jueves, 26 de agosto de 2021

El deshielo de Dana


Su padre dejó el periódico sobre la mesa, con ese dejo de desprecio que siempre le provocaban las noticias de su país. Su años le daban ese tono de escepticismo frente a lo que se decidía informar y cómo. Pero hoy era algo distinto. El titular era grande, destacado y contenía en sus letras, aunque sin expresarlo, el sonido de los malos presagios.

Dentro de su casa sencilla, de colores claros y limpios, cualquiera que caminara por la sala de estar podía leer el titular que había quedado boca arriba en la mesa: “Llueve en Groenlandia por primera vez en setenta años. Un dato muy preocupante”. A su padre no le hacía falta leer la nota. Por su profesión sabía de sobra que el cambio climático tarde o temprano terminaría provocando esto. Y mucho más, por supuesto, pero este era un principio que alguna vez iba a llegar. Y ese principio había llegado.

—En nuestra tierra no llueve. En nuestra tierra nieva. Sólo nieva. Casi el ochenta por ciento del país es hielo. Acá nieva. Acá no llueve. La lluvia es para otros, de otros… Somos lo blanco, no somos lo transparente. Fuimos siempre la nieve eterna, una isla gigante, la más grande del planeta, de hecho, casi cubierta por completo de nieve.
Su hijo mayor se preparaba un café en la cocina y lo miraba de a ratos. Sabía que no le convenía intervenir en esos monólogos, pero también sabía que lo tomaba como interlocutor para decir esas cosas. De alguna manera necesitaba que él esté por ahí, aunque no responda ni participe.
—Y ahora llueve. Llegó finalmente la lluvia a Groenlandia. Lo digo y suena como si algún idiota enunciara que se apagaron las llamas del infierno y ahora soplan brisas frescas.
El hijo miraba por la ventana de la cocina. La parsimonia habitual de Nuuk y su gente, la ciudad capital que habitaban, parecía contener hoy ese barniz de asombro indignado que las palabras de su padre cargaban. Se les podía adivinar otra mirada, otro gesto mínimamente desviado en sus rostros.
Su padre se acercó a la cocina y también se puso a observar a la ciudad quieta por la ventana.
—¿Dónde está Dana? —le preguntó a su hijo mayor.
—Creo que en su cuarto, me pareció verla por ahí.
Luego los envolvió el silencio y el aroma a café fue el único sonido entre sus ánimos apagados en la tarde.

El padre entró en el cuarto de Dana y enseguida entendió que su idea inicial de conversar con su hija acerca del cambio climático y explicarle la importancia de lo sucedido sería un plan a abandonar. La conocía bien y tanto la conocía que podía adivinar que la posición en la que había colocado su silla de ruedas frente a la ventana significaba que Dana estaba habitando alguna de sus abstracciones. Eligió entonces acercarse en silencio hasta que, desde la distancia adecuada para no abrumar el momento con su presencia física, pudo verle la cara. Al mismo tiempo que una expresión de felicidad estática le modelaba los ojos y su boca se estiraba en una sonrisa, Dana lloraba.
Él reparó en la ventana que su hija miraba con una fijeza hipnótica y trató de ponerse en sus ojos para entender. No tardo mucho. Era algo obvio que a él, y quizás a la mayoría de los pobladores, se le había pasado por alto. Los vidrios de la ventana estaban completamente perlados de gotas de lluvia. Y eso era algo que ellos jamás habían visto en forma natural. Siempre la nieve. La nieve. Siempre. Lo blanco.

—¿Viste lo que pasó? —le dijo Dana sin dejar de mirar la ventana.
—Sí, hija… por primera vez en mucho tiempo resulta que…
—¿Viste que mis ojos pudieron imitar a la lluvia? —lo interrumpió Dana— ¿te das cuenta de que la ventana y mi cara están iguales, llenas de gotas? Yo no sabía, papá, yo no sabía que mi cara podía llover…
Su padre la miró. Se concentró en las lágrimas. Miró el vidrio de la ventana lleno de gotas. Algunas se deslizaban por el viento, otras se empujaban entre sí para caer.

Dana mantenía su cara inmóvil, como si quisiera contener tantas gotas como fuera posible, porque no podía saber cuánto tiempo pasaría hasta que pudiera volver a lloverse.

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