lunes, 16 de agosto de 2021

Alan jamás hubiera hecho eso


—¿Quién es Alan?, le pregunté cuando al fin pude recuperar el aliento.
—No sé… quiero decir, se fue antes de que nadie pudiera entender qué era.

Quizás hubo otros síntomas antes, pero la primera vez que sentí la necesidad de pensar en la casa fue cuando quise colgar en la pared la foto que me acompaña desde hace algunos años. La que me recuerda que supe lo que era ser feliz, pero tarde. Imposible clavar el clavo. Primero pensé en mi torpeza con las herramientas, luego en un cemento muy duro y finalmente en algo que no llegaba a comprender. Reconozco que me empeciné, busqué un taladro de uso casi industrial y actué como si esa perforación fuera a devolverme algo perdido. Jamás pude pasar de remover apenas algo de pintura y material superficial.

—Imagino que de alguna manera habría un trato de vecinos, de ser de la zona, no sé… algo.
—Claro, por supuesto. Entiéndame, no digo que no lo conociera, digo casi todo lo contrario, o sea, que conociéndolo nunca pude saber qué era.
—Pero dice “qué” como si fuera un objeto…
—Bueno, sí... Esa era la sensación con Alan. Era muy difícil percibirlo como una persona.

Ese día guardé la foto en mi caja azul, junto a papeles y documentos. Algo, quizás una paranoia no reconocida, me insinuó que era mejor aislar a esa foto de esa casa. O simplemente fue guardar el objeto sin más, y estas conclusiones las saco ahora que ya conozco el resto de la historia.
Pero hubo más, como el dichoso tema de los colores de la pintura, por ejemplo. Aún recuerdo cuando el pintor me llamó preguntando de qué estaban hechas las paredes, porque no lograba que la pintura se fije hasta que, por probar, pintó de amarillo un rectángulo y ese quedó perfecto. ¿Amarillo?, le pregunté absorto del otro lado del teléfono. No admiten otro color, me dijo con tono cansado, mire, no sé de qué se trata pero tengo que terminar mi trabajo, así que se las dejo en este tono.

—Sí, claro, todos sabíamos a qué se dedicaba. Tenía plantación de girasoles. Pero eso era nada más que lo formal porque Alan se dedicaba a estudiar a esa planta. No sé, no lo traté tanto como para afirmarlo, pero podría decirle que tenía una verdadera obsesión con los girasoles.
—Hablaría todo el día de ellos, me imagino…
—Al contrario. En eso se notaba su problema. Cuando se le tocaba el tema se volvía esquivo, incómodo, desviaba la conversación… como si sintiera que estaba siendo forzado a revelar algo prohibido.

Finalmente el punto de inflexión fue esa noche en la que quise cenar y pasar un rato agradable con Sonia, a quien había conocido en la oficina de correos del pueblo, apenas un par de días antes. Sinceramente en ese momento no pensaba en la casa como luego estuve obligado a pensar. Sólo había una acumulación de extrañezas que, dentro de mi cabeza, se ubicaban en el estante de “cosas raras de la vida” y nada más. Sin embargo la idea resurgió con fuerza cuando, entre café y charlas, notamos que faltaba el aire. Primero intercambiamos miradas, como preguntando si “¿vos también los sentís?”, y sí, a ambos nos costaba respirar al punto de tener que salir a la vereda casi gateando y recuperarnos muy lentamente. Sonia, evidentemente más intuitiva que yo, se quedó un rato sentada en la vereda mirando la casa y recuperando el aliento. Al fin me dijo: “—Disculpame, pero yo no vuelvo a entrar ahí. Nos veremos en otro lado”.
—Lo entiendo —le dije haciendo una pausa larga porque necesitaba cambiar el clima— ¿Y usted?, me pregunto… ¿no?, ¿no se siente forzado a revelar nada?
—Disculpe, no le entiendo.
—Quiero decir, quizá mi insistencia en preguntar por este Alan, por conocerlo, por saber en definitiva quién construyó, y cómo, la casa que compré y habito, por entender estas circunstancias extrañas que suceden en ella, o sea… el conjunto de todo esto puede que lo lleven a necesitar contar algo que de otra manera callaría.
El hombre me miró como si fuera un ser lejano y mis preguntas llegaran desde otro tiempo. Metió sus manos en los bolsillos en un gesto de frío espiritual, miró la casa y miró el cielo. Y luego contestó.

