jueves, 26 de agosto de 2021

El deshielo de Dana


Su padre dejó el periódico sobre la mesa, con ese dejo de desprecio que siempre le provocaban las noticias de su país. Su años le daban ese tono de escepticismo frente a lo que se decidía informar y cómo. Pero hoy era algo distinto. El titular era grande, destacado y contenía en sus letras, aunque sin expresarlo, el sonido de los malos presagios.

Dentro de su casa sencilla, de colores claros y limpios, cualquiera que caminara por la sala de estar podía leer el titular que había quedado boca arriba en la mesa: “Llueve en Groenlandia por primera vez en setenta años. Un dato muy preocupante”. A su padre no le hacía falta leer la nota. Por su profesión sabía de sobra que el cambio climático tarde o temprano terminaría provocando esto. Y mucho más, por supuesto, pero este era un principio que alguna vez iba a llegar. Y ese principio había llegado.

—En nuestra tierra no llueve. En nuestra tierra nieva. Sólo nieva. Casi el ochenta por ciento del país es hielo. Acá nieva. Acá no llueve. La lluvia es para otros, de otros… Somos lo blanco, no somos lo transparente. Fuimos siempre la nieve eterna, una isla gigante, la más grande del planeta, de hecho, casi cubierta por completo de nieve.
Su hijo mayor se preparaba un café en la cocina y lo miraba de a ratos. Sabía que no le convenía intervenir en esos monólogos, pero también sabía que lo tomaba como interlocutor para decir esas cosas. De alguna manera necesitaba que él esté por ahí, aunque no responda ni participe.
—Y ahora llueve. Llegó finalmente la lluvia a Groenlandia. Lo digo y suena como si algún idiota enunciara que se apagaron las llamas del infierno y ahora soplan brisas frescas.
El hijo miraba por la ventana de la cocina. La parsimonia habitual de Nuuk y su gente, la ciudad capital que habitaban, parecía contener hoy ese barniz de asombro indignado que las palabras de su padre cargaban. Se les podía adivinar otra mirada, otro gesto mínimamente desviado en sus rostros.
Su padre se acercó a la cocina y también se puso a observar a la ciudad quieta por la ventana.
—¿Dónde está Dana? —le preguntó a su hijo mayor.
—Creo que en su cuarto, me pareció verla por ahí.
Luego los envolvió el silencio y el aroma a café fue el único sonido entre sus ánimos apagados en la tarde.

El padre entró en el cuarto de Dana y enseguida entendió que su idea inicial de conversar con su hija acerca del cambio climático y explicarle la importancia de lo sucedido sería un plan a abandonar. La conocía bien y tanto la conocía que podía adivinar que la posición en la que había colocado su silla de ruedas frente a la ventana significaba que Dana estaba habitando alguna de sus abstracciones. Eligió entonces acercarse en silencio hasta que, desde la distancia adecuada para no abrumar el momento con su presencia física, pudo verle la cara. Al mismo tiempo que una expresión de felicidad estática le modelaba los ojos y su boca se estiraba en una sonrisa, Dana lloraba.
Él reparó en la ventana que su hija miraba con una fijeza hipnótica y trató de ponerse en sus ojos para entender. No tardo mucho. Era algo obvio que a él, y quizás a la mayoría de los pobladores, se le había pasado por alto. Los vidrios de la ventana estaban completamente perlados de gotas de lluvia. Y eso era algo que ellos jamás habían visto en forma natural. Siempre la nieve. La nieve. Siempre. Lo blanco.

—¿Viste lo que pasó? —le dijo Dana sin dejar de mirar la ventana.
—Sí, hija… por primera vez en mucho tiempo resulta que…
—¿Viste que mis ojos pudieron imitar a la lluvia? —lo interrumpió Dana— ¿te das cuenta de que la ventana y mi cara están iguales, llenas de gotas? Yo no sabía, papá, yo no sabía que mi cara podía llover…
Su padre la miró. Se concentró en las lágrimas. Miró el vidrio de la ventana lleno de gotas. Algunas se deslizaban por el viento, otras se empujaban entre sí para caer.

