lunes, 15 de marzo de 2021

Nunca se detiene


La pregunta de su nieto lo hizo sonreír. Pero fue una sonrisa automática, un gesto de esos que los adultos tienen siempre como preparados para todo lo que venga de un chico. Sin embargo también le hizo pensar un poco en sí mismo, algo que no acostumbraba. 

—Abuelo, ¿vos sos raro? —le había preguntado el chico sentado en el suelo, mientras jugaba.
—No sé... supongo que sí, pero no sé por qué lo decís.
—Y claro, porque... ¿ves?, mirá, ¿te das cuenta?, nunca estás mirando ninguna pantalla. 

Ahora, en la soledad de su casa, recordaba ese diálogo y la razón de su nieto se enredaba con las largas horas que llevaba sentado allí en silencio. ¿Mirar pantallas?, eso significaba dejar de vigilar. 

Normalmente anochecía y solía encontrarse casi a oscuras sin atinar a prender alguna luz. ¿No las necesitaba? Sí, pero quizá tenía otras prioridades. Prender la luz significaba levantarse de su sillón, levantarse significaba hacer un movimiento que podría ser visto. Y la luz... debería haber un buen motivo para sacrificar semejante elemento vital como la oscuridad.

Sin embargo ahora, el claroscuro de un lento atardecer todavía le permitía ver la medalla que fijaba su vista en la pared de la sala. Suspiró con un dejo de satisfacción. Era evidente que había realizado avances importantes gracias a la terapia. Esa medalla ahí, por ejemplo. Un tiempo atrás no se lo hubiese permitido. Medalla, bronce, reflejos, luz, todo eso podía ser visto desde afuera, llamar la atención, delatarlo. El afuera era siempre esa posibilidad dramática del estrépito y la pérdida. El afuera era el otro y el otro era su peor destino. 

Hoy podía darse el tierno lujo de tenerla allí colgada y no sobresaltarse demasiado (debía de admitir, en su interior, que alguna alarma lejana siempre sonaba, circulando por alguna parte olvidada de su cerebro), e incluso pasarse horas con la vista clavada en ella como si fuera una puerta necesaria. 

—Es de bronce, ¿sabe?, no muy grande pero de bronce pulido y le cuelga una cinta mitad roja y mitad azul. Tiene algunas inscripciones y escudos, claro, pero eso no tiene importancia.
—Entiendo —le dijo su analista—, ¿y qué es lo que sí tiene importancia?
Él se removió un poco en su silla, pensando si esta cosa analítica y psicológica realmente merecía que revele tantas cosas. Se sentía bordeando un lago oscuro que contenía todos sus peligros. Y comenzaba a mojarse. 
—No es la importancia, si no el significado. Tampoco es lo que veo, si no lo que vi. 
Luego se hizo un silencio que el analista supo mantener para conducir a la respuesta. 
—El bronce es el estrépito. Todo produce un estrépito, sólo cambia la magnitud, el volumen, digamos, y la cercanía o no de los muertos. La cinta roja, algo casi obvio, es la sangre que está presente todo el tiempo. El brillo del bronce es también esa superficie pulida por donde se desliza la sangre siempre. Puede ser la piel o el metal, pero se desliza y parece no detenerse nunca. Confieso que la miraba durante largo tiempo y siempre creí entreverle algo sobrenatural. La sangre nunca se detiene cuando está afuera del cuerpo, se desliza continuamente y se va.
—Queda la cinta azul —le apuntó el analista, luego de que se quedara en silencio. 
Él sintió que se desenroscaba una de las cuerdas más viejas de su pecho, como si el último reloj de un anticuario hubiese logrado detenerse. 
—La cinta azul es el mar. Creo que el peor de los tres recuerdos. 
—¿Por qué?
—Llega un momento en el que uno no ve personas, ve bolsas de sangre moviéndose por el campo o por donde sea. Todas son bolsas de sangre. Y luego el estrépito y luego la sangre que se desliza. Estrépito, una bolsa menos, sangre que se desliza. Y así todo el tiempo. Es más fácil entenderlo así, es más práctico, más lógico. Pero lo trágico era el mar ahí cerca. Estábamos todo el tiempo a orillas del mar, bordeando acantilados o descendiendo a veces en las playas, pero el azul era constante, como el miedo y el estrépito...
—Entiendo. Pero, ¿por qué es el peor recuerdo?
—Porque yo amo el mar, ¿sabe? Nunca fui marino ni nada por el estilo, pero me fascina y siempre necesito que esté cerca. Saber que está el mar es confirmar que la vida va a seguir. Entonces cuando la sangre se desliza acaba en el mar. En realidad no lo sé, no lo sabía, pero se me fue metiendo ese miedo tan profundo que me vaciaba el pecho de aire. Cada estrépito, cada bolsa de sangre y cada deslizarse inevitable era para mi un asesinar al mar, porque la sangre tendría que caer allí y contaminarlo, teñirlo de rojo, pervertirlo... Nunca podríamos volver a casa navegando en un mar de sangre, ¿se entiende? El agua de mar se evapora, pero la sangre se coagula, ¿cómo se navega a través de coágulos? De alguna manera los muertos terminarían por cerrar el paso de regreso a los que quedaran vivos. 

Terminó la frase con un suspiro largo, sintiendo cómo sus costillas descendían sobre las piernas y la cuerda finalmente se detenía para siempre. 

—Muy bien, pero que esa medalla esté colgada en su pared significa que usted volvió, que todo eso terminó. 
—No —se apresuró a responder él sintiendo que el peligro nuevamente lo salpicaba.
—¿Por qué?
—Porque la sangre no se detiene nunca. Se desliza continuamente y no se detiene nunca.

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