sábado, 12 de septiembre de 2020

Un cariño vuelto sepia


La música, repetitiva dentro de su cabeza, le rebanaba la concentración como si una máquina cortadora de fiambre feteara su cerebro y le impidiera unir las ideas. Debía verse concentrada por fuera, fría, rígida, pero lo real era el caos.
Haber tenido que subir las valijas al tren ella sola. Haber tenido que caminar bajo esa llovizna sin ningún gesto. Haber esperado alguna palabra que apagara esa maldita música. Él y sus tiempos de miradas y mansedumbres que dejaban un campo devastado de decepciones alrededor.
¿Estaría ya el tren en marcha, habría algún motor con la voluntad de moverse?, no podía escuchar nada. Afuera de su ventanilla, y más allá de la mirada de él, todo parecía inmóvil a pesar de que había figuras en movimiento. La música lastimaba por dentro, esa sierra que le pedía que por favor cegaran todos los sonidos y callaran todas las luces para que su tren se la llevara.
Se acomodó la gorra gris, el único detalle de íntimo placer que se había permitido en ese atardecer de partida. Su gorra, ese regalo que no era de él, si no de alguien siempre lejano que ahora flotaba por delante, en ese punto en el que las vías paralelas se juntaban. Ese alguien que sabía ordenar armónicamente la música del caos que lloraba en su mente.
Lo miró un instante, parado en el andén, las manos en los bolsillos. Hacía largo rato que él elaboraba alguna cosa para decirle, podía verlo, era obvio. Y al sentir esa familiaridad la envolvió un cariño vuelto sepia que la hizo dudar del viaje. Era bastante posible que dejara ese asiento duro y bajara, con sus pies sonriéndole a los escalones del vagón para abrazarlo. Podía esquivar un poco esa música de espinas y acariciar alguna idea distinta. Quizá. 
—Cuando llegues allá haceme un favor —dijo él—.
Entonces la sierra que se arrogaba la música tortuosa se partió. Con ese sonido seco, también su idea de descender terminó. Si él ya daba por supuesto que había un viaje y una llegada, bajarse del tren sería un grito inocuo.
Lo miro en silencio, preguntando lo obvio.
—Cerrá los ojos y sentí mis manos en tu espalda.
—¿Para qué? —replicó ella sin ganas—.
—Para saber cuánto duele la distancia.
Por acto reflejo ella orientó los sentidos a su espalda. Estaba allí, pegada al respaldo del asiento del tren que ahora hacía sonar un silbato porque estaba a punto de arrancar. Pensó por un segundo en dejarla, en viajar sólo frente, en despegarse de su espalda y tirarla por la ventanilla, cerca de las manos de él, para que nunca se entere, para que nunca lo sepa, para que la distancia sea siempre un reloj atrofiado, incapaz de decirle a nadie algo acerca del tiempo. 
Pero finalmente, ya con las ruedas del tren girando, pudo más ese cariño sepia que le hizo tomar esas manos de su espalda y arroparlas en su regazo. Mientras las acariciaba, comenzaba a mirar el paisaje nuevo por la ventanilla. La música se iba aquietando.

(Ver)

4 comentarios:

  1. Cuando leí "Acecho de partida", me quedé pensando en ella. Ahora tengo la otra parte. Me pregunto si existe alguna despedida plenamente liberadora, sin indicios de quiebre.

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  2. Le respondo: no.
    Pero no está mal. Con cada quiebre nos reproducimos, replicando algo que ya estaba quebrado. Se me ocurre que lo que nos libera es ver lo semejante.
    Gracias por pasar.

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  3. Se me antojan vías de tren olvidadas, dibujadas en la nieve por osos inmóviles que despiertan de su sueño aletargado tras varias horas de nevada ininterrumpida y cruzan sus huellas rompiendo el silencio en pedacitos de hielo gris... solo nos queda cerrar los ojos y recordar el futuro. No podía ser más oportuna esta lectura. Una coincidencia, sí.

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    1. Gracias, Amiga. Conocí y disfruté de esos osos inmóviles, con unos ojos prestados de luz inigualable. Recordemos el futuro, pero recordemos también que los trenes regresan...
      Un abrazo.

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