Dana mantenía su cara inmóvil, como si quisiera contener tantas gotas como fuera posible, porque no podía saber cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera volver a lloverse.

Lo que había pasado


No hubo necesidad de usar dos días del almacén siempre escaso del tiempo para contener su nacimiento y su muerte. Con cinco horas y veinte minutos bastó. El almanaque no necesitó dar vuelta ninguna hoja. Sólo las agujas del reloj lo siguieron más o menos de cerca, contando desganadamente un transcurrir que les sabía inútil, aunque no dijeran nada por oficio y por piedad.
Quizá lo único cercano al amor que pudo entrever en su vida fueron las manos del veterinario que lo puso en ese cajón de madera que acondicionaron con paja. Y lo más cercano a una separación amorosa fue la mirada que el mismo le dejó antes de cerrar su maletín e irse del galpón.
No entendía el lenguaje hablado, algo obvio para un ser de apenas minutos de vida, pero alguno de sus sentidos, de comportamientos y resultados imprevistos debido a sus malformaciones, podía hacerle entender el significado de las vibraciones que sentía a su alrededor. Voces que duraron poco porque en seguida trataron de alejarse del lugar y dejarlo solo. Llegó a entender que “esto pasa a veces en el campo”, que “la gente es muy bestia, peor que los animales”, que “¿no lo van a sacrificar?, que “a mi me parecía que esa chancha no estaba normal”, que “es una aberración y habría que llamar al Padre Boris”, que “¿cómo pueden hacer esas cosas con un animal, no saben que puede pasar esto?”, que “el veterinario dijo que no puede tener sobrevida por los órganos”, que “déjenlo, pobrecito, que se vaya en paz”, que “a algunos paisanos habría que castrarlos, pedazo de bárbaros, no saben lo que hacen”. Y entendió también que nadie le hablaba a él. Casi nadie hablaba de él. Y casi todos sólo hablaban de “lo que había pasado”.
Él era “lo que había pasado”. Fue lo más cercano a un nombre que tuvo en sus horas de vida.
Si hubiera tenido algo similar a un ojo dentro de sus malformaciones, o sentido de la vista llegando desde algún lado, sólo hubiera conocido caras espantadas. Algunas rozando el asco y otras más inclinadas a la lástima. Hubiera pensado que esas eran las caras normales de las personas. Y si hubiera tenido un espejo a mano, hubiera entendido que él no era una persona. Tampoco un cerdo, si hubiera mirado a los que había alrededor. “Lo que había pasado” era algo intermedio que sencillamente no podía existir. Quizá, lo más parecido a alguna conjetura que llegó a concebir frente a su situación fue que probablemente había equivocado el lugar para nacer. Como si un salmón naciera en el nido de un águila. Eso, al mismo tiempo que lo ponía triste, le daba la alegría de pensar que en algún lugar existían muchos cómo él, que en algún lugar su cara era normal y su cuerpo era lo corriente y hasta deseado; y en algún lugar, que no era éste, sus órganos funcionaban con normalidad para una vida larga y no le provocaban estos dolores de desgarro que lo iban llevando de a poco a una inconsciencia de neblina.
Para cuando finalmente quedó solo en el galpón y ya no hubo voces ni movimientos, entendió que este último pensamiento era lo único que tenía en su existencia para aferrarse. Lo único que tenía sentido era encontrar su lugar, ese sitio en donde estuvieran sus pares y en donde podría sentir ese lujo de mirar y ser mirado. Y hasta quizá tener un nombre. Pero todo se le presentaba extremadamente difícil… tan difícil moverse, respirar, estirar un miembro era ver una lluvia de agujas torturándolo, ¿darse vuelta para erguirse?, imposible, ¿pensar en caminar y buscar ese lugar?… ¿Cómo? Necesitaría toda una vida para eso. Toda una vida, se dijo.
Y ahí entendió la respuesta final. Otra vida.
Y pudo alcanzar la paz.

viernes, 20 de agosto de 2021

Y otro color tienen sus ojos


La cantera parece un animal dormido, de piel áspera, de contornos limados por el tiempo. El aire que respira es la excusa microscópica del polvo para colonizarle la voluntad y convencerlo de permanecer sentado.

