martes, 27 de octubre de 2020

Cuando el sol llegue


Tres piezas de ajedrez detenidas en el alféizar de la ventana.
Hubiera mirado el sol entre sus siluetas, pero la noche hizo un tablero de mi mirada. El viento, no. El aire del exterior silba alrededor del esbelto atisbo de altura del alfil.
(No siento las manos, a tantos kilómetros emocionales de la ventana).

Desciende, desde las cortinas, un reguero de murmullos que son jugadas atropellándose entre imaginarios peones que caen y van muriendo, en la alternancia de negro comiéndose a blanco y blanco a negro y todo en un canibalismo que expresa un gris de grito también imaginario.

El caballo, con la noche a sus espaldas, me pide que lo coloque en lo alto de la torre para poder conversar con el alfil. El caballo tiene un plan. (Rodeado de tanta pérdida como es posible, no siento los párpados y temo que el sol llegue).

El viento agita las cortinas y la suavidad de la tela se entremezcla con tres piezas de ajedrez detenidas en el alféizar. Circundan al alfil y simulan un astronómico pañuelo para supuestas lágrimas. (Nunca sabe uno cuándo una jugada será la última jugada. Nunca).

Susurra el caballo al oído del alfil y la torre, que ve enemigos en cada veta de madera, se inquieta estrenando un frío que recorre su altura más allá del cercén que el grillo del patio le hace a los ojos de la noche.
Finaliza lo conversación.
El caballo vuelve a su posición y sopla más viento a través de la ventana. Las cortinas subrayan con ondulaciones obsesivas la firma de un acuerdo entre piezas.
Miro al caballo a los ojos.
Me mira.

Y cuando cierra sus ojos, entiendo. (Sin párpados y sin manos para taparme, cuando el sol llegue devastará mi mirada. El resplandor hará de todo un negativo. Lo blanco será negro y lo devorado será devuelto. Lo perdido, ganado. Y todo el viento soplado, será la respiración que nos reste hasta el día de la muerte.)

