jueves, 26 de agosto de 2021

Lo que había pasado


No hubo necesidad de usar dos días del almacén siempre escaso del tiempo para contener su nacimiento y su muerte. Con cinco horas y veinte minutos bastó. El almanaque no necesitó dar vuelta ninguna hoja. Sólo las agujas del reloj lo siguieron más o menos de cerca, contando desganadamente un transcurrir que les sabía inútil, aunque no dijeran nada por oficio y por piedad.
Quizá lo único cercano al amor que pudo entrever en su vida fueron las manos del veterinario que lo puso en ese cajón de madera que acondicionaron con paja. Y lo más cercano a una separación amorosa fue la mirada que el mismo le dejó antes de cerrar su maletín e irse del galpón.
No entendía el lenguaje hablado, algo obvio para un ser de apenas minutos de vida, pero alguno de sus sentidos, de comportamientos y resultados imprevistos debido a sus malformaciones, podía hacerle entender el significado de las vibraciones que sentía a su alrededor. Voces que duraron poco porque en seguida trataron de alejarse del lugar y dejarlo solo. Llegó a entender que “esto pasa a veces en el campo”, que “la gente es muy bestia, peor que los animales”, que “¿no lo van a sacrificar?, que “a mi me parecía que esa chancha no estaba normal”, que “es una aberración y habría que llamar al Padre Boris”, que “¿cómo pueden hacer esas cosas con un animal, no saben que puede pasar esto?”, que “el veterinario dijo que no puede tener sobrevida por los órganos”, que “déjenlo, pobrecito, que se vaya en paz”, que “a algunos paisanos habría que castrarlos, pedazo de bárbaros, no saben lo que hacen”. Y entendió también que nadie le hablaba a él. Casi nadie hablaba de él. Y casi todos sólo hablaban de “lo que había pasado”.
Él era “lo que había pasado”. Fue lo más cercano a un nombre que tuvo en sus horas de vida.
Si hubiera tenido algo similar a un ojo dentro de sus malformaciones, o sentido de la vista llegando desde algún lado, sólo hubiera conocido caras espantadas. Algunas rozando el asco y otras más inclinadas a la lástima. Hubiera pensado que esas eran las caras normales de las personas. Y si hubiera tenido un espejo a mano, hubiera entendido que él no era una persona. Tampoco un cerdo, si hubiera mirado a los que había alrededor. “Lo que había pasado” era algo intermedio que sencillamente no podía existir. Quizá, lo más parecido a alguna conjetura que llegó a concebir frente a su situación fue que probablemente había equivocado el lugar para nacer. Como si un salmón naciera en el nido de un águila. Eso, al mismo tiempo que lo ponía triste, le daba la alegría de pensar que en algún lugar existían muchos cómo él, que en algún lugar su cara era normal y su cuerpo era lo corriente y hasta deseado; y en algún lugar, que no era éste, sus órganos funcionaban con normalidad para una vida larga y no le provocaban estos dolores de desgarro que lo iban llevando de a poco a una inconsciencia de neblina.
Para cuando finalmente quedó solo en el galpón y ya no hubo voces ni movimientos, entendió que este último pensamiento era lo único que tenía en su existencia para aferrarse. Lo único que tenía sentido era encontrar su lugar, ese sitio en donde estuvieran sus pares y en donde podría sentir ese lujo de mirar y ser mirado. Y hasta quizá tener un nombre. Pero todo se le presentaba extremadamente difícil… tan difícil moverse, respirar, estirar un miembro era ver una lluvia de agujas torturándolo, ¿darse vuelta para erguirse?, imposible, ¿pensar en caminar y buscar ese lugar?… ¿Cómo? Necesitaría toda una vida para eso. Toda una vida, se dijo.
Y ahí entendió la respuesta final. Otra vida.
Y pudo alcanzar la paz.

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