—Sé que a veces me duelen los pulmones, o el pecho, y sé que es la cantera preguntándose cuánto falta para tenerme entre sus brazos.

El sol está desarmado en pedazos de nubes bajas que lo distraen. La cantera no admite nada que no sea gris. Se mira la piel de los brazos y está seguro de que se ha vuelto cenicienta. O peor. Quizá son sus ojos los que ya no admiten otro color que no sea el gris.

—Van ocho días… ¿nueve?, no, no, ocho o…

Él lo mira. Gris. El pelo es una ladera de piedra más. Sólo el viento implacable, presente, constante y a veces rabioso, mueve las cosas que pueden moverse y dan un esquivo signo de vida.

—¿Tiene alguna importancia? ¿Y si fueran ocho años, qué cambiaría?
—Estaríamos muertos.
—Y ahora… ¿estamos vivos?

Él se para. Le duele la espalda y la cadera en una puntada que semeja una aguja que inyecta recuerdos de cuando todo alrededor tenía otro nombre. Y otro color.
Da unos pasos. Mover el cuerpo entre las corrientes de viento de la cantera es como admitirse una vela navegando. Y otro color tiene el agua.

—Ahora esperamos.

Él, mientras lo mira caminar con pasos lentos y doloridos, se da cuenta de que ha olvidado sobre qué está sentado. ¿Una piedra? ¿Una madera? ¿Una silla? ¿Una excusa que agota el aire? Esa espera que se dibuja en el vacío, cuando la palabra flota en el polvo, arranca una envidia muda de ellos dos que la perciben. Ella puede deshilacharse en lenguas de aire amable y abandonar el lugar cruzando el horizonte ese que ninguno de ellos puede alcanzar.

—A veces, carecer de encierro es la peor de las cárceles.

Se arrodilla sobre el polvo como si la cantera entendiese de rezos que nadie le brinda. Él recuerda que a veces, en situaciones de este tipo, se suele ejecutar algún tipo de consuelo, o palabra de estímulo. Y otro color tienen sus ojos.

Pero la noche coloca a la cantera en el útero tapizado de estrellas, y los cuerpos funden pieles con el gris, que ahora es negro y silencio.
Acostados contra una piedra de formas redondeadas, la sensación de contacto humano es similar a mirar álbumes de fotos familiares. Y hablarles a los antepasados. Y otro sepia tienen sus gargantas.

El viento, que no calla en ningún momento del día, logra el ridículo efecto de que sientan el beso continuo del polvo en los labios, como si la cantera buscara intimidad con la excusa de la noche.

—Mañana es el último día.

Él, aún callado e inmóvil contra la piedra, entiende que no debió de decirse eso. Entiende que, quizás, el aburrimiento es en verdad el verdadero demonio que aguarda paciente en el error dormido para terminar con todo. Y otro color es su mirada.

—Mañana no va a llegar nunca más. Siento decírtelo, pero la cantera ha plegado el tiempo y ha guardado el mañana bajo la última de las laderas grises. Nada volverá a transcurrir.

Él, que había comenzado a llorar como la reencarnación de un río ya muerto, entendió que, si le robaban el mañana, al menos necesitaba saber el último de los detalles importantes.

—¿Qué llegará primero, su voz, su luz o su final?

