domingo, 21 de marzo de 2021

Instrucciones para la noche


Dejar correr
el agua
entendiendo la luz
como el secarse del río,
cabeza abajo de 
la oscuridad,
que desfallece 
con un ojo por cada gota.

Ennoblecer 
la estrella
con un hueco beso de savia,
dama profunda de irreal superficie,
que robe filigranas de espacio
y teja siglos,
por siglos,
y ultime cegueras nocturnas
entre nubes invisibles
que cobijan al lago salvaje. 

Y mirar de frente
al pescador inmóvil
que cobija el lago,
que teje la noche,
que ha erguido su caña por siglos
bajo la noble estrella,
mirarlo de frente
y cerrar sus párpados
como quien sopla 
el último
fósforo
del fervor
de Dios.

sábado, 20 de marzo de 2021

Instrucciones para la tormenta


Dejar correr el agua
para luego irla a buscar
y preguntarle si está cansada
y tiene ganas de sentarse
un rato
a esperar estancada
a que las burbujas mueran.

Entorpecer el destino
con un azul hundimiento de aire
desorbitado entre cada uno
de sus dedos
y suponer que lo largo
de sus uñas
esconde el secreto gris
de asesinar el pasado.

Llevar a nadar al cielo
a la nunca abrillantada espuma
de las terrazas más ingenuas
y alejarnos
mientras su último suspiro
narra nuestro nacimiento
siempre
en tercera persona.

Instrucciones para el ocaso


Dejar 
correr el agua
como desandar
el espejismo de la sed
y soltar
la opacidad que da a luz
para ahogar 
toda sombra
en claroscuro derredor.

En vacíos de violentas aristas
verter
la mirada 
desconsolando longevas eras
opuestas
y desesperar, en giros
de brillo abrumado,
hasta recaer en un innato
e improbable parto.

Desestimar, por fin,
el sol que surge 
por debajo
de las manos que saben 
entrelazar un rezo
mientras acarician,
en modo innombrable,
su más ciega fe
en el escepticismo.

lunes, 15 de marzo de 2021

Nunca se detiene


La pregunta de su nieto lo hizo sonreír. Pero fue una sonrisa automática, un gesto de esos que los adultos tienen siempre como preparados para todo lo que venga de un chico. Sin embargo también le hizo pensar un poco en sí mismo, algo que no acostumbraba. 

—Abuelo, ¿vos sos raro? —le había preguntado el chico sentado en el suelo, mientras jugaba.
—No sé... supongo que sí, pero no sé por qué lo decís.
—Y claro, porque... ¿ves?, mirá, ¿te das cuenta?, nunca estás mirando ninguna pantalla. 

Ahora, en la soledad de su casa, recordaba ese diálogo y la razón de su nieto se enredaba con las largas horas que llevaba sentado allí en silencio. ¿Mirar pantallas?, eso significaba dejar de vigilar. 

Normalmente anochecía y solía encontrarse casi a oscuras sin atinar a prender alguna luz. ¿No las necesitaba? Sí, pero quizá tenía otras prioridades. Prender la luz significaba levantarse de su sillón, levantarse significaba hacer un movimiento que podría ser visto. Y la luz... debería haber un buen motivo para sacrificar semejante elemento vital como la oscuridad.

Sin embargo ahora, el claroscuro de un lento atardecer todavía le permitía ver la medalla que fijaba su vista en la pared de la sala. Suspiró con un dejo de satisfacción. Era evidente que había realizado avances importantes gracias a la terapia. Esa medalla ahí, por ejemplo. Un tiempo atrás no se lo hubiese permitido. Medalla, bronce, reflejos, luz, todo eso podía ser visto desde afuera, llamar la atención, delatarlo. El afuera era siempre esa posibilidad dramática del estrépito y la pérdida. El afuera era el otro y el otro era su peor destino. 

Hoy podía darse el tierno lujo de tenerla allí colgada y no sobresaltarse demasiado (debía de admitir, en su interior, que alguna alarma lejana siempre sonaba, circulando por alguna parte olvidada de su cerebro), e incluso pasarse horas con la vista clavada en ella como si fuera una puerta necesaria. 

