lunes, 31 de agosto de 2020

Una estatua más


Camina sobre una tierra pesada. Su cuerpo roto le hace dar pasos que se estampan como si quisiera castigar el suelo. Pero no mira hacia abajo. Sólo un horizonte vacío frena la carrera de sus ojos. Arrastra la espada por el piso dejando un surco. Una especie de ancla, se dice, sin ella ya no estaría de pie sobre el campo. Evita mirar hacia atrás, pero sabe que apenas horas pasaron desde que esa misma espada fuera un reflejo de luz entre sus manos, sin peso, sin carga, rebotando entre carnes, gritos y miedos que silenció de cuajo. Evita mirarse, pero sabe que surcos similares a los de la tierra se agolpan en su cuerpo, conversando en tonos de rojo. Su espada no era la única, pero fue la última. 

Río abajo, apenas unos metros más allá de donde el agua incolora desliza su cadencia de marea, el inabarcable cuerpo inmóvil del dragón afónico registra todos los encuentros que tuvo con el filo de esa espada que ahora se arrastra. Tiene los ojos abiertos de la muerte hecha asombro y los músculos rígidos de quien jamás entendió su derrota. El sol del mediodía, partiendo el cielo, va secando las heridas en un gesto que parece de disimulo. Un querer regresar el tiempo a cuando las espadas aún estaban envainadas. El agua incolora, ya sin fiebre y marea mediante, se va acercando al borde del enorme cuerpo quieto en un intento de arropar lo innecesario. El sol, que sabe de derrotas, deja que las nubes oculten su tristeza.

Llega al fin hasta el pozo de entrada. Cae de rodillas y clava su espada por delante. Parece un gesto solemne, pero sólo está recuperando el aire perdido entre el cansancio, las heridas y el acecho del sol. No le sorprende que las nubes le hayan tenido piedad. No se ven las heridas allí, tan alto, pero él sabe que ese sol ya no será el mismo. Luego mira la costa por última vez y se lanza a atravesar el pozo. Saldrá, horas más tarde, a las ramas caídas del alerce desplomado y a sus raíces que señalan el cielo, como si de una culpa se tratase; a la plaza que vio nacer su guerra y al caminante que pasa por la vereda opuesta, que lo mira y lo confunde, sin demasiada importancia, con una estatua más.

domingo, 30 de agosto de 2020

Un canto turquesa


Defendé.
El fino hielo que filtra las hélices embestidas,
(púrpuras en tropel de saciedad),
de nuestras remotas ambiciones acabadas.

Defendeme.
No quiero pisar el otoño sin mojarme,
una vez más,
en los siniestros anzuelos que me quitaron
del río antepasado.

Defendelo.
Del suelo ennegrecido de fiestas plisadas,
(¿ocuparon ya el recodo de todos sus miedos?),
del filo, del canto, del bordellano antevalente,
y desplegá en sal
y para siempre, 
vuelos hundidos de espectros en flor. 

Defiendo.
Hechicería amargamagenta y salto en viento,
saciedad de miedo y música de fe en el hielo,
defender y resbalar
un canto turquesa de sol en cuerpo.

sábado, 29 de agosto de 2020

El laconismo de una sílaba sin vocal


Un pique corto. Un giro que justifique el tener ojos. Un paso de revés al tiro ya anunciado. Un salto figurativo que haga descender al terciopelo de esa voz. Un arrodillarse en lo más almíbar del llanto que suena por detrás de esa puerta. Un hendirse de pliegues que escalonan para siempre y con mucha lentitud el filo del párpado mirado. Un responder desde el hielo del desalme y un atravesar el picaporte con el laconismo de una sílaba sin vocal. Un fundir de rodillas contra el piso en lo más sonoro del desguace ambivalente que se mece en esa garganta. Un ir de volver mintiendo y un reflejo tan cerrado que confunde puerta, piso y confesión de lluvia próxima, como si toda mirada fuera rayo y todo lo amado acabara en tormenta.

viernes, 28 de agosto de 2020

La fiebre incolora del dragón afónico


Cierra la puerta de su casa y camina hacia la plaza. 

Nunca vi el sol entre los árboles de la costa, tomándole la fiebre al agua que se descubre incolora en el borde, agitada como un temblor de labios murmurando. 

Parado en el centro de la plaza, con las manos en sus bolsillos, cuenta la cantidad de luces que se encendieron hace minutos y el número es la mitad de todos los dedos de su cuerpo. Puede avanzar, entonces. 

Debería saber hundirme en el agua y lograr que el sol no repare en mi. Luego debería saber encontrar la costa sin agua y poder sentarme en la orilla a simular un árbol frondoso. 

Llega a la baranda despintada del final de la plaza y apoya sus manos. Mira la costa cercana. La cantidad de dedos que lo aferran a ese caño no es exactamente la misma que la cantidad de luces que se han encendido. No puede avanzar, entonces.

Miro al cielo de la plaza entretejido de árboles y ninguna luz se ha apagado. Siento horror, miro mis manos sobre la baranda. Son solo nueve dedos. 

El sol conversa con la luz número 9 y le sugiere que coopere si acaso valora su brillo. La luz, de un amarillo cálido, se pone fría de los nervios y tiembla, siendo confundida con una vela por un caminante que pasa por la vereda opuesta. 

Debo llegar hasta los árboles de la costa y pedir ayuda. Abrazarme a un tronco y dejar que la savia rehabilite mis nervaduras decadentes. Nadie le está tomando la fiebre al agua de la orilla y al descubrirse incolora puede que estrelle sus labios en las rocas perdiendo la voz para siempre. 

Desciende por la pequeña barranca de la plaza, dejando atrás la baranda despintada. No quiere mirar hacia el cielo, pero escucha conversaciones y el juego de luces resultante se alterna en tonos de amarillo pálido entre sus pómulos. Sus dientes apretados le dan la razón y él la guarda en su garganta. 

No quiero volverme. No quiero mirar. No hace falta. Muevo mi mano izquierda en el bolsillo y el dedo índice se ha ido. El pecho se me oprime y debo hacer un enorme esfuerzo para impedir que mi cabeza haga cuentas. La costa aún está lejos, pero creo imaginar que los árboles se estiran con disimulo para indicarme que siga. 

El agua de la orilla por primera vez en su vida siente un mareo. Una sensación extraña. En cada suave entrada en la costa rocosa cierra los ojos para no sentir ese vaivén que le revuelve el estómago y, al retirarse, contiene la respiración para evitar la náusea. El árbol más cercano a la roca que está a la izquierda de la rama partida en tres que yace a la derecha del árbol más al frente de la parte izquierda de la costa, nota un vapor muy leve que se alza del agua que llega a la orilla. No lo duda, fiebre, se dice con preocupación en sus tallos. 

Ahora escucho una conversación que deliberadamente quiere ser oída. La luz número 5 cederá a las amenazas del sol y voy a perder inevitablemente otro dedo. Espero, contengo la respiración, noto el parpadeo en la plaza que me circunda y luego el reflejo amarillo pálido que se retira. Junto a eso, mi meñique derecho desaparece e instintivamente cierro la mano, acariciando con pánico el muñón recién nacido. 

Ocurre luego lo inesperado. Un alerce de brazos robustos y mirada lejana, hundida en un horizonte de esperanzado atardecer por llegar, se desploma con la solemnidad del renunciamiento histórico de un cometa que ha decidido dejar de orbitar el sol. La plaza guarda un silencio retórico que deja escuchar la espuma del agua afiebrada en la orilla. 

Entiendo. Miro el pozo gigante que dejó abierta la caída y entiendo. Las raíces desnudas del árbol caído desafían con palabras sordas a lo que habite el cielo. Si pudimos con esto, podremos con todo, parecen decir. Y yo entiendo. Debo sumergirme en el pozo abierto en la tierra desgarrada y llegar desde ahí hasta la costa, logrando que el sol no repare en mi, luego sentarme en la orilla y desde el disfraz de un árbol frondoso, calmar la fiebre del agua en la orilla, tratando de que no se vea incolora. 

Lo último que ve en la plaza el caminante que pasa por la vereda opuesta, es el reflejo de un sol que filtra por entre las ramas caídas del alerce los últimos rayos de una cólera violeta, logrando un juego de luces que el caminante interpreta como las sombras chinescas que representan a un dragón ya afónico. 

Luego de esto, todas las luces se apagan y la fiebre baja.