Él, aún inmóvil contra la piedra, tosió al sentir el irónico beso del polvo arrastrado por el viento en su garganta. Había dormido. O no. Estaba soñando. Pero despertaba para mirar al otro a su lado. Dormido. O no. Despierto y soñando que tosía para despertarse. Tosió otra vez y en ese instante ella le tocó el hombro.

miércoles, 18 de agosto de 2021

Emile Adam Zöieg

Q.E.P.D. 03/10/1929 – 29/02/2021

Nota: sabíamos que esto iba a pasar algún día. En toda la existencia de nuestro querido pueblo de Los Guanacos sólo hubo un redactor de obituarios. Por desidia, desinterés, o quizá celo profesional, jamás se le ocurrió formar a otra persona para esa tarea. Siempre fue el único. Y, tal como suele ocurrir en la vida, ahora ha muerto. Así es como nos encontramos frente a la insoluble circunstancia de redactar el obituario del óbito del único redactor de obituarios del lugar. Siendo que nadie en el pueblo es avezado en estas artes de la escritura protocolar, no tuvimos más salida que encargar el obituario de Emile a nuestro vecino Anselmo Apóstrofe, más conocido como “El Sátiro del Circunloquio” por dedicarse pura y exclusivamente a la poesía, o a lo que él cree que es la poesía. Pidiendo disculpas por anticipado a la memoria de Emile y a sus dolientes deudos, dejamos en este espacio el obituario confeccionado no sin antes aclarar que le rogamos encarecidamente y por todos los medios a Anselmo que trate de apegarse a los datos concretos del difunto, dejando un poco de lado su tan estimado vuelo poético. No hubo caso.


Emile, ¡oh, Emile! ¿Qué abyecta falta tan astrosa habrá acaecido en el obtuso Cielo para que Dios mismo mandase a evocar tu nombre?

A la tierna y luminosa edad de los noventa y un espabilados octubres, pues nos dejas. ¿Sólo a nosotros?, ¡pero no, qué va!, dejas a un pueblo todo flambeado en el dolor de la carne viva que es esparcida con cada gota de cada uno de tus magnos recuerdos. Lágrimas por toda lluvia. Llagas por todo sol. Dolor imborrable por toda memoria.

Aquel que en vida documentara, sin sosiego ni holganza alguna, todos los tristes óbitos que en nuestra amada comunidad sucedieran, hoy nos deja y en nuestros corazones sentimos que una afantasmada página en blanco se abre para siempre. Para nunca más cerrarse.

La vida de Emile ha desatado la fuerza inconmensurable de una oración perpetua que lo retrató todo, que lo documentó todo, que llevó cada nombre de cada difunto al paroxismo de la exquisitez literaria, puesto que sus obituarios conforman ya un género literario en sí mismo, el cual será objeto de estudio en un futuro no muy lejano; oración, decíamos, a la que esta aciaga interrupción vital, que algún advenedizo se aventurará a llamar “muerte” con todo descaro, no pone de ninguna manera un “punto final”, sino más bien una coma de pausa merecida y de angelical entonación por tu ya sacro nombre, oh, Emile.

Miro alrededor y el sol de este atardecer, teñido también de un astronómico ocre triste, ilumina cada mota de polvo de cada camino señero de Los Guanacos, convirtiéndola en una absorta multitud que ha perdido el habla ante tu trágica e imprevista partida. ¡Porque hasta el polvo de los caminos has podido retratar con tu iluminada verba magnífica! De más está decir, bienamado Emile, que tu muerte, ¡que no es muerte sino resurrección obnubilada de la luz y las letras todas!, que tu muerte, decía, y el pesaroso detenimiento de tu mágica pluma, cancela para siempre el impiadoso trabajo de la siempre obcecada parca. Sí, como lo han oído, como suena y como se siente en el centro mismo de nuestras dolidas almas: no habrá más defunciones en Los Guanacos, nadie más morirá porque éste habrá de ser el último de los obituarios que jamás escribiste, ¡oh, Emile! Si no está tu pluma, no estarán los muertos. ¡Si no están tus obituarios, no estarán los óbitos! De ahora en más, nuestro pueblo será El Pueblo de la Vida Eterna, y tú, adorado Emile, el Dios Padre Creador de ese paraíso prometido a lo largo de la historia toda. Y lo declaro, y va en ello mi honra y mi dignidad: ¡que nadie se atreva a tener el mal gusto de morirse sólo para deshonrar la memoria de nuestro recordado por siempre, bienamado como pocos y estimado por la eternidad, Emile Adam Zöieg.

martes, 17 de agosto de 2021

Veintisiete alforjas celestes


Ellos lucían los bordes de su precipicio como si se pudiera sazonar con luz el canto esmerilado de las voces pasadas. Y arropaban con hiperventilaciones de abismo seco a cada noche estrellada que solían servirse en cada cena.

