miércoles, 9 de septiembre de 2020

El arte y la gravedad de la rima


Enterraron el grito en la crema.
Era blanco, como la soga que usaron para descolgarse desde los cimientos del fuego que hacía gemir la huerta.
Blanco, como la suma de todos los colores del rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Que era blanco.
Y la crema goteaba desde la huerta hasta el techo de tejas del hotel que alojaba el rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Que enterraron.
El fuego conversaba con la crema y ella le pedía que elevara la voz porque los gemidos de la huerta no la dejaban escuchar. Dentro del hotel, la soga blanca pedía una habitación doble porque esa noche esperaba a un nudo amante. El conserje la miraba y se preguntaba en silencio si no advertía que uno de sus extremos se estaba quemando y el otro se arrastraba manchado de crema.
Blanca, la crema.
Y cada comentario atrevido del fuego, que sonrojaba a la crema, hacía que ésta se derrita un poco más, vaciando de a poco la huerta. En medio de este vacío de ángulos rectos, los cimientos se iban secando. Dejaban al fuego conversar con una indiferencia de labios partidos y columnas erigidas en material de ofensa.
Cuando la última estrofa de crema descendió por el arte y la gravedad de la rima, el techo de tejas del hotel no tuvo más remedio que dejar el grito al descubierto. El conserje salió corriendo y enterró el nombre que describía el rostro que alojaba la boca que soltó el grito.
Lo enterró en la huerta.
Luego, el grito se le anudó en la garganta. Y la soga blanca, que esperaba en la cama de la habitación, supo que iba a tener la mejor noche de toda su vida.

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