(Ver)

miércoles, 26 de agosto de 2020

Estar abrigado


Las ocho de la noche en punto.
Se cierra la puerta izquierda del seno embebido de cielo y envuelto en una bolsa demorada de anarquías.
Llueve en la ciudad.
Hijo de un biselado gigante que clava repetidamente su emocionada pierna en un mercurio hecho lago.
El tránsito continua demorado en la zona.
Indefenso de potestades agrias y giros de ecuanimidad hilvanada de escarcha. Sollozar jugo de fresas como si una tormenta de escepticismo se abatiera sobre el lago.
Se esperan neblinas por la madrugada.
Más tarde, el seno apura sus anarquías revolviendo el mercurio y simulando una voracidad que podría beberlo todo.
Continuamos con nuestra habitual programación.
Indefenso frente al hijo, siente clavarse la emoción como si ahora el resto de las puertas conversaran con las ventanas por venir. (Rezan, ruegan y alaban al santísimo cristal de la transparencia desenmarcada por el último trueno que levantó espejismos en las orillas.)
Tiempo inestable por la noche, mejorando por la mañana.
Abre la puerta derecha y el jugo de fresas se avalancha y le cincela las nubes del cielo embebido en un estacionamiento del cuello. (Biselados breves que van siendo tostados bajo la mirada ardida de un mercurio concéntrico hasta el mareo.)
Ocho minutos pasaron de las ocho en punto.
Tormenta que esfuma risas de acento lacustre mientras sus giros de ecuanimidad zurcida de glaciares van bordando una lencería de encaje gélido al seno que ya cierra sus puertas.
Se esperan ráfagas de viento.
Lo importante es estar abrigado, le dice, mientras pone a hervir las anarquías y tira por última vez la bolsa a la marea alta del lago. Mercurio sonríe mientras traga.
Vamos a una tanda.

Su realismo


Se resistía a llamarla nave. Siempre le había parecido una palabra ligada a la infancia, o a las películas y libros. A cualquier cosa cercana a la fantasía y alejada de lo real. Real era una palabra que lo enamoraba en secreto, por eso casi jamás la usaba. Decir que algo era real era como develar el nombre de una amante. Solía mirar con íntimo desprecio a las personas afectas a la fantasía en cualquiera de sus formas. Ficción era lo mismo que mentira y todo eso lo envolvía en un incómodo lugar moral en el que nunca quería sentarse. 
Tocaba el vidrio de la escotilla, esa piel mitológica que los mantenía vivos en un espacio en el que no sobrevivirían ni un par de segundos si no fuera por esa nave y su estructura. Real, claro que era real, no había cohetes aquí, ni naves, ni fantasías. Había lógica, sustentada en todos sus infinitos cálculos reales. Esa misma que ahora le permitía viajar y mirar el espacio cara a cara, sin fotos ni videos, sin ficción. 
Había otros nombres, más serios, más formales. Llamaban de tantas formas a lo mismo que al querer nombrarla al vuelo se mareaba. Módulo era uno que le gustaba. Sonaba seca, despojada y real, sin florituras de afiebrados que imaginaban por no poder realizar.


Desde su lugar, el campo parecía un manto verde que se ondeaba en el viento. No era llanura. Era un juego prolijo y ordenado de suaves lomas que degradaban ese color en varios tonos. El sol contribuía y casi daban ganas de recortar el paisaje y enmarcarlo. Pero si no lo hacía era porque, así de bucólico, carecía de interés. Se imaginó caminar, bajar hasta el sendero de ripio, mirar el fondo del camino, apuntar sus pasos y perderse en una deriva... y entendió, en forma inevitable, que no volvería a ponerse de pie. 
Su lugar era el cielo. El recuerdo más lejano que tenía era una tristeza que lo hacía llorar por las noches, tapado hasta la cabeza y tragándose las lágrimas para que no vieran su almohada mojada. Y el motivo era tener la seguridad de que él pertenecía al cielo. De alguna manera sabía que en el cielo había una fiesta perpetua, alejada de toda la dolorosa realidad que lo ceñía para siempre en la rutina inexplicable de que el pasto fuera verde, el agua clara, la tierra marrón y su casa una lápida habitada. Todo era igual siempre. Siempre. En cambio el cielo variaba constantemente, de color, de temperatura, de luz, de ánimo. Era obvio que allí había una fiesta. Pero algo había pasado con él. Algo malo, algo desgraciado. Y se lo habían olvidado en la tierra. 


Luego de ese ruido a desgarro, seco y metálico, que todavía le lastimaba los oídos, no quedaba mucho. Las comunicaciones inutilizadas y oxígeno para algunas horas. Lo real era que ya no sería uno de los primeros hombres en descender en Marte. Y era real también que ya no volvería a la Tierra. Repitió "descender en Marte" y se rio dentro de su casco. ¿Cómo había podido tener esa estúpida fantasía?, si ni siquiera podía decirlo en voz alta sin sentir vergüenza de que alguien escuche. Bastaron unos segundos de silencio, mientras su cuerpo se perdía en una deriva, para que catorce años de vida perdidos en una preparación se cayeran detrás de sus ojos, como una cascada de agua sucia que se desploma para descubrir que sólo tapaba la nada. 
Lloró. El único alivio que se podía permitir, a manera de consuelo, es que jamás encontrarían ningún rastro de él para increparlo. Toda su equivocación se desharía junto a su cuerpo cuando la gravedad finalmente lo hiciera caer en alguna atmósfera. Había envenenado con una fantasía delirante su amor secreto por lo real, creyendo que podía llegar mas allá de la tierra que lo merecía. 
Ahora era sólo una fantasía flotando. Algo que se habían olvidado en el cielo.

martes, 25 de agosto de 2020

Acecho de partida


Le ayudó a subir las valijas al tren. Alrededor todo era inminencia de viaje. Ese sonido siempre difuso de motor en acecho de partida. La gente se aquietaba de a poco y cada cual ocupaba su lugar, arriba o abajo del destino. Algunas risas, algún intercambio último, ecos de conversaciones que se diluían en el brillo de las vías. 
La miró sentada junto a la ventanilla. Su gorra gris puesta y los ojos duros de un frío triste. Podría detenerse el mundo o fallar el sol al salir, pero si había algo imposible era que no se fuera. Pensó en el silencio un rato largo y sólo una breve idea le recomendó quebrarlo.
—Cuando llegues allá haceme un favor. 
La mirada inmóvil le preguntó en silencio. Y él contestó
—Cerrá los ojos y sentí mis manos en tu espalda.
—¿Para qué?
—Para saber cuánto duele la distancia.
El silbato del guarda se les enredó en la mirada y el movimiento del tren comenzó a arrastrar sus emociones. Él caminó por el andén para dejar la estación. Llevaba sus manos en los bolsillos y comenzaban a dolerle.


lunes, 24 de agosto de 2020

Tan mezquino el sol


Un bote. Mïnimo, exiguo. Cáscara de madera que apenas contiene dos personas sentadas frente a frente. Una es ella. Y el otro, rema. Ella mira los brazos ondulantes de él. Él la va a matar cuando lleguen al centro del lago. Ella nunca fue testigo de un atardecer tan rápido, tan mezquino el sol cayendo a plomo como indiferente. El reflejo del lago sumerge los ojos de él en una ceguera que expande su aliento a la par de las ondas en el agua. Ella mira los remos sincrónicos. Imagina que tornan en algún dios y detienen el bote reclamando una justicia que ella tampoco sabría enunciar. Debajo de su cuerpo en contacto con la madera, el mundo se mece. No es posible creer que el camino a su muerte sea tan suave, tan disimuladamente apacible, tan de estela de agua en atardecer cálido de lago solitario. Sabe que no hace frío, pero siente los brazos congelados. Se pregunta y se responde, es la sensación anticipada de caer al agua. De la piel desenvolviéndose del alma. Él gira la cabeza hacia atrás. Está calculando el centro del lago. Su vida se mide en remos. El borde del horizonte tiene ahora ese azul profundo que introduce la noche próxima. Es su color amado. Lo agradece como si alguien le hubiera puesto un abrigo sobre los hombros. Quizá sea su imaginación, pero le parece que él se está apurando. Las entradas y salidas de los remos en al agua más agitadas. Gotas de lago salpican desde esos movimientos y se cuelgan de sus piernas. Se está apurando. Su respiración es más fuerte y más agitada. A pesar de que sabe que no tiene ningún sentido, imagina escenas cinematográficas en donde se salva de muchas maneras distintas, cada una más inverosímil que la otra. A cada una la enfrenta a los ojos de él y se le van diluyendo. Mira los tres muelles conocidos, referencia eterna para atravesar el lago, y entiende que el centro, lugar buscado por su profundidad, debería estar casi por debajo de la oración que ahora está rezando. Los remos se detienen.

domingo, 23 de agosto de 2020

Ya no retrato


Él.
Sin nombre declarado.
Con un tiempo desordenado de miradas.
Dentro de un fragor blanco y cielo.
Sumergido siempre
en jirones de elegías inconclusas.
Y otorgado
al frágil fanal luciérnago del llanto más opaco.
Manifiesta.
Haber calado el universo.
Mordiendo la negra médula de Dios.
Y haber bordado con rojos hilos de su ADN.
Las iniciales falsas de su nombre cierto
en donde termina el infinito yo eterno.


sábado, 22 de agosto de 2020

Una cadencia de dejarse hacer


Como si el flash, en vez de iluminar la escena la creara. Miraba la ruta por delante, mientras manejaba, y sus ojos causaban ese flash que pintaba una escena. No le sorprendía. La imagen era lo estrictamente necesario para que esa parte del universo siguiera girando. La noche había terminado de caer y las pocas luces a los costados de su viaje eran como los números de un reloj que le marcaba lo que le faltaba de viaje. Las manos sobre el volante acariciaban el tiempo, lo apretaban, le pedían imposibles en el silencio de ese contacto. 