Vos, sentada a escasos tres jirones de nostalgia de tu último banco de plaza moteado de excusas de lluvia, diluías cada sol de cada atardecer en una olla gangrenada de desfiles y pactos familiares revolviendo, con la importancia simple de una órbita espesa de ruegos, el ardor bronceado de un portarretrato cuajado de sonrisas (dientes blancos en formación de sadismo prolijo).

Ellos caminaban sin que la marea pudiese preguntarles nada, ladera arriba de sus gritos sofocados y con las especias repartidas en veintisiete alforjas celestes que formaban la palabra “limbo” si se las miraba desde el abismo correcto. Cada arista del vacío era cobijada con cuentos para dormir, en donde el vuelo de Ícaro triunfaba y en donde el sol era puesto de rodillas para consuelo del abismo. Mientras tanto, el rumor ocre de cada ola rompiendo en la tristeza de cada uno de sus pasos jugaba un dominó de sonidos con apuestas de espuma y algas como monedas de cambio.

Nosotros sacamos de las cuevas los espejos y los enfrentamos a todos con todos, logrando un infinito de bolsillo que lograra mantener caliente el café de la mañana. Pero, en la tercera cucharada de azúcar revuelta, el vigésimo séptimo espejo se quebró en llanto al recordar que su amor imposible supo ser una esbelta caña de azúcar. Los inequívocos siete años de mala suerte posteriores nos permitieron contar una a una todas las rocas ya sazonadas, y deletrear el derruido soneto contaminado de anáforas que formaban las veintisiete alforjas celestes.

Vos trozaste los cuartos traseros de la casa familiar y pusiste a gratinar un jardín entero de olvido que estaba estacionado en el parquímetro más recordado del freezer. Sonreías. Creías haber sincronizado cada uno de tus parpadeos con ese flamear de los caños de gas, y el crepitar del horno con la presión de los milimétricos insultos de tu madre ya desgajada. Supiste desencantar la rima de nuestros sonetos mientras el último jirón de la más celeste nostalgia simulaba desmayarse sobre el último banco de plaza. (¿Recordarás a tiempo que el precipicio empieza apenas tres horas después de que la plaza se duerme? ¿Entenderás a tiempo que el último verso del soneto compuesto por la alforja veintisiete nombra tu nombre nombrando la rima que te divorció de la lluvia?).

Yo te he llamado por teléfono y por desdicha, hasta que todas las antenas hirvieron de ansiedad. He visto el humo azabache de un horno cabalgando en el paroxismo de la cocción con caños de gas ondeando en la brisa (¿banderas de brasas en revolución de ceniza?). He visto al jardín entero enamorar al precipicio con los mismos cantos esmerilados de voces pasadas de sazón. Pero la luz huía, ultravioleta y ultrasensible al juego de dominó que ellos enredaban entre espumas y algas. Pero la luz huía, ultramar de tristeza que delineaba cada alforja inequívoca en cada especia de cada exquisito limbo.

Ellos aguardaron a que el viento del mar callara su monólogo de flamear cabellos y embriagar copas de pinos, y se sentaron a cenar. La primera porción de noche estrellada fue trozada y servida, usando el portarretrato de los dientes blancos como plato. El sol, un humilde salero que pasaba de mano en mano, llevaba en su corona la marca de los dientes de Ícaro.

Dentro de las cuevas, los espejos callan.
Y el teléfono sigue sonando.

lunes, 16 de agosto de 2021

Alan jamás hubiera hecho eso


—¿Quién es Alan?, le pregunté cuando al fin pude recuperar el aliento.
—No sé… quiero decir, se fue antes de que nadie pudiera entender qué era.

