lunes, 23 de diciembre de 2019

Habíamos quedado en la lluvia


Qué podría tener de especial, ¿no? Un hombre solo, parado con su bicicleta contra el paredón infinito del cementerio. Quieto. De espaldas a la pared que ni siquiera de recién nacida fue blanca real, siempre de ese color renunciado a fuerza de carecer de importancia porque, el paredón del cementerio, ¿no?, ¿quién podría preocuparse? Eso le gustaba a él. Una comodidad tibia en la tarde. Podía apoyarse contra esa pared. Tranquilo. Si quisiera, incluso, hasta podría apoyar su bicicleta. Pero sabía que no. Sabía que ese miedo atávico inculcado por los mayores perduraba. Ese "no rayes la pared con esa bicicleta" sonaba aún en su cabeza, igual que esa lluvia que no se veía había mojado todo en esa tarde. Entonces la bicicleta por delante, sostenida paralela a su cuerpo y al paredón. Pobre, con su cara de caballo resignado a morir de desguace sin otra montura que la ya conocida, su única alegría periódica era sentir cómo le inflaban los neumáticos, y algún aceite perdido en los ejes, de vez en cuando, pero no mucho más. 

    Habíamos quedado en que iba a llover. ¿A quién se lo decía? Al asfalto brillante, húmedo, hastiado de la tarde y mojado por el recuerdo de una lluvia evidente pero ahora invisible. Había caído agua, sí, pero quién sabe cuándo. Claro que alguna vez llovió en el mundo. Para él, la palabra mundo era un sonido a esfera, no podía decirla sin hacer un gesto circular con las manos. Y si no hablaba con nadie, el mundo le ocupaba el paladar entero del pensamiento silencioso. 

    Nada especial. Un hombre parado contra el paredón. Como esperando algo, o a alguien. O no, daba lo mismo. Macizo, de aspecto cuadrado sin parecer sólido, pero muy alejado de la idea de curvas o delicadezas. De lejos, quizá desde esa avenida gris que bordeaba el cementerio, podía parecer simplemente un hombre desgastado, casi una vieja erupción poco alegre del paredón que simulaba sostenerlo, pero de cerca tenía singulares marcas, plegadas arrugas, cerrazones de piel gris que no hablaban de vejez sino de cansancio. Si por algo todavía conservaba la palabra asombro en su boca o su cabeza era por el cansancio. No se terminaba de asombrar de que el cansancio nunca terminara, nunca se completara o nunca lo desbordara. A veces, en noches más silenciosas de luces que otras, pensaba en que el cansancio algún día lo dejaría inmóvil por completo, estático, duro, simplemente detenido para siempre, como su bicicleta cuando él no la montaba. Su bicicleta estaba cansada, él lo sabía. 

    Un pantalón gastado, con roturas leves bien disimuladas por él, que las conocía bien, y una camisa blanca, también desgajada de toda belleza y sólo funcional a cubrirlo. Debajo, en la curva que hundía el abdomen hacia el cinturón, había una empalidecida mancha que él conocía e instintivamente cubría, no tanto por vergüenza como por nostalgia. Recordaba, como esas luces anónimamente oblicuas que penetran por las hendijas de la persiana por las noches, un sábado al mediodía, una olla con salsa, él mojando un pan para probarla y la gota salpicando mientras su mujer lo reta en forma tan simulada como inerte. Entonces hoy, tantos años después, él tapaba esa manchita de color anestesiado como si en ese gesto pudiera preservar la intimidad vivida con esa mujer que amaba. 

    No llovía, pero había llovido. No estaba vivo, pero había vivido, eso él lo recordaba. Trejo, señor, Ángel Luis, sí, ¿cómo?, no, no, es así, Ángel Luis, sí. Casi siempre le hacían notar que sus nombres parecían invertidos, como si lo correcto hubiese sido Luis Ángel y no al revés. Él sólo se encogía de hombros. Y no, nunca hacía referencia a quien lo había bautizado. No hablaba de su madre, ni la callaba tampoco. Sentía que sólo él era, ya lejos de todo. Igual, lo de los nombres era medio inútil, porque por alguna razón para todo el mundo él siempre había sido Trejo a secas. Esos casos en donde el apellido se come a los nombres previos y se adueña, trocando en símbolo de la persona. Trejo. En la fábrica, eterno y continuo paisaje de vida, Trejo siempre a secas, como su piel, como su color. Trejo. Para todos, Trejo era una pared más de la fábrica, con el significado ambivalente de la solidez y de la sombra. 

    Habíamos quedado en la lluvia. Trejo se miraba las manos cerradas sobre el caño también seco de su bicicleta. Se pasó la lengua por los labios, sin entender que intentaba acercar algo del brillo húmedo de la calle a su boca clausurada. No, nunca hablaba de su madre. Si él mismo ya estaba lejos, ¿a qué distancia estaría ella hoy? ¿Evocar la sombra pesada de su padre afeitándose en el baño chiquito del fondo, con esa lamparita tenue que jamás cambiaba? ¿Las noches de verano escuchando el entrechocarse de las agujas del tejido de su abuela? Podría, con toda simpleza, ponerse a caminar y alejarse de allí. Olvidar de una vez la lluvia y quedarse con el paisaje húmedo y brillante que ya circundaba lo poco que quedaba de tarde. Podía desarmar el paisaje de esa parte del paredón del cementerio y llevarse su camisa blanca, sus arrugas de cansancio y su bicicleta aletargada. Pero esa voz remanida que tanto conocía le hablaba de si mismo, "Trejo se planta acá nomás, ya no seguimos adelante, con o sin lluvia, da lo mismo, porque siempre toda decepción es seca, como la piel, como el caño de la bicicleta, como los recuerdos, como el aire solitario que la persiana cuela por la noche, como toda esta inmensa distancia." 

    Llovió toda esa noche. Y el caño de la bicicleta, abandonada contra el paredón, amaneció perlado de gotas demasiado anónimas como para que los pájaros se animen a cantar esa mañana. El silencio también es seco.