Cartel verde, la estación de servicio apenas iluminada, doblar la calle a la derecha, camino de tierra, luces amarillas colgadas como animales replegados en la altura, las zanjas de agua estancada a ambos lados, las veredas de tierra con manchones de pasto, casas somnolientas que a esa hora vaciaban el olor de las cenas ya acabadas. Detenerse en la puerta verde. Antes de apagar los faros del auto dejó que esas luces destaquen el brillo perdido de la puerta, esa pintura de vaya uno a saber qué año, vaya uno a saber qué miles de roces y qué miles de lluvias. Vaya uno a saber cuántos miles contactos de sus manos la habrían abierto. Y la de esta noche, una más, se dijo al bajar del auto.

El aire del verano embriagaba. El perfume apenas dulzón de las plantas que rodeaban las casas parecía ser una de las columnas que sostenían la belleza de la noche. Otra columna era el canto de los grillos. Y otra la paz del lugar, quizá, que había aprendido a suspenderse sobre el pasto húmedo de las veredas sin aplastarlo. Por eso caminó hasta la puerta verde sin hacer ruido, sintiendo cómo ese aire le permitía ser habitado. 

En el jardín, el flash regresó provocando la escena por delante. La superposición era casi exacta, la escena generada y la real, allí delante. Sus padres sentados cada uno en su sillón, los brazos a los costados, los rostros apuntando apenas un poco más alto que el horizonte. Se saludaron, como de costumbre, buscó su silla, como de costumbre, la arrimó al costado de su padre, como de costumbre, y un nuevo flash creó la siguiente escena. Las columnas de madera que sostenían la glorieta, totalmente cubierta por plantas enredaderas, seguían con varias tiras de juegos de luces de navidad. Prendidas. Había también restos de guirnaldas de papel brillante de colores enredadas entre las plantas, restos, pedazos que aún sobrevivían a las lluvia y los vientos. La escena creada por el flash también coincidía con la real, quizás alguna luz menos o algún color algo más desteñido. 

Era octubre, pero las luces y adornos ni siquiera eran del último diciembre. Es más, ni siquiera eran de una navidad. Eran, solamente eran. Y formaban parte de sus flashes conocidos. Nunca se quiso preguntar por qué sus padres jamás desarmaban todo eso, si se suponía que era para acompañar una navidad o un año nuevo. Tampoco se los quiso preguntar. Cada vez que pensaba en el tema tenía la sensación de que si le daban esa respuesta, repentinamente todas las luces se apagarían para siempre y el jardín entero moriría reseco, yermo. Sus padres eran definitivamente algo que había crecido en ese jardín, con sus sillones como macetas o plantaciones, sus luces de no navidad como el sol que los alimentaba y sus guirnaldas como la biblia que regía la dirección de sus miradas. 

Su mamá canturreaba en voz baja, ladeando un poco la cabeza cada tanto, como si de un compás regido por el parpadeo de las luces se tratara. Hacía ya largos meses que no lo reconocía por su enfermedad, o que lo confundía con un hermano suyo, fallecido en la guerra. Pero al final, de alguna manera impensada pero posible, había aceptado su presencia ocasional en la casa. Era un extraño que de vez en cuando debía estar allí. Aceptaba, quizás, el mismo sinsentido que le daba sustento a la existencia de las luces de navidad sin navidad. También, quizá, dentro de su pensamiento ya roto para siempre, entendía que tampoco convenía desarmar la presencia de ese extraño cada tanto en el jardín, por más que no fuera ni su hijo ni parte de su familia. Al fin de cuentas, todo le era extraño a un tiempo y nada le resultaba ajeno en otro momento. Y en el filo de cada estadio alternado estaba la verdadera mujer consciente caminando sin apuro hacia el día en el que las luces de su navidad se apagaran para siempre. 

—¿Comiste ya?
La mirada de su papá era otro flash que creaba una escena. Un par de ojos verdes hundidos, húmedos, que eran el remedo del pasto en las veredas del verano. Y, al igual que éste, habían aprendido a sostener cierta paz sin ser aplastados por el canturreo triste a su lado. Sin embargo esta escena recreada por el flash era cada vez un poco menos fiel. En la escena real, los ojos se iban cerrando en una cadencia de dejarse hacer. 
—Sí, papá, comí en casa, no te preocupés. 
El siguiente flash indicaba siempre un suspiro largo durante el cual los dos miraban el alrededor en silencio. 

Pensó en su auto, estacionado afuera, con el motor enfriándose de a poco y pensó también, con una seriedad que casi llegó a asustarlo, si realmente se había bajado de él o si aún tenía el cinturón de seguridad puesto. Pensó si había apagado las luces, esas que sí debían apagarse porque el viaje ya había terminado. Y pensó también que si saliera a la calle para comprobar si en realidad él todavía estaba sentado en su coche y si las luces aún estaban prendidas, ya no volvería a entrar a la casa. O peor aún, comprobaría que en realidad jamás había salido de aquella casa.

viernes, 21 de agosto de 2020

Setenta y cinco


Llegó hasta la iglesia buscando un crucifijo que le fuera propio. Sin ánimo de discutir con nadie, se acercó al agua bendita y tiró tres monedas en el recipiente de mármol grisáceo. Necesitaba bendecir un deseo recurrente. En medio de todo ese desánimo ocre, en el cual parecía flotar continua una nota musical única y sostenida, emanada de un órgano casi inaudible, giró varias veces su cabeza para encontrar señales. Alguna cruz, lo sabía, debía llevar su nombre. Luego de una hora y cuarto de buscar se sentó en uno de los bancos de madera y lloró despacio. Cruces sobraban en ese lugar, pero él desconocía su nombre. 

Ese aeropuerto era el sitio más desabrigado que él hubiese conocido. Los pisos olían a algún tipo de bebida alcohólica que no llegaba a identificar. Sentado en esa fila de bancos interminable se dio cuenta de que bastaba quedarse quieto un rato para volverse de caño blanco y vidrio. Todo era blanco y vidrio. Pero él no conocía de bebidas alcohólicas. El aire se llenaba continuamente de palabras que salían de parlantes. Imposible imaginar que alguien le hablara a él, que no era de caño ni de vidrio. Se miró las manos. Su piel estaba agrietada. Sabía que no todos los fríos eran iguales y no todas las pieles abrigaban. Ella llegó caminando, con una sonrisa colgada, desde el medio mismo de ese piso blanco e infinito. Llevaba un abrigo colgado del brazo y la sonrisa. Seguían sonando las palabras en el aire cuando él notó el crucifijo colgando en su pecho. 

Le costó convencer al conductor del autobús que le permitiera descender allí, en lo que para cualquiera menos él era el medio de la nada. Con su bolso colgando del hombro se quedó mirando la ruta, por donde el autobús se alejaba. Cualquiera que lo observase podría pensar que estaba esperando a quedarse solo, sin chapas ni motores rumiando en la cercanía. El olor del campo lo abrigaba con algo dulce que no podía identificar. Flores, animales, o el sol vibrando contra el pasto abandonado. Una brisa le entremezclaba recuerdos entre los párpados y le daba lo mismo el año que cualquier calendario le informase. Abandonó la ruta y comenzó a caminar entre el pasto alto y salvaje. Sobre su cabeza, pájaros siempre ajenos se graznaban mutuamente sin nombrarlo jamás. Nunca repararían en él, que no era del campo ni tenía alas. Se miró las manos. Su piel tenía el color del mármol grisáceo de un deseo recurrente, ya agrietado. En medio de esa aparente soledad inflamada de presencias, giró varias veces la cabeza buscando señales. Suspiró, el calor comenzaba a recordarle todo lo que le sobraba. Luego de una hora y cuarto de caminata vio el leve montículo de tierra, apenas asomando como un color irreverente que desafiaba el verde continuo. Llegó hasta él caminando con el paso desnudo de quien pisa sobre agua bendita. Sobre la tierra apilada se erguía una cruz de madera desvencijada, sostenida más por el olvido del tiempo que por los clavos. Él se arrodilló. Grabado en la cruz había un nombre, pero no podía leerlo. Pasó entonces su mano acariciando la madera y comenzó a leer cada surco de cada letra con cada grieta de su piel. Las cavidades se hermanaron y el nombre se le hizo carne. Ahora podría volver.

