sabían hasta la llaga. Pero, y aquí la tragedia, en el momento en el que él esperaba el celestial sonido de ese ich liebe dich de labios de su amada, ella lo sorprendió con un entusiasmado, aunque fatal por lo bochornosamente llano, te amo.
Al instante su corazón se detuvo. Toda la maquinaria de su garganta acabó por colapsar y un sorprendido médico de rutina estampó el irrelevante "falla multiorgánica" en el certificado de defunción, sin estar para nada convencido de haber entendido la causa del deceso.
Hoy, recordándolo aquí, frente a su lápida, advierto un sencillo detalle: le hubiera encantado ver ese impronunciable Q.E.P.D. bajo su nombre.