viernes, 20 de agosto de 2021

¿Lo podré ir a visitar, no?


Sobrepeso, le había dicho el médico, no llega a ser obesidad, pero hay que cuidarse. Alberto salió del consultorio con la palabra “cuidarse” entre las manos, mirándola con atención. Luego la guardó en un bolsillo para llevársela a su casa y tenerla presente. Ya en la calle, al sacar la billetera se le cayó en la vereda y, como ningún cuidado hace ruido, no se dio cuenta. Al llegar a su casa estaba de buen ánimo, sonriente. De camino había comprado pastas para la cena. Y vino.

“Hay que vivir la vida”, le dijo a su amigo guiñándole un ojo, mientras pinchaba con el tenedor la tercera porción de tira de asado. Su amigo lo miró indiferente, pero atinó a decirle que “cuidate un poco, mirá que los años no vienen solos”. Alberto, por toda respuesta, le pidió que le alcance el vino, ya que su estómago imponía una distancia entre él y la mesa que sus brazos no lograban alcanzar. Ese mismo día, por la noche, sacó al patio la silla esa de caño que se había desoldado en una de sus patas. Cada vez hacen peor las cosas, murmuró antes de acostarse.

“Señora, el compromiso de salud en su marido es severo, no puedo hacerle pronósticos, por supuesto, pero tiene que entender que hay límites. Ya no hablamos de riesgos, hablamos de que, pasado cierto punto, el físico no puede contener una expansión ilimitada.” Y, mientras ella miraba a Alberto ocupando cuatro camillas reforzadas, el médico ejemplificó: “¿Se puede inflar un globo durante una hora?, no, ¿verdad?, terminará reventando en algún momento. Bueno, piénselo así, por favor, y ayúdelo a cambiar de hábitos”. Esa tarde a la ambulancia se le rompió el amortiguador trasero izquierdo y tuvieron que utilizar un autoelevador y un transporte de materiales de construcción que pasó cerca y se ofreció a ayudar.

—Yo entiendo lo extraño del pedido, señor, pero créame que lo necesitamos.
—Mire, señora… es verdad que el Deportivo Norte ya no juega al fútbol y la cancha no se usa, pero que se la alquile para… para…
—Por el dinero no hay problema. Por suerte tenemos una buena posición económica.
—Sí, la entiendo, pero ¿alquilarle la cancha de fútbol para poder ubicar a su marido? ¿Yo entiendo bien o es una forma de decir?
La esposa de Alberto miró al piso revolviendo algo de ese pasto raleado de la cancha descuidada con el pie. Y volvió a mirar al hombre con los ojos húmedos.
—Entiende bien. Alberto ya no entra en otro lugar. Ah, y otra cosa… si no consigo hacer el traslado por vía aérea, porque me están negando los aviones de carga, vamos a tener que demoler una de las tribunas para poder entrarlo. Pero tranquilo, nosotros corremos con los gastos.

Jeffrey Zöieg, hijo de un famoso escritor de obituarios, devenido en el empresario más importante a nivel mundial en el área tecnológica e innovativa, miró alternativamente a la esposa de Alberto y a la carpeta que tenía frente a sí, en su escritorio.
—No le voy a mentir, señora, todo esto implica un riesgo para la salud de su marido. Estamos hablando de seccionarlo en pedazos para poder trasladarlo y, al mismo tiempo emplear un sistema de mantenimiento vital que accione por wifi la coordinación para que el corazón mantenga a cada parte separada con vida y en vuelo a unos cientos de metros de distancia, en cada nave. Entiéndame… esto no se ha hecho nunca.
—Mire, señor, yo le agradezco su voluntad, créame que todo lo que sea para el bien de mi marido es bienvenido. Yo lo único que le quisiera preguntar es… bueno, digamos, ¿luego lo van a volver a ensamblar, no?

La esposa de Alberto lloraba apretándose la nariz con un minúsculo pañuelito blanco retorcido. Frente a ella, el coronel Smith mantenía la serenidad, pero con un dejo de cansancio por el tema. Diría lo mismo una vez más, intentando convencerla al fin.
—Señora, tenemos que dejar de lado la parte sentimental, que entiendo. Es algo definitivo, Alberto ya no puede habitar el planeta. Sus dimensiones acaban de superar, según las últimas mediciones por satélite, la superficie de Canadá. Cada vez que orina cambia la altura de los océanos y este miércoles se reportó la desaparición de Singapur. Su último estornudo marcó un inédito 25.3 en la escala de Richter y todavía no pudimos bajar a la ballena que encalló en la Estatua de la Libertad. Y así podría seguir…
La señora interrumpió sus sollozos y miró al coronel con la mirada perdida. —Y dígame una cosa, nada más, y con esto me quedo tranquila. Cuando lo pongan en órbita, ¿lo podré ir a visitar, no?


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