Poco antes de retomar la ruta, el último pájaro de la tarde lo sobrevoló y él alzó la mano a manera de saludo, creyendo entender por fin su nombre en el graznido. Luego siguió caminando. El sol comenzaba a entibiar el crucifijo colgado en su pecho.

jueves, 20 de agosto de 2020

Claraboya


—Mirá que venir a encontrarte acá, en el puerto... 

No sé si fueron los puntos suspensivos o la sirena, que por enésima vez me avisaba que ya todo estaba ardiendo, pero se me quedó colgada la frase girando en el vaso, vacío ya de ginebra. 

—Te tengo que ser sincero, sí, no veo por qué mentir, la verdad es que te hacía ya muerto. 

En una hora y cuarenta zarparía un buque llevándose tres valijas que contenían sólo aire. En cada control sospecharon y le abrieron todo y le hicieron cantidad de preguntas, cada vez más incisivas. Pero nada ni nadie prohibía despachar valijas absolutamente vacías. Sin embargo, el fuego que ahora arrasaba desesperadamente todo, podía complicar las cosas. 

—Quizá no debí venir... —sirena de diez segundos— ... asustando al hermano de Leopoldo que todavía sigue allá, en Bahía Blanca. 

No sé si reconocía a la persona sentada enfrente. La que me estaba hablando. Le miraba el pecho y su respiración agitada parecía ser el alimento del fuego allí afuera. 

—Vos sabías que te iban a buscar. Supongo que te lo habrás imaginado más de una vez. 

Mientras escuchaba, pensaba qué tan difícil sería poder nadar en el vaso vacío que tenía apoyado en la mesa. Debería pedirle al mozo otra ginebra y luego intentar el cruce a nado. Quizá, pensaba, las llamas del puerto acabarían por complicarle el viaje hacia la otra orilla. Y quizá, también, la cara del otro sentado allí enfrente no terminaría de entenderlo del todo. Pero la oferta no dejaba de ser tentadora. Más ahora que ya había amanecido. 

—Mirá, por lo de Nora no te preocupés. Yo ya le dije a Alberto que hasta acá llegamos, ¿viste?, ¿me entendés, no? Al final pasa que... —sirena de doce segundos— … cerrando todo el asunto sin que Nora diga nada. Es siempre lo mismo, ya sabés. 

Me pregunté muchas veces cuál de todos los amaneceres iba por fin a detenerse, pero al final la respuesta era que sencillamente nunca habría pregunta. Y mi noche y mi memoria y siempre el fuego cubriendo todo a mi paso, como si de una respiración tan necesaria se tratase. 

—¿Amsterdam, no? 

El silencio que produjo el otro sentado enfrente lo dejó deliberadamente solo con el sonido del crepitar de las llamas. Era muy claro que no podría hablarle. La sirena no permitiría que hilvanase más de dos o tres sílabas. Un verdadero sinsentido el intentar hablar. ¿Qué es Amsterdam? Siguió mirando el pecho que respiraba fuerte delante, al otro lado de la mesa y el vaso, y se limitó a asentir con la cabeza. Eso no fallaría. 

—Y claro, es lo mejor. Te digo que lo pensé muchas veces, ¿te acordás cuan… —sirena de nueve segundos— … y rompimos el cielorraso para colocar la claraboya, pero igual no funcionó. 

Esa palabra saltó del fuego como si fuera un fantástico animal herido que salva su cuerpo de las llamas en el último instante previo al amanecer. Claraboya. Debería de levantarme de la mesa del bar y salir a la calle llevando esa palabra entre las manos. Claraboya. Podrían entenderme los que no entienden ni mi fuego ni mis sirenas ni mis tres valijas vacías si acaso les llevo la palabra claraboya entre las manos y les explico. Creo que esa es la solución. Lo único malo es que voy a tener que admitir que les mentí. Las valijas que despaché no están vacías. Contienen aire, pero eso no es una obviedad, porque tampoco es cualquier aire. 

En las tres valijas me llevo todos los vuelos de mi vida en los que fui ala. Si se lo piensa bien, no ocupan mucho espacio, no fueron tantos. Quizá, con la palabra claraboya entre las manos, es decir, una ventana en el techo, puedan entender que yo no puedo dejar mis vuelos entre todas estas llamas. Y no puedo dejar ningún ala a merced de estas sirenas que lo aturden todo. 

—¿Entonces te quedás allá, no? 

Se paró mirando al otro con los ojos húmedos, emocionados. El otro, sentado allí enfrente, pensó que al fin le iba a hablar, pero sólo se limitó a darle un abrazo muy fuerte y largo, mirarlo profundo a los ojos, acercarle el vaso vacío delante del pecho y murmurarle algo inentendible acerca de “buscar tu propio cisne blanco” y salió a la calle.

miércoles, 19 de agosto de 2020

Tus féretros omnívoros


Demostrame
que el renglón más parco
de todos los papeles enterrados,
en el altar de tu nube prodigiosa,
no ofende tu íntimo color manso
en el escaso ajedrez del sumo hielo
donde todo tu vital ardor
fue níveo y encerrado.

Y firmame, encriptando el soy
que si lacero en perpetua alabanza
y destiño en simulacro encallado
al más puntual de tus féretros omnívoros,
filigranado con cicatrices enarcadas
de espinas de rosas de iniciales talladas,
recorrer podré 
el manso rojo margen
del papel que escarcha en peón y alfil,
en críptico alunizaje parco,
y llegar al renglón exacto
en donde estará el adiós más sordo
de todo mi pasado.

martes, 18 de agosto de 2020

Dibujan nada


Poner a secar las plumas un rato.
Dejar que escurran todos los adjetivos que sobran. Ver cómo el sol les delinea sustantivos decentes. Sentir cómo los verbos chorrean y las gotas dibujan nada en la tierra del piso. 

No es necesario decir tanto

Hace falta mucho más silencio que tinta para que el acto de la escritura cobre sentido.
Confío en el secreto del sol. Jamás ha hablado y sin embargo lo sabe todo.
Le confío a él mis plumas. Y a sus rayos les pido dorar mis letras a juego lento.

lunes, 17 de agosto de 2020

Si hubiese nadado un cisne blanco


Pidió una ginebra y dejó la mirada fija en la madera de la mesa. Los sonidos del bar, adormilados, le daban el anonimato que necesitaba. Sin mirar, sabía que la ventana a su derecha dejaba traslucir el azul pálido que relataba rítmico el amanecer, ese mismo que elegía no mirar, y que elegiría no detener. 

El vaso con bebida se posó delante de su cara. Varios metros más allá de la ventana que no miraba, una secuencia conocida de memoria empezaba en la vereda, seguía en el puerto y terminaba en el río. No le interesaba. El agua ya se había llevado sus ojos. Vació el líquido del vaso y una sirena cercana acompañó el ardor descendiendo a su estómago. 

Cuando posó el vaso, con un leve ruido seco a madera, en la mesa, miró el fondo deshabitado y la voz le habló por última vez.

—Si dentro del vaso hubiese nadado un cisne blanco, la única forma de continuar tu vida hubiese sido atravesar el sueño del vidrio y despojarte, nadando junto a él en círculos hasta que la noche cubriese por completo toda tu memoria. Luego, al sonar la última sirena del puerto, hubieses besado al cisne deshaciendo pluma por pluma cada vuelo negado en el que fuiste ala.

Terminó de escuchar con las manos entrelazadas, como en un rezo involuntario. Miró por la ventana. El puerto se despabilaba con movimientos leves y sonidos familiares.

Aún no lo sabía, pero ya no detendría ningún amanecer más.


(Ver)

domingo, 16 de agosto de 2020

Última


Corrió a través
del campo 
                    minado
para escuchar atento
cuando volara en pedazos
su cuerpo 
                    de estrellas fugaces,
cosidas 
                    con escamas de pez
en una tarde de junio.


Llegó hasta el árbol,
de una altura 
                        subterránea,
de unas ramas pálidas,
y cuentas de collar barato
                        en el sagrado 
                        lugar 
                        de los frutos.