Quizás hubo otros síntomas antes, pero la primera vez que sentí la necesidad de pensar en la casa fue cuando quise colgar en la pared la foto que me acompaña desde hace algunos años. La que me recuerda que supe lo que era ser feliz, pero tarde. Imposible clavar el clavo. Primero pensé en mi torpeza con las herramientas, luego en un cemento muy duro y finalmente en algo que no llegaba a comprender. Reconozco que me empeciné, busqué un taladro de uso casi industrial y actué como si esa perforación fuera a devolverme algo perdido. Jamás pude pasar de remover apenas algo de pintura y material superficial.

—Imagino que de alguna manera habría un trato de vecinos, de ser de la zona, no sé… algo.
—Claro, por supuesto. Entiéndame, no digo que no lo conociera, digo casi todo lo contrario, o sea, que conociéndolo nunca pude saber qué era.
—Pero dice “qué” como si fuera un objeto…
—Bueno, sí... Esa era la sensación con Alan. Era muy difícil percibirlo como una persona.

Ese día guardé la foto en mi caja azul, junto a papeles y documentos. Algo, quizás una paranoia no reconocida, me insinuó que era mejor aislar a esa foto de esa casa. O simplemente fue guardar el objeto sin más, y estas conclusiones las saco ahora que ya conozco el resto de la historia.
Pero hubo más, como el dichoso tema de los colores de la pintura, por ejemplo. Aún recuerdo cuando el pintor me llamó preguntando de qué estaban hechas las paredes, porque no lograba que la pintura se fije hasta que, por probar, pintó de amarillo un rectángulo y ese quedó perfecto. ¿Amarillo?, le pregunté absorto del otro lado del teléfono. No admiten otro color, me dijo con tono cansado, mire, no sé de qué se trata pero tengo que terminar mi trabajo, así que se las dejo en este tono.

—Sí, claro, todos sabíamos a qué se dedicaba. Tenía plantación de girasoles. Pero eso era nada más que lo formal porque Alan se dedicaba a estudiar a esa planta. No sé, no lo traté tanto como para afirmarlo, pero podría decirle que tenía una verdadera obsesión con los girasoles.
—Hablaría todo el día de ellos, me imagino…
—Al contrario. En eso se notaba su problema. Cuando se le tocaba el tema se volvía esquivo, incómodo, desviaba la conversación… como si sintiera que estaba siendo forzado a revelar algo prohibido.

Finalmente el punto de inflexión fue esa noche en la que quise cenar y pasar un rato agradable con Sonia, a quien había conocido en la oficina de correos del pueblo, apenas un par de días antes. Sinceramente en ese momento no pensaba en la casa como luego estuve obligado a pensar. Sólo había una acumulación de extrañezas que, dentro de mi cabeza, se ubicaban en el estante de “cosas raras de la vida” y nada más. Sin embargo la idea resurgió con fuerza cuando, entre café y charlas, notamos que faltaba el aire. Primero intercambiamos miradas, como preguntando si “¿vos también los sentís?”, y sí, a ambos nos costaba respirar al punto de tener que salir a la vereda casi gateando y recuperarnos muy lentamente. Sonia, evidentemente más intuitiva que yo, se quedó un rato sentada en la vereda mirando la casa y recuperando el aliento. Al fin me dijo: “—Disculpame, pero yo no vuelvo a entrar ahí. Nos veremos en otro lado”.
—Lo entiendo —le dije haciendo una pausa larga porque necesitaba cambiar el clima— ¿Y usted?, me pregunto… ¿no?, ¿no se siente forzado a revelar nada?
—Disculpe, no le entiendo.
—Quiero decir, quizá mi insistencia en preguntar por este Alan, por conocerlo, por saber en definitiva quién construyó, y cómo, la casa que compré y habito, por entender estas circunstancias extrañas que suceden en ella, o sea… el conjunto de todo esto puede que lo lleven a necesitar contar algo que de otra manera callaría.
El hombre me miró como si fuera un ser lejano y mis preguntas llegaran desde otro tiempo. Metió sus manos en los bolsillos en un gesto de frío espiritual, miró la casa y miró el cielo. Y luego contestó.