lunes, 26 de octubre de 2020

No sé qué se siente


Las uñas me crecen desparejas. Las de las manos. Las de las dos manos. No sé si siempre fue así o si tardé en darme cuenta, pero ya desde hace tiempo esto es todo un tema del que me tengo que ocupar constantemente.
Por ejemplo, este dedo, la uña de este dedo, la última vez que me la corté recuerdo que mamá había regresado de su viaje a Bruselas. Casi el mismo día. No, no, el mismo día, seguro. Todavía estaba acomodando las valijas y tenía encima esa sonrisa que le dejaba siempre el avión, y mientras la escuchaba yo me la corté porque ya era el día indicado. Claro, nunca sé cuándo es el indicado, podría haber esperado un día más, por supuesto, pero quizás entonces ya no tendría ligado el recuerdo ese de cuando vino mamá de Bruselas con la uña. Y hace mucho de esto, porque esa uña tarda años. Lo sé. En cambio la de este otro dedo puede que sea como el otro extremo, llego a cortarla hasta tres veces al día, y sí o sí tengo que hacerlo de noche, porque corro el riesgo de despertar apuñalada por ella en la mañana. Alguna vez, cuando todavía tenía más paranoia que datos certeros, me ponía el despertador en la madrugada para cortarla, tanto era el miedo.
Esta de acá también es de las temporadas largas. No recuerdo tanto la última vez como el anteúltimo corte, porque había fallecido el tío Eugenio y yo me encerré en el baño durante el velorio para cortármela. Recuerdo que abrí el agua por temor a que se escuchara el alicate desde afuera, porque no había casi llantos y la gente estaba más interesada en cualquier cosa que la pudiera distraer un poco. No digo que el tío Eugenio no fuera querido, pero tampoco lo contrario, es decir, la noticia fue como algo que llegaba desde otra parte e importunaba un poco. Así, acabaron golpeando la puerta del baño y preguntándome si me sentía bien, por el ruido del agua y eso. La verdad es que no recuerdo que haya tardado tanto, quizás alguien exageró un poco, era sólo una uña, pero el problema era el aburrimiento y las horas que no pasaban más. Yo abrí la puerta y pregunté por el tío. Ya sé, sí, era desubicado, pero con los nervios fue lo primero que se me ocurrió. Me dijeron que había muerto y que lo estaban velando. Ahí mismo, incluso. Yo puse cara de que el dolor me había nublado el entendimiento, mientras guardaba el alicate en la cartera. Y entonces Fabiana, la hermana de Tito, llegó a ver de reojo el alicate y se puso pálida. Abrió grandes los ojos y me preguntó si yo no estaba por hacer una locura, si no me había encerrado en el baño para hacer una locura. La miré seria y me quedé pensando si acaso imaginaba que yo era capaz de suicidarme con un alicate de uñas por la muerte del tío Eugenio. Le dije que no, que se quedara tranquila. Pero no pude ir al baño nunca más en toda la noche porque tenía la mirada de Fabiana encima todo el tiempo. De todas maneras, me entretuve con esta otra uña, la que crece a velocidades exageradas, controlando que no perfore nada hasta que pudiera salir de allí y cortarla. Evidentemente si volvía a sacar el alicate en medio de ese velorio algo acabaría mal.
La de este dedo es un término medio, pero también clasifica en años de espera. Así es como la última vez que la corté recuerdo que papá vivía y justo ese día me había traído un paraguas de regalo. Violeta, era y hacía un sol afuera que desmentía del todo algún posible rastro de cordura en lo que papá había hecho. Me acuerdo que lo miré, miré el paraguas, miré el sol y me puse a reír a carcajadas tan fuertes que él mismo se contagió y acabamos los dos tentados de la risa. Ese día, mientras vigilaba mi uña que ya estaba por cortar, recuerdo que miraba la cara de papá riendo y algo me atravesó de golpe diciéndome que era la última vez que mi papá vería esa uña sin cortar. Es más, ni llegó a verme estrenar ese paraguas violeta. El día del entierro llovía a cántaros y lo llevé en alto con mucho orgullo, recordando el sol del pasado. 
Esta es de las más regulares, diaria, una vez por día sin fallar, pero la tengo totalmente controlada y cada vez que me siento a almorzar coloco el alicate a la derecha de los cubiertos para atenderla luego del postre. Claro, no lo hago en la mesa, sería una falta de educación, pero tener el alicate ahí hace que no me olvide. Fue el mismo Tito, el hermano de Fabiana, que un día, almorzando con nosotros y mientras mamá le servía la carne miró mi alicate y no pudo contenerse. "¿Tan dura es la carne que el cuchillo no alcanza?", dijo. Y se creyó gracioso, riéndose solo. Entonces yo, que conocí la risa de mi papá y la que el avión le deja a mi mama dibujada siempre, no dije nada, total ahí estaba mamá para volcarle encima a Tito como "sin querer" parte de la sopa en sorda venganza, mientras me miraba cómplice y yo miraba mi uña, haciéndome la desentendida mientras Tito corría al baño. No era gracioso, era estúpido. Pero él no lo sabía.
La de este dedo no tiene nada de especial. O sí, quizá demasiado. Varía en períodos de meses a años y me obliga a un control atento. A estar pendiente. Pero lo especial es que la última vez que la corté recuerdo cómo la mojaba con lágrimas constantes. Estaba llorando mucho porque Alfredo me había dejado. No quiero hablar de eso ahora, pero sí recuerdo que ese día no hacía falta cortarla, realmente, podía haber esperado hasta una semana más. Pero Alfredo me había dejado y si yo no cortaba esa uña no sé qué podía pasar con mi vida. Fue un modo de salvación. Fue un sacrificio menor que me permitió evitar un sacrificio mayor. Quizá, y esto lo pienso ahora, de alguna manera los miedos de Fabiana tenían algún tipo de sentido al fin de cuentas, pero como era hermana de Tito y Tito era un estúpido nadie en la familia le prestaba atención. Ella me prestaba atención a mi y ese era un problema, porque no iba a explicarle lo de mis uñas. De hecho nadie lo sabía. nadie lo supo nunca.
Rubén estaba en Bruselas y desde ahí llamó a mamá el día que yo estaba cortando la uña de este otro dedo. Creo que hace catorce meses. O quince, no más. Recuerdo la cara de mamá y cómo le empezaba a temblar la mano que sostenía el teléfono. A ella siempre le temblaba esa mano cuando se ponía nerviosa. Rubén siempre la ponía nerviosa cuando iba a Bruselas. Yo la miraba y pensaba en la enorme suerte que tenía de no haber heredado ese temblor, porque teniendo el problema que tengo con las uñas ya hace rato que habría perdido varios dedos. O parte de ellos. Volviendo a ese día, recuerdo que mamá cortó el teléfono con una cara tal que yo guardé el alicate enseguida en el bolsillo de mi vestido. No sé por qué. No sé cuál era la asociación, pero una vez que la voz de Rubén, desde Bruselas, había entrado en esa tarde en casa y en la cara de mi mamá, exhibir algo tan íntimo como mi alicate me pareció desubicado. Ese día fue el primer desmayo de mamá. Recuerdo que la atajé justo a tiempo para que no golpee la cabeza contra el suelo, y mientras lo hacía agradecí al cielo tener esa uña corta, porque de lo contrario podría haberla lastimado. O habérmela roto.
Jamás me rompí una uña.
No sé qué se siente.