El árbol le regaló una sonrisa
y él le entregó 
                            la última carta, 
con una mano temblorosa
                            (no es fácil volar en pedazos,
                            a cada paso 
                            posible,
                            y llegar entero, 
                                                aún 
                            con ambas manos).


Abrió la carta, 
con ramas torpes,
y leyó 
                    por fin 
la última poesía. 
Sus cuentas de collar 
                    viraron al ocre
y una emoción de savia 
                    desbordada
cristalizó un 
                    gracias 
jamás dicho.


Ahora volver sería 
                    el fin. 
No hay suerte que repita sus dados.
Todas las minas que esperan 
                                        su paso
tienen la paciencia infinita 
                                        del que nació 
                                                enterrado.


Recuerda el último 
                                    verso
y se lanza a correr 
                                    atravesando el campo.
El árbol busca la última rima,
y cuando escucha el último sonido
                                    lejano, pero 
                                                            obvio
encuentra lo triste que rima 
                                    emoción con explosión, 
y guarda la última 
                                    carta
rodeada de una cálida 
                savia amarga.

sábado, 15 de agosto de 2020

Tres golpes


—Pasá, todavía no estoy durmiendo.
Fueron tres golpes en la puerta, pero después el silencio.
—Pasá...
El silencio.
Se levantó de la cama, incómodo, y se acercó a la puerta. Dudó un instante antes de abrirla. Tres golpes, los había escuchado. Abrió. No había nadie. Quizá no lo habían escuchado a él. 
Volvió a la cama. Esperó. 
Pasos que se detuvieron frente la puerta. Tres golpes.
—Pasá... no estoy durmiendo —en un tono de voz más fuerte.
Nuevamente silencio.
Se levantó de la cama y se vistió, algo más incómodo. Llegó hasta la puerta y esta vez no dudó, la abrió y salió. Ya estaba seguro de que no habría nadie detrás de ella.
Fue en busca de su esposa. Pasó por la cocina. No estaba, pero el agua de la pava sobre el fuego hervía. Apagó el fuego y levantó la pava, no le quedaba agua, se había evaporado. 
En ese instante se apagó la luz del baño. Esperó que su esposa salga y pase, quizá, por la cocina. Silencio. Ningún sonido. 
Fue entonces al baño y abrió la puerta. El agua fría de la pileta corría, la canilla estaba abierta. Prendió la luz y miró en derredor. Estaba vacío. Corrió la cortina de la bañadera. No había nada allí. Cerró la canilla, apagó la luz y salió. 
Al cerrar la puerta volvió a escuchar tres golpes, nítidos, en la puerta. Empezaba a notar rara su respiración. Volvió a abrir la puerta, despacio, tanteando muy suavemente la llave luz. Nada. No, nada no... El cepillo de dientes de su esposa estaba caído en la pileta. Tenía dentífrico puesto. Pero recién, al cerrar la canilla eso no estaba ahí. 
Salió del baño. Al cerrar el picaporte notó que le temblaba la mano. Se alejó por el pasillo, necesitaba sentarse y pensar. 
Miró uno de los sillones del living, pero cambió de idea y regresó al dormitorio. Se dijo que, quizá, si regresaba a la cama todo volvería a la normalidad. Entró al dormitorio y se sintió cómodo, el paisaje era familiar. Del otro lado de la cama había una mujer tapada y durmiendo. Bueno, su esposa, claro. Suspiró con cierto alivio, estiró los brazos y sonrió un poco de su propia locura. 
Se sentó en la cama, se quitó las zapatillas y, al darse vuelta para meterse bajo las sábanas notó que la cama estaba nuevamente vacía. Su esposa, o quien fuera que hubiese estado acostada, ya no estaba.
Se quedó sentado en la cama. Ahora el silencio le empezaba a doler en los oídos y las palpitaciones de su corazón lo desconcentraban. ¿Ahora llegarían los tres golpes en la puerta nuevamente? Por la ventana que daba al balcón vio a su esposa fumando un cigarrillo, apoyada sobre la baranda y mirando la ciudad. 
Pensó en llamarla, pero también pensó en que el sonido parecía estar traicionando las percepciones. Pensó en acercarse, abrir el ventanal y salir al balcón, pero también pensó en que los espacios parecían estar traicionando también las percepciones. Probaría entonces con la vista. Quedarse mirándola, sin intervenir, hasta que algo ocurra. 
Tres golpes en la puerta. Se tomó la cara con las manos. Esto derribaba su estrategia. Si iba hasta la puerta para abrir, con toda seguridad no habría nadie y al volver su esposa ya no estaría en el balcón. Si no atendía la puerta, corría el riesgo de no enterarse de algo importante. Quizá crítico. Algo en su cabeza, algo probablemente enterrado en una memoria muy lejana y tangencial, le decía que esos tres golpes eran parte de la clave de todo esto. 
Se le ocurrió otra cosa. Un atajo en la realidad. Iría primero al balcón para deshacer (o no) la imagen de su esposa y luego, sin nada que perder ya en el balcón, atendería a los golpes de la puerta. 
Se levantó de la cama. Comenzó a caminar hacia el ventanal que daba al balcón. La alfombra bajo sus pies parecía arder ante sus nervios. Al tocar la puerta que daba al balcón, tres nuevos golpes en la puerta. Y ahora una voz.
—Soy yo... abrime.
Inequívoca, la voz de su esposa. 
Se volvió rápido a mirar al balcón. Ya no estaba. La baranda y la lujosa vista de la ciudad en la madrugada estaban solitarias. Quizás había logrado lo que se había propuesto. 
Caminó por el dormitorio hasta la puerta. La abrió. No había nadie. 
Sintió el pecho apretado y los ojos húmedos. No se avergonzaría por reconocer que estaba a punto de llorar. Pensó en ir hacia algún lado, el que sea, pero al dar un paso reparó en un papel tirado en el piso. Escrito. Lo levantó y leyó:
"Ayudame, por favor. toqué algo sin querer en el Tiempo y descalabré la linealidad. Ahora tengo un Tiempo intermitente y desordenado. Necesito que me lo recompongas... por favor."
Respiró muy hondo y suspiró con un alivio que le bañó los nervios con cierta calma.
Fue hasta el garaje, ahí donde tenían la Máquina. Observó varias lecturas, controló algunos números, revisó varias pantallas, y luego hizo lo habitual: un golpe, detenía el tiempo; segundo golpe, restauraba la sincronía; tercer golpe, reanudaba el tiempo. Volvió a revisar algunas cosas más y sonrió satisfecho. Todo funcionaba. 
Regresó al interior de la casa y pasó por la cocina. Su esposa ponía la pava en el fuego. Al entrar lo miró y se le iluminó el rostro. Corrió con pasos cortos y lo abrazó fuerte. 
—¡Gracias! —exclamó emocionada su esposa.
—De nada... pero me diste un susto mortal. 
—Perdón. Pero... ¿qué pensaste?
—Bueno... pensé lo peor. 
Ella lo miró a los ojos preguntando en silencio por ese miedo.
—Pensé algo terrible. Pensé que me estabas dejando.

viernes, 14 de agosto de 2020

Imágenes apócrifas y letras imposibles


Un papel escrito pegado en una pared.

Bordes rasgados, viejos, doblados en parte o arrugados por alguna lluvia. 

Letras y palabras de distinto tamaño y color. El fondo amarillento que contiene texto. También dibujos monocromáticos.

A metros de ese misterio que todavía lo mantiene unido a una pared descascarada, pasan autos, colectivos, personas. A metros, por las noches, el viento mece las ramas de los árboles en soledad y la sombra, provocada por los faroles de la calle, baila negra sobre el papel amarillento agregando imágenes apócrifas y letras imposibles. 

Hay varios jirones del papel que fueron arrancados, dejando una especie de hendidura desgarrada en forma de un triángulo muy cerrado. Nadie sabe ni recuerda qué manos fueron. Y las que fueron, tampoco recuerdan haber estado junto al papel escrito pegado en esa pared. Son gestos distraídos, al pasar, mientras se conversa o sólo tentándose en tomar una punta suelta de un papel pegado en una pared y tirando. 

Junto con esas tiras finas o medianamente finas que rasgaron y luego dejaron caer al piso, extrajeron letras de lo escrito en ese papel pegado. Quizá también alguna línea de algún dibujo, pero ahora eso no tiene importancia. Aparentemente faltan unas siete letras en total, sin contar una hache que habría quedado por la mitad y no estaría siendo tomada en cuenta. 

Si bien se mira ahora, lo que expresaba ese papel escrito pegado en esa pared, casi sigue siendo totalmente entendible. La propaganda humilde y casera de algún servicio local se sigue entendiendo, más por contexto que por tener todas sus palabras completas. 