Por mi parte debo reconocer que un insensato sentimiento de odio fue creciendo en mi hacia la casa. Y tan insensato lo sentía como mutuo entre ella y yo. Cada hecho inexplicable de éstos que conté, y que podría seguir enumerando largamente, mostraban una sola cosa: la casa no me quería allí. Era tonto, tan tonto que ni siquiera se lo podía contar a nadie sin que me creyese loco.
Hasta que ocurrió lo del sueño, otro punto de inflexión que finalmente me llevó a ese nombre y a la búsqueda de su historia. Fue luego de esa tarde en la que, bastante nervioso y ya bastante perturbado por toda esta historia, tomé la decisión casi vengativa de podar todas las plantas que había en el pequeño terreno que la casa tenía al costado, hacia donde daban los ventanales. Extrañamente nada raro sucedió y pude dejar el terreno limpio. Y sí, obviamente las plantas que había allí eran girasoles. Por la noche me fui a dormir y hasta sentí cierta paz, como si la paranoia fuera cediendo terreno al haber podido hacer algo con normalidad dentro de esa casa.
Duró poco. A mitad de la madrugada desperté en medio de una taquicardia salvaje que me obligó a tomarme el pecho con las manos intentando que el corazón no acabar por romper las costillas y huir. Pero eso no fue lo peor, lo peor fue la frase grabada y repetida en mi pensamiento como si se pudiera tatuar el lado interno del cerebro: “Alan jamás hubiera hecho eso”.

—Ya le dije que conocí a Alan hasta el punto de no entenderlo. Y claro, entiéndame usted, sólo por haber visto con mi propios ojos el accidente que acabó con su vida y que me da la certeza de que realmente murió, puedo contarle lo poco que sé, porque de otra manera me quedaría callado por siempre.
—Entiendo —dije secamente para que prosiga sin distracciones.
—Es todo muy complejo de hilvanar, pero es necesario saber algunas cosas para entender lo que usted quiere. Alguna vez, por sacar algo de charla y caer simpático, y sabiendo el fanatismo de Alan por los girasoles, le comenté que conocía la propiedad del heliotropismo, es decir la capacidad de ciertos vegetales de mover su tallo en dirección del sol. Él me miró con una mezcla de compasión y ansiedad, y me contó que eso que yo sabía era sólo un mínimo enunciado para algo que iba mucho más allá. Luego, se soltó y me comentó que sus estudios iban en esa dirección, que el heliotropismo en los girasoles no era una mera propiedad vegetal sino el desarrollo de una mutación que les estaba dando una especie de embrión de cerebro. Para ir al grano, él creía en que los girasoles estaban mutando de especie vegetal a especie animal, y que estaban desarrollando una especie de cerebro.
—Bien —le respondí— hasta ahí veo todo casi normal. Un estudioso con una teoría científica algo trasnochada. No es el único. Hay miles de “Alan” por ahí enunciando cosas así e incluso más delirantes.
El hombre, aquel vecino de Alan, que me encontró en el último episodio con la casa, cuando nuevamente me dejó sin aire y caí en la vereda al borde de la asfixia, me miró también con una rara compasión y un poco de tristeza.
—Lo otro que necesita saber, quizás, es que Alan jamás construyó una casa aquí.
—No le entiendo…
—Alan sólo plantó girasoles aquí, y luego murió.
—Está bien… ¿y quién construyó la casa?
El hombre volvió a guardar sus manos en los bolsillos y miró al horizonte, ahora como si quisiera esquivar la casa en forma adrede. Y a mi. Y a sus recuerdos.
Y cerró el diálogo con una pregunta.
—¿Usted sigue pensando realmente que eso es una casa?