Ver
transformarse el horizonte,
que no es,
en un punto que es,
(la emoción de saber que se cumple,
el horario se cumple)
y que me va a demostrar que llega,
omnipotente llega y lo ocupa todo,
barre con los sonidos leves,
dispersos,
(las calles humildes alrededor),
para instalar su murmullo en trueno,
que es la sangre del alma de un dios
reinventando el vacío
sobre vías de acero
(la redención de llegar a destino,
olvidando el origen
y reencarnando en viaje).
A veces
el animal sagrado,
que se descolgaba del horizonte,
invitaba a la emoción de ese chico
a subir
y a compartir un dejo de omnipotencia
a través de las ventanillas,
(¿ya viste
que si te olvidás del mundo
la ventanilla es una película más?)
a subir
y a entender cómo se veía el todo
desde sus vagones
que partían en dos al universo visible:
derecha e izquierda
para volver a unir la ciudad tajeada
por el estruendo de sus vías.
Y siempre
la tristeza era volver.
Saber que en algún momento
en que el dios se detuviera,
(esas concesiones que realiza,
como un gesto de piedad,
para que lo habiten y lo dejen
cuando sea la estación),
el juego acabaría,
y las vías
volverían a unirse en un punto
del horizonte
que ya no es.
No hay comentarios:
Publicar un comentario