Sin embargo, lo importante, lo realmente importante, es que las siete letras que faltan, contenidas en esos jirones arrancados al azar vaya uno a saber cuándo y por quién o quienes, correctamente ordenadas forman el secreto nombre de Dios jamás revelado a la humanidad. 

Hace cuatro meses y veinte días que Dios está parado en la vereda de enfrente a la pared en donde está ese papel escrito pegado. Su aspecto no es el mejor. Por suerte, obviamente, nadie puede verlo, pero su cara demacrada acusa la grave preocupación. No sabe si esas letras fueron quitadas por el azar o por... Y si no fueron por azar, está en problemas. 

Ahora espera, parado inmóvil día y noche frente a esa humilde pared descascarada, con la vista fija en ese papel escrito pegado en ella. Sabe que si fue el azar, probablemente nunca pase nada más. Pero si no fue el azar, puede que el mismo que se llevó las siete letras arrancadas regrese. 

Dios sabe que ya ha perdido el secreto de su nombre. Pero en ese papel casual, pegado al descuido en una pared descascarada, también están las letras de su apellido. 

Y yo lo sé.

jueves, 13 de agosto de 2020

La conciencia que nunca conoció el perdón


En las ruinas del sueño llora agua bendita. Cree que al despertar lo aguarda el amanecer de un rostro, el desprolijo azar de algún cuerpo físico que recibió el abstracto don de la existencia. Llora, mientras el sueño se va desenroscando hacia el final. ¿Salir de la amorfa fortuna para simular el canto límpido de un cielo nuevo? Las ilusiones lo recorren por dentro, son el sonido que le envaina cada vena del alma. Se ve claro, sano, fuerte, se ve en el espejo de su sueño que ahora agoniza para dar paso a la conciencia que nunca conoció el perdón. 

Lo daría todo. Hasta la vida daría por nacer. Se ve flotando en un equívoco y el pánico le aconseja olvidarlo todo. Demasiado peligro. Demasiado frágil ahí fuera. ¿Cómo mirarme cuando no sé en qué estrella caen mis lágrimas? ¿Cómo saber si estoy vestido para la ocasión, si aún no encuentro mi cuerpo? Pero todo se acelera y una breve asfixia introduce el fin del sueño. Todo acabó allí. Ahora el sonido y la luz son presencias que le definen una forma. El contorno interroga al espacio y el universo admite un sabor más. No lo sabe, pero está experimentando toda la felicidad de la que es capaz. Lo dio todo por haber nacido, aunque no sabe de rostro, ni de azar desprolijo, ni de formas límpidas o abstractas. Las ilusiones, que le alquimian un alma en taquicardia con furia de signos vitales, le esconden lo trágico. No se ha vestido para la ocasión, pero no lo sabe.

Antes de que el sueño vuelva y el equívoco lo deje pensando alguna eternidad más, escucha palabras y frases a su alrededor que derraman toda su agua bendita en una ruina de tristeza inabarcable, "malformación", "inviable", "sin posibilidades", "dejarlo vivo", "sacrificarlo", "cosas del campo", "cruzas impuras", "lástima", "llora" y llora su regreso al sueño en ruinas. 

Desabrochar la ilusión y colgar el canto en el hueco que el silencio forma. 
Frío. Cerrar los ojos.

miércoles, 12 de agosto de 2020

Un gato negro que jamás gritó


Anda por la ciudad helada buscando el grito de esa luz que surca algunos laberintos. Lleva en su bolsillo una cuenta, una suma que no es exacta. Se asoma en las camas de los hoteles y levanta las almohadas una por una, cuidando que esa multiplicación nunca le dé cero. Debajo de ellas nunca una luz. Sacude los puentes que unen a la ciudad con su derredor cerrando los ojos para atrapar el grito, mientras le permite a la luz que escape ilesa de sombras, pero nada. Se sienta a conversar con siete estatuas de cinco plazas que habitan cuatro barrios de tres manzanas cada uno, y todas le niegan la luz. Y tres veces la niegan, sin que ningún gallo cante. Apenas un gato ronroneando sobre el pasto mojado. Un gato negro que jamás gritó, pero le oculta cierta luz rápidamente entre sus párpados, arañando el telar del tiempo a esa hora de la madrugada. Salto, entonces. Llega al edificio y llama al ascensor. El ascensor le responde que ya es muy tarde y que subir es algo que debe esperar un deshielo. En la terraza, dentro del tanque de agua, el reflejo de la luz ondea en formas concéntricas que hacen del grito un mantra de geometría despiadada. Trepa por la escalera de incendios mientras el ascensor llama por teléfono al gato negro que surca laberintos veloz, casi sin tocar el suelo. Trepa y llega a asomarse por la baranda de la terraza. Dentro del tanque de agua la luz tiembla, abrigando al grito del frío que lo dejaría afónico. Subido al tanque de agua, saca la cuenta de su bolsillo, una suma que da un número que no es el mismo que la cantidad de anillos concéntricos que hacen del grito un mantra. Pero ahora que los encontró, puede contarlos. Del otro lado del tanque de agua se asoma el gato negro. Lleva sus ojos cerrados (toda precaución es poca en estos casos, le dijo el ascensor) y acaba de arañar el telar del tiempo logrando que ese bebé que gateaba por el borde del tanque de agua caiga adentro y se ahogue rápidamente, sin ruido, dejando que una cuenta que no es exacta flote entre el reflejo de la luz y el grito de la mujer embarazada, tres pisos más abajo, que acaba de dar a luz a un bebé.

Al darle el sol


Sos espejismo. 
Pájaro de plumas aceradas convocando al invierno en los túneles cavernosos de las arterias deformadas. Duele el sol cuando se replica tantas veces como desiertos hemos criado. 
Sos obnubilación de gas sabor almizcle en la aurícula que confronta con la malasangre. 
Decile al retorno venoso que ubique cada carcajada en su alvéolo correspondiente, porque yo no me voy a hacer cargo de lo hipertenso de tu júbilo al caer la noche. 
Desde el infinitesimal microorganismo, que aloja en uno de sus poros una pluma acerada que el pájaro dejó caer y que al darle el doloroso sol se convirtió en un alma, me dicen que ya nos vamos.

martes, 11 de agosto de 2020

Acercarse al cielo


El saco gris colgaba en el perchero. De su bolsillo derecho una fila continua de hormigas descendía hasta el suelo. 

(La percepción como tres tigres atrapados en el ascensor, desciende hasta la planta baja mientras retoca el color de sus manchas mirándose en el espejo.)

El agua de la pava hervía en la cocina, silbando un vapor desesperado que dibujaba la quiromancia de una nada futura en el aire. 

(La inclinación del espíritu presente dentro de la heladera lo lleva a agitar las cubeteras en busca de un particular detalle grabado en hielo que él espera interpretar para llegar al cielo.

Tres begonias de un rojo despilfarro, envidian el vapor inútil que se abraza cómplice con el aire. Miran su tierra seca y pensarían en la injusticia, si acaso fuera justo que pudieran pensar. 

(El adormilado enhebrador de coherencias temporales se despabila justo cuando el ascensor de los tigres se detiene. La percepción llega a la planta baja y el último retoque a las rayas negras queda a punto.)

La última hormiga mira el suelo desde el borde del bolsillo y duda en saltar. La fila continua avanza y la va dejando sola. Piensa en saltar. Piensa en terminar con todo y saltar. Luego piensa en sus hijos y retorna al bolsillo en medio de una sensación de ahogo en el pecho. 

(En el fondo de la última cubetera, la inclinación del espíritu presente dentro de la heladera halla un bajorrelieve en hielo que semeja a una hormiga cayendo.)

La primera begonia, llamada Amalia, observa a la primera de las hormigas que encabeza la fila en dirección a ella. El piso es el plano inclinado de la futura muerte de sus hojas.

(El tercer tigre de la percepción, llamado Rafael, camina por el pasillo y les hace una seña silenciosa a los otros dos. Uno de ellos acomoda la última de sus rayas y el otro le dice con la mirada que ya es posible oler el vapor del agua en la cocina.

La primera de las hormigas, llamada Soledad, comienza a trepar la maceta de Amalia. Desde el aire, el vapor de la pava despliega un espectáculo de fuegos artificiales quirománticos para prevenir a todos de la llegada de los tigres de la percepción.

(El enhebrador de coherencias temporales, ya despierto, decreta la muerte súbita por paro cardiorrespiratorio de la hormiga dentro del bolsillo del saco gris, colgado en el perchero, y la inclinación del espíritu presente dentro de la heladera toma al bajorrelieve de la hormiga cayendo entre sus manos y asciende al cielo, poniendo antes la heladera a descongelar.)