—Es de bronce, ¿sabe?, no muy grande pero de bronce pulido y le cuelga una cinta mitad roja y mitad azul. Tiene algunas inscripciones y escudos, claro, pero eso no tiene importancia.
—Entiendo —le dijo su analista—, ¿y qué es lo que sí tiene importancia?
Él se removió un poco en su silla, pensando si esta cosa analítica y psicológica realmente merecía que revele tantas cosas. Se sentía bordeando un lago oscuro que contenía todos sus peligros. Y comenzaba a mojarse. 
—No es la importancia, si no el significado. Tampoco es lo que veo, si no lo que vi. 
Luego se hizo un silencio que el analista supo mantener para conducir a la respuesta. 
—El bronce es el estrépito. Todo produce un estrépito, sólo cambia la magnitud, el volumen, digamos, y la cercanía o no de los muertos. La cinta roja, algo casi obvio, es la sangre que está presente todo el tiempo. El brillo del bronce es también esa superficie pulida por donde se desliza la sangre siempre. Puede ser la piel o el metal, pero se desliza y parece no detenerse nunca. Confieso que la miraba durante largo tiempo y siempre creí entreverle algo sobrenatural. La sangre nunca se detiene cuando está afuera del cuerpo, se desliza continuamente y se va.
—Queda la cinta azul —le apuntó el analista, luego de que se quedara en silencio. 
Él sintió que se desenroscaba una de las cuerdas más viejas de su pecho, como si el último reloj de un anticuario hubiese logrado detenerse. 
—La cinta azul es el mar. Creo que el peor de los tres recuerdos. 
—¿Por qué?
—Llega un momento en el que uno no ve personas, ve bolsas de sangre moviéndose por el campo o por donde sea. Todas son bolsas de sangre. Y luego el estrépito y luego la sangre que se desliza. Estrépito, una bolsa menos, sangre que se desliza. Y así todo el tiempo. Es más fácil entenderlo así, es más práctico, más lógico. Pero lo trágico era el mar ahí cerca. Estábamos todo el tiempo a orillas del mar, bordeando acantilados o descendiendo a veces en las playas, pero el azul era constante, como el miedo y el estrépito...
—Entiendo. Pero, ¿por qué es el peor recuerdo?
—Porque yo amo el mar, ¿sabe? Nunca fui marino ni nada por el estilo, pero me fascina y siempre necesito que esté cerca. Saber que está el mar es confirmar que la vida va a seguir. Entonces cuando la sangre se desliza acaba en el mar. En realidad no lo sé, no lo sabía, pero se me fue metiendo ese miedo tan profundo que me vaciaba el pecho de aire. Cada estrépito, cada bolsa de sangre y cada deslizarse inevitable era para mi un asesinar al mar, porque la sangre tendría que caer allí y contaminarlo, teñirlo de rojo, pervertirlo... Nunca podríamos volver a casa navegando en un mar de sangre, ¿se entiende? El agua de mar se evapora, pero la sangre se coagula, ¿cómo se navega a través de coágulos? De alguna manera los muertos terminarían por cerrar el paso de regreso a los que quedaran vivos. 

Terminó la frase con un suspiro largo, sintiendo cómo sus costillas descendían sobre las piernas y la cuerda finalmente se detenía para siempre. 

—Muy bien, pero que esa medalla esté colgada en su pared significa que usted volvió, que todo eso terminó. 
—No —se apresuró a responder él sintiendo que el peligro nuevamente lo salpicaba.
—¿Por qué?
—Porque la sangre no se detiene nunca. Se desliza continuamente y no se detiene nunca.

domingo, 14 de marzo de 2021

Siguiendo con el ventilador


El último adjetivo que le escuché esa noche fue huracanado. 
Luego de un silencio en el que se entretejía el murmullo improbable del televisor encendido, miré el ventilador girando solo en ese rincón apartado. Muy lejos. Muy inútil. Por más que girara con una prolijidad casi obsecuente, sin fallar una vuelta ni desfallecer jamás de cansancio, el aire no llegaba, el agobio de febrero podía más. Aún me preguntaba para qué servía cuando ella se llevó el tenedor a los labios. Miraba su plato en silencio y comía. Siguiendo con el ventilador, luego entendí que la inutilidad de su entusiasmo por mover el aire tenía mucho que ver con el esperpento anímico que armábamos los dos solos en esa sala. El aire no se movía. El ánimo no giraba. El silencio nunca logra refrescar nada cuando ocurre entre dos. El ácido ruido de su tenedor contra el plato parecía el segundero paranoico de un reloj que nos determinaba. 

—¿A qué?
—A volver sobre nuestros pasos hasta encontrar el frío —le respondí.
—Como si hubieran quedado huellas...

Como quien descubre una infidelidad que roza la grosería, noté que un delgado mechón de pelo se le agitaba apenas sincronizado con el vaivén del ventilador. Ella recibía el viento. O al menos su pelo lo recibía. O parte. Sentí la traición con toda claridad, pero no supe de quién de los dos provenía. 

—No se trata de buscar a tientas algunas señas, algo que casi me resisto a llamar huella, por supuesto. Se trata de crearlas, directamente. 

Luego de eso que dije su tenedor chocó casi imperceptiblemente más fuerte contra el plato, como si eligiera responder con ese tintineo breve y seco. 

—¿Y si llamamos a un dibujante? —dijo ella dudando sobre su plato.
—¿Para?
—Llamamos a un dibujante y le encargamos sendas caricaturas nuestras. Y nos sentamos acá. Para siempre. Nos sentamos acá, delante del viento del ventilador y envejecemos mirando cómo nuestras caricaturas viven por nosotros. Cómo aciertan y equivocan vidas. Cómo se le aja el papel y se les amarillean los colores mientras nosotros preservamos nuestras pieles haciendo silencio. ¿Sabés?, en el silencio nada envejece. 

Ahora giró la cabeza hacia el televisor que seguía murmurando la nada. Entendí que esconder sus lágrimas era su forma de avisarme que estaba llorando. En esa posición, el viento traidor del ventilador le agitaba más de un mechón de pelo. Se me podría decir que era algo casi invisible, que era muy poco probable que alguien que no fuera yo se percatase de eso. Sí. Y yo era otro tanto. Sin percibir el viento no podía asegurar que existiese.

Antes de perder la conciencia por completo, noté que el plato entendía muy bien la corriente de aire del ventilador y se elevaba con una felicidad desconocida para él; también que el televisor lanzaba colores mudos y se multiplicaba en pedazos que no llegarían a ser televisor pero lo intentaban, que las sillas cambiaban de lugar sin preocuparse por caer paradas y por fin, antes del último fundido a negro, entendí que el último sustantivo que le escuché esa noche semejaba mucho al sonido de mi nombre.