Por mi parte debo reconocer que un insensato sentimiento de odio fue creciendo en mi hacia la casa. Y tan insensato lo sentía como mutuo entre ella y yo. Cada hecho inexplicable de éstos que conté, y que podría seguir enumerando largamente, mostraban una sola cosa: la casa no me quería allí. Era tonto, tan tonto que ni siquiera se lo podía contar a nadie sin que me creyese loco.
Hasta que ocurrió lo del sueño, otro punto de inflexión que finalmente me llevó a ese nombre y a la búsqueda de su historia. Fue luego de esa tarde en la que, bastante nervioso y ya bastante perturbado por toda esta historia, tomé la decisión casi vengativa de podar todas las plantas que había en el pequeño terreno que la casa tenía al costado, hacia donde daban los ventanales. Extrañamente nada raro sucedió y pude dejar el terreno limpio. Y sí, obviamente las plantas que había allí eran girasoles. Por la noche me fui a dormir y hasta sentí cierta paz, como si la paranoia fuera cediendo terreno al haber podido hacer algo con normalidad dentro de esa casa.
Duró poco. A mitad de la madrugada desperté en medio de una taquicardia salvaje que me obligó a tomarme el pecho con las manos intentando que el corazón no acabar por romper las costillas y huir. Pero eso no fue lo peor, lo peor fue la frase grabada y repetida en mi pensamiento como si se pudiera tatuar el lado interno del cerebro: “Alan jamás hubiera hecho eso”.

—Ya le dije que conocí a Alan hasta el punto de no entenderlo. Y claro, entiéndame usted, sólo por haber visto con mi propios ojos el accidente que acabó con su vida y que me da la certeza de que realmente murió, puedo contarle lo poco que sé, porque de otra manera me quedaría callado por siempre.
—Entiendo —dije secamente para que prosiga sin distracciones.
—Es todo muy complejo de hilvanar, pero es necesario saber algunas cosas para entender lo que usted quiere. Alguna vez, por sacar algo de charla y caer simpático, y sabiendo el fanatismo de Alan por los girasoles, le comenté que conocía la propiedad del heliotropismo, es decir la capacidad de ciertos vegetales de mover su tallo en dirección del sol. Él me miró con una mezcla de compasión y ansiedad, y me contó que eso que yo sabía era sólo un mínimo enunciado para algo que iba mucho más allá. Luego, se soltó y me comentó que sus estudios iban en esa dirección, que el heliotropismo en los girasoles no era una mera propiedad vegetal sino el desarrollo de una mutación que les estaba dando una especie de embrión de cerebro. Para ir al grano, él creía en que los girasoles estaban mutando de especie vegetal a especie animal, y que estaban desarrollando una especie de cerebro.
—Bien —le respondí— hasta ahí veo todo casi normal. Un estudioso con una teoría científica algo trasnochada. No es el único. Hay miles de “Alan” por ahí enunciando cosas así e incluso más delirantes.
El hombre, aquel vecino de Alan, que me encontró en el último episodio con la casa, cuando nuevamente me dejó sin aire y caí en la vereda al borde de la asfixia, me miró también con una rara compasión y un poco de tristeza.
—Lo otro que necesita saber, quizás, es que Alan jamás construyó una casa aquí.
—No le entiendo…
—Alan sólo plantó girasoles aquí, y luego murió.
—Está bien… ¿y quién construyó la casa?
El hombre volvió a guardar sus manos en los bolsillos y miró al horizonte, ahora como si quisiera esquivar la casa en forma adrede. Y a mi. Y a sus recuerdos.
Y cerró el diálogo con una pregunta.
—¿Usted sigue pensando realmente que eso es una casa?

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