Soledad salta desde el borde de la maceta hacia la tierra reseca de Amalia. Pisa mal en el suelo agrietado y se esguinza un tobillo. Su grito de dolor paraliza a toda la fila continua de hormigas por detrás. 

(Rafael entra a la oficina dejando a los otros dos tigres de la percepción en el pasillo, jugando a adivinar desde qué piso se caerán los ascensores cuando todo termine. Camina hasta el perchero y se pone el saco gris. Nota que le queda bien y nota la hormiga muerta en el bolsillo.)

La heladera termina de descongelarse y el agua lo inunda todo. Amalia y las otras dos begonias flotan dando giros sin control, pierden hojas que caen al agua. Ciento treinta y dos hormigas que estaban en la fila continua perecen ahogadas mientras que treinta y cuatro salvan sus vidas subiéndose a las hojas caídas de las begonias y flotando. Soledad, sin poder caminar, siente cómo la tierra reseca de Amalia se va humedeciendo y espera que el agua fría calme la inflamación del esguince.

(Rafael, chapoteando en la cocina y cuidando de no mojar el traje gris, toma el vapor que deambula desmayado por el aire y logra meterlo nuevamente dentro de la pava. Guarda, luego, la pava en la heladera para que el futuro pueda parir sus nuevos signos de hielo. Secretamente, siente que su cielo se acerca.)

lunes, 10 de agosto de 2020

Se antoja de tierra seca


Siesta.
Espantar todo movimiento
dejando solo el girar del mundo.
Soplo
de vidas en aureolas de similitud
que regalan un cuaderno de horas
a esa sombra que fabrica minutos
a cada segundo.

Plano que le espera. Final.

Las hojas del ciervo acceden
a dar vueltas sobre su silla de caña
y el agua,
que se antoja de tierra seca,
baña el cuaderno en círculos,
relojes dibujados, 
plano que le espera, final
de aguja pasando por cero.

En jardín de esquirlas inmóviles
sólo bailan recuerdos. 
Y una sombra en bruto,
aterciopelado plano que le espera, 
final de giro en pico de montaña,
similitud de aureolas soplando,
regalo de vidas en siesta.

domingo, 9 de agosto de 2020

El parquímetro más arcángel


Era un oficio raro.
Caramelizaba sinsabores para mantener una glucosa moral a prueba de olvidos amargos.
Era de llegar temprano a los brillos de cuanta pupila derramase mentiras ciegas. Y cómo sorbía esos iris huérfanos de arcos, esquivando los horarios de carga y descarga pertinentes... Su mirada colocaba el frenesí exacto, en cada parquímetro de la cuadra indicada, para que la reserva de su estacionamiento alcanzara la fugacidad de una vida eterna. Bajaba del tren acicalando una estocada tan sabrosa como efímera en raíces de sabia esgrima. El vendedor de diarios callaba su nombre al caer de la lluvia, en el supuesto caso de reconocer los pasos a su espalda. 
Envuelto en un souvenir de recompensas místicas, se ponía de rodillas ante el ascensor que rezaba pisos como mandamientos. Elevarse. En la divinidad del brillo de cada pupila, él calmaba la ansiedad diabética de cuanto sinsabor cruzase su despacho. 
Llegaba temprano. Sorbía los iris. Esquivaba horarios. Caramelizaba. Paría mundos desmayados en atmósferas de melaza esotérica, irrespirable grito de "¡todos a cubierta!" expelido por la pupila del capitán más ciego en su mentira de oleaje más profundo. 

Era un oficio raro.
Hasta que la desdicha de su ala derecha rozó el pavimento amargo al bajar del tren. Sabrosa estocada que dejó para siempre la huella de una caída frente al parquímetro más arcángel de todos los estacionados. 
El vendedor de diarios callaba su nombre cuando se le hizo tarde por última vez y para siempre. El ascensor levó anclas al grito de "¡izar las velas!" y el último de los iris escapó del arco. El amanecer próximo, insípido, hallaría al capitán llorando cegueras en la cubierta de un mar asfixiado.

sábado, 8 de agosto de 2020

Paisaje


Anida vientos.
Molino de ceguera.
Descocer sinos de fuego.
Verde en soledades.

Aspas. Carecer de grano.
Mil siluetas de techos
y espigas hundiendo lo blando,
caucásico, derrumbe desaforado.
Descorrer mareas en manos.
Tibias.
En sillas de cartón
prensado de estío y piedras, 
arrecifan remolinos que mecen
asombros de cabellos idos. 

Aspas que se inviernan
a la lágrima del grano.
Acuestan, perdidas, cocidas,
dormidas en vientos.
Sino anidado.

Un pájaro a tiempo


También creo que puedo animar a alguien más, me dijo.

Surcaba la cortina de la cascada vuelto agua iridiscente en una mañana sin sol. Yo sabía que su tristeza desafiaría cualquier mínimo instinto de conservación, pero jamás pensé en el ánimo. Tampoco en los otros. 

Palpar el histrionismo de sus piernas huesudas, dándole de beber mínimas correntadas a cada braceo jadeante, no podía lograr otra cosa que una indolente piedad de parte de esa brutal altura vestida de agua. 

De verdad que salís al otro lado de la realidad. Puede parecer que uno se ahoga, pero en realidad cierra su respiración en este universo y comienza a respirar en el otro, me explicaba, mientras yo no podía dejar de mirar la toalla amarilla alrededor de su cuello. Tenía las puntas desflecadas. Como los párpados de su mirada. Como los restos de su espera. 

Sonrió. Miró al cielo y pareció correr algunas nubes con la mano, porque a la par de su cabeza en alto se asomó un sol desteñido, desinteresado de toda tristeza. 

Nadie vuelve, le dije un día. Y él, con la pretensión de unos ojos iluminados, me respondió: precisamente por eso quiero ir. No te entiendo, repliqué casi molesto. Quiero ser el primero, finalizó. Luego de eso la tristeza le borró todos los rasgos del rostro y dejó que la lluvia resbalara a gusto sobre la nada. 

Parados en lo alto de la cascada. El ruido del agua burlándose de la altura y nosotros como dos astillas de carne en medio de un mundo feliz de su azul. No te voy a volver a ver, le dije. Yo voy a volver, me dijo su tristeza casi interrumpiendo, y vas a ver que el que no va a estar sos vos. 

Luego simplemente abrió los brazos y se dejó caer hacia atrás. Yo cerré violentamente los ojos para imaginar un pájaro a tiempo y quedarme con esa imagen, sin embargo el ruido del cuerpo al chocar con el agua la deshizo. 

Abrí los ojos. Inexplicablemente no lo recordaba, pero tenía su desflecada toalla amarilla en mis manos. Era cierto. Iba a volver.

viernes, 7 de agosto de 2020

Ich liebe dich


Decía palabras tan graves como usufructo o auscultar, o a veces desmembramiento. Se subía a caballo de ellas para sentirse más alto en la conversación y poder cabalgar desde ese sonido a seguridad. Escucharlo era temer que alguna letra tropezara y, por efecto dominó, tumbara a todas las otras, dejándolo mudo de gravedad, desnudo de articulaciones y condenado a la llaneza de simples sílabas con vocales. 

Mientras hablaba, yo miraba su garganta e imaginaba una maquinaria de relojería, infestada de engranajes que chasqueaban consonantes y sincronizaban la entrada y salida de cada letra con un esfuerzo que bordeaba continuamente el colapso. Porque, por más circunscripto que se le escuchara decir sin demasiada perturbación aparente, había en sus ojos un permanente miedo a que lo primitivo escape. Ocultar un impresentable mamá con un dilapidado progenitora no podía mantener por mucho tiempo una psiquis medianamente sana, por más que le agregara una semisonrisa y lo disfrazara de mi querida progenitora, como un alarde vagamente literario y epistolar. 

Obviamente, casi sobra decirlo, se enamoró de una mujer alemana. Simplemente la escuchó hablar y sus oídos no dieron crédito a tanta belleza de consonantes atravesadas. Miraba esa boca como si fuera el manantial mismo de la vida eterna. Intentaba de a poco reproducir esas palabras, movía sus labios junto a ella en una mímica que era el pináculo de todo el amor que podía sentir por alguien. Aprendió a leerle los labios sin darse cuenta y en menos de un mes se quedó afónico por ese esfuerzo desmesurado, ese bordear el colapso continuo. La maquinaria de su garganta crujía y se retorcía en sonidos repletos de obstáculos. Si antes el poder incluir un modesto sincretismo en alguna conversación le hacía tragar saliva satisfecho, ahora, la más sencilla de las palabras de su amada lo llevaban a un altura retórica y emocional de verdadero vértigo. 

