lunes, 26 de octubre de 2020

No sé qué se siente


Las uñas me crecen desparejas. Las de las manos. Las de las dos manos. No sé si siempre fue así o si tardé en darme cuenta, pero ya desde hace tiempo esto es todo un tema del que me tengo que ocupar constantemente.
Por ejemplo, este dedo, la uña de este dedo, la última vez que me la corté recuerdo que mamá había regresado de su viaje a Bruselas. Casi el mismo día. No, no, el mismo día, seguro. Todavía estaba acomodando las valijas y tenía encima esa sonrisa que le dejaba siempre el avión, y mientras la escuchaba yo me la corté porque ya era el día indicado. Claro, nunca sé cuándo es el indicado, podría haber esperado un día más, por supuesto, pero quizás entonces ya no tendría ligado el recuerdo ese de cuando vino mamá de Bruselas con la uña. Y hace mucho de esto, porque esa uña tarda años. Lo sé. En cambio la de este otro dedo puede que sea como el otro extremo, llego a cortarla hasta tres veces al día, y sí o sí tengo que hacerlo de noche, porque corro el riesgo de despertar apuñalada por ella en la mañana. Alguna vez, cuando todavía tenía más paranoia que datos certeros, me ponía el despertador en la madrugada para cortarla, tanto era el miedo.
Esta de acá también es de las temporadas largas. No recuerdo tanto la última vez como el anteúltimo corte, porque había fallecido el tío Eugenio y yo me encerré en el baño durante el velorio para cortármela. Recuerdo que abrí el agua por temor a que se escuchara el alicate desde afuera, porque no había casi llantos y la gente estaba más interesada en cualquier cosa que la pudiera distraer un poco. No digo que el tío Eugenio no fuera querido, pero tampoco lo contrario, es decir, la noticia fue como algo que llegaba desde otra parte e importunaba un poco. Así, acabaron golpeando la puerta del baño y preguntándome si me sentía bien, por el ruido del agua y eso. La verdad es que no recuerdo que haya tardado tanto, quizás alguien exageró un poco, era sólo una uña, pero el problema era el aburrimiento y las horas que no pasaban más. Yo abrí la puerta y pregunté por el tío. Ya sé, sí, era desubicado, pero con los nervios fue lo primero que se me ocurrió. Me dijeron que había muerto y que lo estaban velando. Ahí mismo, incluso. Yo puse cara de que el dolor me había nublado el entendimiento, mientras guardaba el alicate en la cartera. Y entonces Fabiana, la hermana de Tito, llegó a ver de reojo el alicate y se puso pálida. Abrió grandes los ojos y me preguntó si yo no estaba por hacer una locura, si no me había encerrado en el baño para hacer una locura. La miré seria y me quedé pensando si acaso imaginaba que yo era capaz de suicidarme con un alicate de uñas por la muerte del tío Eugenio. Le dije que no, que se quedara tranquila. Pero no pude ir al baño nunca más en toda la noche porque tenía la mirada de Fabiana encima todo el tiempo. De todas maneras, me entretuve con esta otra uña, la que crece a velocidades exageradas, controlando que no perfore nada hasta que pudiera salir de allí y cortarla. Evidentemente si volvía a sacar el alicate en medio de ese velorio algo acabaría mal.
La de este dedo es un término medio, pero también clasifica en años de espera. Así es como la última vez que la corté recuerdo que papá vivía y justo ese día me había traído un paraguas de regalo. Violeta, era y hacía un sol afuera que desmentía del todo algún posible rastro de cordura en lo que papá había hecho. Me acuerdo que lo miré, miré el paraguas, miré el sol y me puse a reír a carcajadas tan fuertes que él mismo se contagió y acabamos los dos tentados de la risa. Ese día, mientras vigilaba mi uña que ya estaba por cortar, recuerdo que miraba la cara de papá riendo y algo me atravesó de golpe diciéndome que era la última vez que mi papá vería esa uña sin cortar. Es más, ni llegó a verme estrenar ese paraguas violeta. El día del entierro llovía a cántaros y lo llevé en alto con mucho orgullo, recordando el sol del pasado. 
