miércoles, 11 de noviembre de 2020

El color ese de estar vivo


Miró alrededor. Lo vacío. Ese descampado que le devolvía una tranquilidad que lo alteraba. Miró el poco verde raleado. La avenida que disimulaba su tránsito en voz baja. Ese aire que flotaba bajo volviendo tierno al tiempo. Las tragedias de la vida pasando a ser una ficción que se levantaba en la pereza de la neblina, sin importancia. Como si no le importara que no lo contenga la ficción.

Imaginó que le decía a alguien, algún otro, que el problema era siempre el mismo. Caería la noche. Caería y todo eso oscurecería. La falta de luz lo pervertía todo. Lo verde ya no lo sería y por más raleado que fuera serviría sólo de insulto agreste al tacto, al paso ciego. Las presencias sobre la avenida, que ahora eran el murmullo relajado de una siesta, al entrar en la noche transitarían como invariable amenaza.

Y lo grave que era ese mutismo que acompañaba la falta de luz. Una ceguera que enmudecía complaciente, sin quejarse por la muerte de los colores. Imaginó que también le decía a ese otro que lo escandalizaba que todos se dejaran llevar por la noche sin atisbo de protesta, como si no se dieran cuenta. Le decía, también, que en algunos sueños llegaba a tener la capacidad hercúlea de gritar hacia el cielo de tal manera que la oscuridad se disolvía líquida, resbalando inerme entre sus cuerdas vocales, verdaderas columnas de monumental vibración. 

Pero despertaba. Abría los ojos y lo mudo del aire le contaba que la ficción aquella se había vuelto crónica, documental, realismo trágico. Sólo quedaba esperar que el día, con su neblina de luz y paz en ficción suspendida, regresara y habilitara nuevamente el habla gentil de todas las cosas. El color ese de estar vivo.