Sin embargo, desconocía un muy triste detalle que determinó su final. Su amada, enamorada también al fin, estudió muy rudimentariamente un par de palabras, sólo un par, en el idioma de su amado. Con el mejor de los sentimientos y llevando su lengua de la mano del corazón, estudió una declaración propicia para cuando llegara ese momento especial que ambos habían iban acercando a su relación. 

Cuentan, entonces, que esa noche, con las bocas muy juntas y las pupilas alimentando el natural fuego fatuo con el que pensaban envolver sus vidas, llegó el momento de la declaración verbal de lo que ya ambas pieles sabían hasta la llaga. Pero, y aquí la tragedia, en el momento en el que él esperaba el celestial sonido de ese ich liebe dich de labios de su amada, ella lo sorprendió con un entusiasmado, aunque fatal por lo bochornosamente llano, te amo.

Al instante su corazón se detuvo. Toda la maquinaria de su garganta acabó por colapsar y un sorprendido médico de rutina estampó el irrelevante "falla multiorgánica" en el certificado de defunción, sin estar para nada convencido de haber entendido la causa del deceso. 

Hoy, recordándolo aquí, frente a su lápida, advierto un sencillo detalle: le hubiera encantado ver ese impronunciable Q.E.P.D. bajo su nombre.

jueves, 6 de agosto de 2020

Sin beso por delante


Airado de ala y corriente 
en aire de hermetismo,
de giro filigranado,
entrega su óleo al amanecer
deshojando colores como honras
que caen al parir forma y ceguera
cuando,
salir al celo del lienzo aturde;
cuando,
los labios del pincel se estrellan,
sin beso por delante,
en un maniático derrotero
de esa piel peregrina que se dibuja
sola
a sí misma.
Así
el último de los colores
será la tierra sobre su memoria.

La felicidad es un lienzo blanco
que lleva su firma 
por toda estirpe.

miércoles, 5 de agosto de 2020

Infancia en su lugar


Durante la infancia, madre tomaba cada juguete mínimo o desarmado y lo alzaba delante de sus ojos mientras decía que esto va acá y marcaba su lugar, supongo que para que yo lo recuerde y más tarde ya no tuviera que levantarlo ella. Supongo que nunca lo recordé, porque para cuando pude levantar las cosas solo, resultó ser que ya no había juguetes. 
Me preocupaba mucho que no advirtiera si algo estaba desarmado o entero. Todo era ubicado en su lugar, estuviese como estuviese. Algo era una pieza y algo era algo entero, pero el lugar era el mismo. No advertía mi trabajo al desarmar las cosas. Tampoco advertía si ese desarme acababa con algo roto. Tengo que admitirlo, solía ocurrir, pero esto va acá y su mano subía y bajaba mientras la palabra ordenado se mezclaba entre las otras repetidas, o conocidas. Esperando el momento en el que dijera cómo hiciste para desarmar esto, yo no prestaba atención a lo que madre decía o pretendía enseñar. Yo también enseñaba, pero ninguno de los dos aprendía. Había que esperar que madre terminara de jugar con su orden para que luego yo pudiese mirar mis juguetes y sentir un orgullo solitario por mis avances. Ella sentía un orgullo, creo que también solitario, por su orden que siempre acababa armado. Y yo hacía silencio. Sabía que le gustaba el silencio porque cuando venía gente ella repetía mucho la palabra calladito. Pero ordenado, no. Tampoco desarmado. Calladito. 
Una tarde levantó un auto al que le faltaban las ruedas y lo miró. Y yo pensé que finalmente iba a ocurrir. Que las próximas palabras de madre iban a reconocer mi trabajo. Sin embargo lo dejó en el suelo y se puso a llorar. Se agarró la cara con las manos y terminó de sentarse en el piso. Lloraba. Lo primero que pensé fue que había olvidado el lugar en donde esto va acá y eso la había puesto muy triste, pero luego lo volvió a tomar y se lo llevó al pecho, repitiendo un nombre entre lo que lloraba. Yo estuve por decirle que no estaba roto, que solo estaba desarmado, pero entendí que era mejor hacer silencio. Calladito. También entendí, mirando sus manos apretarse el pecho, que no se lo iba a poder arreglar. 
Luego de ese día, todo siguió en su lugar. Pero nunca más fueron juguetes.

martes, 4 de agosto de 2020

Hablar de Marco


Lo que yo sentía, claro, era que nunca había existido. Pero cómo decirlo en medio de esa penumbra y esa aglomeración de desconciertos superpuestos. 
Habitación tras habitación se repetía la escena. Paredes amarillas, luz esquiva, suciedad invisible pero palpable, acumulación de telas, almohadas, cuerpos semimóviles o directamente quietos, algunos dormidos. Esperando. Borrando con los ojos abiertos lo imaginado a ojos cerrados. Los roces de telas y pieles aturdía el oído con espanto. 
Nunca había existido. Pero la pregunta era otra, en todo caso, ¿quién había existido?
—¿Lo busca a Marco?
La mirada era vidriosa, rodeada de una piel amarilla más allá de las luces enfermas. El pelo era un matorral de geografía descompuesta en los claroscuros de las sombras pálidas que lo ocupaban todo. Miré sus manos, tomándose la cintura como si se hubiese traído a sí mismo caminando a través del pasillo estrecho. Los párpados caídos me hablaban de cansancio, resignación o simplemente quitar un estorbo del medio. 
Creo que le hablé desde ese medio.
—Lo busco a Marco.
Y junto a las cuatro palabras, como si alguna coordinación fuera necesaria, descorrí apenas mi saco para que los ojos vidriosos pudieran ver la culata del arma en mi cintura. Los párpados bajaron aún más, precisamente hasta ese lugar en mi cintura desde donde él tendría que recomponer su aparente calma y aplomo.
Se quedó un rato pensativo, mirando el suelo, y luego abrió los brazos levemente. 
—Todo lugar como este necesita un Marco, cualquiera lo sabe, pero eso no significa que Marco exista. Ni mucho menos que usted pueda encontrarlo. 
Centré mi oído en las habitaciones. Voces de mujeres, alguna tos, susurros, respiraciones agitadas interrumpidas casi al ras. Pasos cortos, leves. Roces de tela y piel creando abismos a cada latido de deseo. 
Todo lugar como este. La frase me resonaba sin resolverse. Si bien era un intento esquivo, me devolvía a la realidad un tanto peor de lo que había llegado. 
—Se llame Marco o no, está acá y quiero que venga. 
Y luego de verlo contener la respiración agregué:
—Ahora.
Volvió a bajar la mirada al suelo y agregó una sonrisa de dientes ennegrecidos. Pasó su lengua por los labios y midió lo siguiente con un cierto deleite.
—Nada de esto existe. No está parado en este pasillo ni hay luz sobre nosotros. Ningún cuarto nos rodea y nadie los habita, menos mujeres, por supuesto. Y menos trabajando, claro está. Ya lo sabe. Ya ha visto que no ha visto nada y que esta hora de su vida nunca se vivió como tal. 
Hizo una pausa. Los ojos vidriosos volvieron a buscarme. Y terminó:
—Entonces ahí está. Ahí tiene a su Marco. Ya lo ha encontrado. Encontrar a Marco es admitir que no existe. Solamente así se lo puede encontrar. 
Bajé la cabeza, hice un gesto leve con la mano, algo así como el borrador de un saludo desganado, y me di vuelta para desandar el pasillo hacia la puerta de calle. 
Lo que había existido, lo que existía y lo que dejaría de existir se fueron conjugando entre mis pasos y el roce de tela, piel y revólver. 
Al llegar a la puerta me di vuelta con el arma en la mano y le apunté a los párpados entornados. La primera bala sorprendió a Marco, la segunda pareció convencerlo y, para cuando terminé de vaciarle el cargador, Marco era definitivamente lo más real que había en todo ese lugar.
Con los ecos de las explosiones todavía tropezando por el pasillo siempre sucio, cabezas de mujeres se asomaron como aves mudas y espantadas desde distintos huecos y puertas. Miraban el cuerpo en el piso y miraban mi cuerpo aún parado junto a la puerta. 
Entonces encontré la forma de decirlo, la que buscaba desde hacía tanto tiempo. 
—Todo esto existe y es real. Tanto como el cadáver de Marco ahí tirado —les dije señalando el cuerpo con el arma aún empuñada—. Lo único que de verdad no existe más es mi hija. Pero creo que ahora descansa en paz. 
Cerré la puerta al salir, detrás de los susurros. La noche era preciosa.