Esta es de las más regulares, diaria, una vez por día sin fallar, pero la tengo totalmente controlada y cada vez que me siento a almorzar coloco el alicate a la derecha de los cubiertos para atenderla luego del postre. Claro, no lo hago en la mesa, sería una falta de educación, pero tener el alicate ahí hace que no me olvide. Fue el mismo Tito, el hermano de Fabiana, que un día, almorzando con nosotros y mientras mamá le servía la carne miró mi alicate y no pudo contenerse. "¿Tan dura es la carne que el cuchillo no alcanza?", dijo. Y se creyó gracioso, riéndose solo. Entonces yo, que conocí la risa de mi papá y la que el avión le deja a mi mama dibujada siempre, no dije nada, total ahí estaba mamá para volcarle encima a Tito como "sin querer" parte de la sopa en sorda venganza, mientras me miraba cómplice y yo miraba mi uña, haciéndome la desentendida mientras Tito corría al baño. No era gracioso, era estúpido. Pero él no lo sabía.
La de este dedo no tiene nada de especial. O sí, quizá demasiado. Varía en períodos de meses a años y me obliga a un control atento. A estar pendiente. Pero lo especial es que la última vez que la corté recuerdo cómo la mojaba con lágrimas constantes. Estaba llorando mucho porque Alfredo me había dejado. No quiero hablar de eso ahora, pero sí recuerdo que ese día no hacía falta cortarla, realmente, podía haber esperado hasta una semana más. Pero Alfredo me había dejado y si yo no cortaba esa uña no sé qué podía pasar con mi vida. Fue un modo de salvación. Fue un sacrificio menor que me permitió evitar un sacrificio mayor. Quizá, y esto lo pienso ahora, de alguna manera los miedos de Fabiana tenían algún tipo de sentido al fin de cuentas, pero como era hermana de Tito y Tito era un estúpido nadie en la familia le prestaba atención. Ella me prestaba atención a mi y ese era un problema, porque no iba a explicarle lo de mis uñas. De hecho nadie lo sabía. nadie lo supo nunca.
Rubén estaba en Bruselas y desde ahí llamó a mamá el día que yo estaba cortando la uña de este otro dedo. Creo que hace catorce meses. O quince, no más. Recuerdo la cara de mamá y cómo le empezaba a temblar la mano que sostenía el teléfono. A ella siempre le temblaba esa mano cuando se ponía nerviosa. Rubén siempre la ponía nerviosa cuando iba a Bruselas. Yo la miraba y pensaba en la enorme suerte que tenía de no haber heredado ese temblor, porque teniendo el problema que tengo con las uñas ya hace rato que habría perdido varios dedos. O parte de ellos. Volviendo a ese día, recuerdo que mamá cortó el teléfono con una cara tal que yo guardé el alicate enseguida en el bolsillo de mi vestido. No sé por qué. No sé cuál era la asociación, pero una vez que la voz de Rubén, desde Bruselas, había entrado en esa tarde en casa y en la cara de mi mamá, exhibir algo tan íntimo como mi alicate me pareció desubicado. Ese día fue el primer desmayo de mamá. Recuerdo que la atajé justo a tiempo para que no golpee la cabeza contra el suelo, y mientras lo hacía agradecí al cielo tener esa uña corta, porque de lo contrario podría haberla lastimado. O habérmela roto.
Jamás me rompí una uña.
No sé qué se siente.

2 comentarios:

  1. Me encanta este texto, amigo. Te hiciste esperar. Cortarse las uñas es un ritual tan placentero como extraño, justo hoy lo pensaba mientras escuchaba el cortador de Jose en el baño. Deliciosas casualidades.
    "Jamás me rompí una uña. No sé qué se siente". Final perfecto.

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  2. Gracias, amiga. Andábamos por allí, perdido en otras artes... ya sabes tú.
    No sé qué es más extraño, si cortarse las uñas (que es cortar un trozo de cuerpo, en definitiva) o esa manía irreverente de que nos crezcan de forma infinita. Esto me recuerda a algo que leí por ahí alguna vez, eso de que es tan extraño que cuando queremos agradar le mostremos al otro justo la única parte del esqueleto que se asoma al exterior, es decir los dientes. Si yo dijera que para agradar voy a mostrar un trozo de mi esqueleto, no caería bien. Pero está instaurado socialmente y ahí van todos... mostrando su esqueleto y recibiendo premios y brillos por la vida... ¡Abrazo!

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