miércoles, 14 de octubre de 2020

Hambre ultravioleta


En un principio se mira al hombre, pero luego se entiende que sólo es posible ver al hombre cuando la mirada pasa a través de él. Sólo el ir más allá del hombre vuelve posible el verlo. De esta manera, entendemos que el hombre no es un cuerpo opaco sino translúcido. Entendemos, así, que deja pasar la luz pero no ver nítidamente, tal cual la definición de la palabra.
Así, entonces, como ocurre con todo cuerpo translúcido, si la mirada atraviesa un cuerpo brillante llegará al otro lado en forma brillante, y si el cuerpo en cuestión tiende a lo turbio, se egresará de esa mirada con un efecto óptico más ligado a la confusión (aunque en este caso cabe aclarar que dicha confusión dista de la oscuridad, otro ítem completamente distinto).
En el caso de la denominada "transparencia de último grado", en la que el cuerpo, si bien naturalmente translúcido, posee una densidad tal que permite ser atravesado sin ningún tipo de refracción (esto incluye el espectro completo de colores e incluso el espectro de frecuencias de los sonidos audibles), se da el caso paradojal conocido como "mirada en espejo", en donde el sujeto observador no llega jamás a ver al hombre propiamente dicho, si no que sólo advierte su propio reflejo cuando la mirada le es retornada. Se reconoce a este grado extremo de transparencia como algo singularmente nocivo para el entorno, y la tendencia es efectuar algún tipo de contaminación controlada en el cuerpo del hombre, para que logre un sano grado de opacidad que permita a la mirada atravesarlo y llegar al otro lado con una también sana transformación.
La refracción emocional que la mirada experimenta al atravesar el cuerpo es la responsable, en última instancia, de la construcción del así denominado "prejuicio refractario de la sana opacidad", manifiesto último y socialmente lúcido que permite una convivencia de cegueras felices y reflejos de notable desarrollo personal (también conocidos y estudiados, en algunos casos, como "infrarrojos fronterizos").

sábado, 10 de octubre de 2020

Credo


Creer
en la importancia
de ser mediado
por la incredulidad y la fiebre
hilvanando la lógica 
con el desánimo que baja
todo párpado hasta el cielo
donde se recostaron
las creencias
más falaces
que lograron caer
involuntarias
desde la punta de los dedos, 
es un desayuno periódico 
que inserta un helado riel de acero
en medio del pecho
para que luego
en algún momento espejado del día
el tren de sentires innominados
atraviese todo corazón posible
dejando cicatrizar al escepticismo
solo
amargo
y vuelto un ruego.

jueves, 8 de octubre de 2020

Todas tus caídas rotas


—La arena, por ejemplo. La arena no es un piso. Uno mete los dedos o la mano y va hundiéndose, parece un piso, pero cuando lo queremos usar de piso, desaparece. El agua es lo mismo. Desde arriba de un acantilado, por ejemplo, yo miro el mar y es un gran piso. ¿Podría usarlo para caminar?, me hundiría, caería sin fin y no llegaría nunca al fondo porque, además, me ahogaría. Y todo así. ¿No sería lo más lógico, viendo una nube, querer sentarse encima? No, obvio, es vapor, nos dicen. Si llegáramos a la nube veríamos que no hay nada. Caeríamos, también. Entonces se puede pensar que el único piso es la tierra. Pero tampoco. La verdad es que todo el tiempo estamos cayendo. El único estado que conocemos es el de la continua caída, perpetua, constante. Tan constante que ya nos olvidamos de que caemos y no lo percibimos. Pero caemos. ¿Y cuál sería el fin, el destino de la caída? No lo hay, porque esa pregunta sólo se la inventa un ser humano. No hace falta que haya un destino ni un fin. Las cosas pueden ser sin terminar nunca. E incluso pueden ser sin tener un motivo para ello. Caemos, eso es todo.

Dejó la valija apoyada en el banco de la plaza, pintado de verde. Miraba hacia algún punto en el horizonte y se cubría los ojos del sol. Luego metió la mano derecha en el bolsillo de su saco y extrajo un reloj de pulsera con la malla rota. Simuló mirar la hora, pero en realidad estaba pensando.

—Me pone triste saber que te vas. Que el enrejado del tiempo se va a complacer otra vez en llevarse esa caída tuya a una distancia tal desde la que no se puede escuchar una palabra.

A unos metros de distancia un perro se sentó sobre el pasto húmedo y miró con atención algo por delante. Él palmeó el lomo de su valija como si fuera un animal dormido que profesa una enorme fe en la ignorancia de su sueño.

—Rota. La gran palabra es rota. La caída está rota y deja, entonces, que supongamos pisar lo firme. Pero si mirás las patas de ese perro vas a ver que el pasto no podría detenerlo. Caería. Y su mirada, su atención puesta en algún otro animal. Caería. Y detrás del perro, como si su cola fuese una señal, todo el universo conocido en un gran embudo. O no. O quizás el perro caería por ese cono de emociones secas e incesantes que el universo le dejaría por detrás. Y luego nosotros. Y esta plaza. Y todo. O antes nosotros.

—Pero te vas. Y qué me importa entonces de tu caída si ya no puedo ser piso para complacerme con el golpe. Preferiría que el perro orine en el árbol y ese líquido se volviera lluvia amarilla jadeando su caída desde el cielo, para que saques de esa valija el paraguas blanco que te regalé y nos quedemos juntos debajo de él a esperar que pare. O que ladre.

Todavía tenía el reloj en su mano y la agitaba, como quien siente la impotencia de no poder explicar algo urgente, importante. Ridículamente grave. Por eso miraba constantemente la hora, el cielo, el perro, el pasto. Y a ella, con ojos de espina dorsal vencida por el espanto de algo irrenunciable.

—Sabés que si abriera la valija todo se acabaría.
—No.
—Para siempre.
—Si abrieras la valija saldría el perro de adentro, llorando a carcajadas y masticando pedazos de universo trozado que supo dejar caer en su pasto húmedo. Pero vos elegís irte y elegís llevarte tu valija con todas tus caídas rotas a otra parte.
—Se empieza por desconocer el piso y se termina por flotarlo todo. Yo no puedo hacer nada más. Vos elegís...

Se interrumpió. En ese instante el perro se levantó y salió corriendo hacia el lado del horizonte.
Su figura sobre el pasto húmedo comenzó a formar una sencilla nube gracias al vapor de la ausencia. La nube se elevó, flotando ondulante sobre las briznas verdes.
Ella miró los ojos de él, que a su vez miraban la escena humedeciéndose.
Luego, él rodeó su valija con el brazo derecho casi sin darse cuenta, como si fuera un abrazo largo, último, recordado.

martes, 6 de octubre de 2020

Intersticios


Pusieron ladrillos. Apilaron ladrillos creando un horizonte nuevo y artificial que subía conforme las manos iban deslizando filas de rectángulos ubicados. Miraron con cierta sorpresa, en algún descanso, cómo los ladrillos habían superado el horizonte de su mirada primero, el filo de su cabeza después. Al fin era algo superior. La escasa importancia, casi un menosprecio velado, que cada ladrillo podía tener en soledad, se revertía por completo al ser parte del todo. Se miraban disimuladamente. Era una sensación tan íntima como fuerte saber que ninguno podía faltar. Y las ilusiones, pusieron. También apiladas con una recta prolijidad sobrellevada en secreto para no despertar la ira de ninguna curva soberbia. Sin embargo a éstas no las fijaron con cemento. Las dejaron en una simulada construcción que le hacía frente al abstracto y lo irreal de aquel frío.

Junto a la pared se paraban las mujeres formando una fila. Sin orden, sólo una fila. Los ladrillos sobresalían como dientes de un exabrupto congelado en el instante de herir. Cada piel de mujer sobrellevaba bien el supuesto miedo por cada ladrillo expuesto, por cada sobresaliente herida potencial. En ocasiones, algún cabello rozaba los ladrillos y mínimos polvos de tonos rojos giraban en el aire, caían en algún hombro o espalda. Las palabras eran también ladrillos y se deslizaban en fila, de mujer en mujer, alzando el horizonte de cada tono de voz. Muchas de ellas, al cabo de varias oraciones, terminaban rellenando espacios entre ladrillos. Intersticios que dejaban para siempre el vacío para pasar a tener un sonido abstracto.

Llegó el día de la lluvia y junto a la pared se deslizaban dos mujeres únicas. Una de ellas marchaba con el espanto de la ceguera entre sus pasos, recreando los ladrillos con sus dedos encallados en el hambre de la imagen. La otra, cerrando la fila, padecía la oscuridad del mutismo y sentía cada gota de lluvia sobre su pecho como un odio que borraba de a una las palabras de su mente. Cada gota un encogerse de significados y cada gota un sonido menos. Y cada gota una ilusión que descendía por su piel hasta negarse en el piso

Entonces fue cuando pusieron la ventana. Abrir ese vacío en medio de la pared fue decirle, al fin, a cierta cantidad de ladrillos que indudablemente no tenían sentido. El resto, los que quedaron, miraban el hueco como quien se acaba de enterar de que la muerte existe y espera. Las ilusiones que acertaron a sobrevivir en el alféizar despertaron de un sueño de palabras de mujer embebidas en gotas de lluvia. Pero cuando la fila comenzó a prodigarse palabras sueltas en derredor de la ventana, ocurrió finalmente que cada mujer sintió la ventana como el espejo de su piel, aunque del otro lado del vidrio sólo existieran, ilusionadas para siempre y montando un horizonte de oraciones que se perdía en la altura, todas sus palabras perdidas alguna vez entre los intersticios de los ladrillos por venir.

lunes, 5 de octubre de 2020

No duele


Pienso.
Que no sé por qué camino solo al costado de esta ruta. La conozco. No es un lugar extraño. Y sé hacia dónde voy. Pero pienso en que camino solo al costado de esta ruta y no sé por qué. De dónde vengo. Pienso de dónde vengo y también lo sé, pero elegí no pensarlo.

Camino. Las luces en el cielo van cambiando muy suavemente de color. Se van apagando. Y luego renacen. A veces coincide cierto frío en el cuerpo con ciertas luces que no son del cielo. Son de la noche. O son de quien las enciende. Y el sol, que no es una luz, que es una mirada en la que no pienso.

Sería fácil pensar en que estoy perdido. Pero sin embargo conozco esta ruta. Conozco las cosas que están sobre ella y a su costado. Pero no conozco mis pasos, porque son distintos cada vez. Es un mirar de sol, es una luz que no tiene que ver con el cielo y que nombra cada cosa. Árboles. Casas. Campo. Tierra. Alambrados. Animales. Negocios. Ruta. Caras. Autos. Caras dentro de los autos.

Y el ómnibus que se detiene en la parada por donde yo estoy caminando. Lo miro. Una ventanilla se abre y la cara de un hombre se asoma. Me mira. Saca un brazo fuera y me lanza un cuaderno. La ventanilla se cierra. El ómnibus arranca. Veo sus luces rojas alejarse y algo de polvo que las ruedas levantan, retomando el viaje sobre el dorso de ese animal fantástico que es la ruta cuando duerme.

Me doy cuenta de que miro el ómnibus hasta que la figura se deshace sobre el horizonte. Y que lo miro con el cuaderno aferrado contra mi pecho. Pasan más autos, pero mis piernas siguen quietas. Las luces en el cielo siguen quietas, aunque no las mire. Abro el cuaderno. Paso página por página de la primera hasta la última. Todas sus páginas están en blanco. Salvo el último renglón de la última página en donde está escrita la palabra olvido.

Todo un cuaderno en blanco. Y yo conozco las cosas que están sobre la ruta, al costado, por delante. Pero no sé por qué camino solo. Sería fácil pensar en que estoy perdido, pero todo se resume a la cara del hombre que abrió la ventanilla. Una sola palabra en todo un cuaderno en blanco. Mis piernas vuelven a delinear el ir continuo de la ruta. Camino.

Cambian mucho las luces en el cielo antes de que las luces del pueblo próximo se acerquen. Se me sube algo de tibieza al cansancio frío, porque pienso en que voy a poder parar en el pueblo y descansar. Ahora que entendí la cara que se asomó en el ómnibus, también entendí que el cuaderno en blanco que llevo en mi mano está completamente escrito. Voy a detenerme, entonces, en el pueblo y voy a sentarme a descansar. Tengo que abrir el cuaderno y leer todo lo que he estado escribiendo.