martes, 17 de agosto de 2021

Veintisiete alforjas celestes


Ellos lucían los bordes de su precipicio como si se pudiera sazonar con luz el canto esmerilado de las voces pasadas. Y arropaban con hiperventilaciones de abismo seco a cada noche estrellada que solían servirse en cada cena.

Vos, sentada a escasos tres jirones de nostalgia de tu último banco de plaza moteado de excusas de lluvia, diluías cada sol de cada atardecer en una olla gangrenada de desfiles y pactos familiares revolviendo, con la importancia simple de una órbita espesa de ruegos, el ardor bronceado de un portarretrato cuajado de sonrisas (dientes blancos en formación de sadismo prolijo).

Ellos caminaban sin que la marea pudiese preguntarles nada, ladera arriba de sus gritos sofocados y con las especias repartidas en veintisiete alforjas celestes que formaban la palabra “limbo” si se las miraba desde el abismo correcto. Cada arista del vacío era cobijada con cuentos para dormir, en donde el vuelo de Ícaro triunfaba y en donde el sol era puesto de rodillas para consuelo del abismo. Mientras tanto, el rumor ocre de cada ola rompiendo en la tristeza de cada uno de sus pasos jugaba un dominó de sonidos con apuestas de espuma y algas como monedas de cambio.

Nosotros sacamos de las cuevas los espejos y los enfrentamos a todos con todos, logrando un infinito de bolsillo que lograra mantener caliente el café de la mañana. Pero, en la tercera cucharada de azúcar revuelta, el vigésimo séptimo espejo se quebró en llanto al recordar que su amor imposible supo ser una esbelta caña de azúcar. Los inequívocos siete años de mala suerte posteriores nos permitieron contar una a una todas las rocas ya sazonadas, y deletrear el derruido soneto contaminado de anáforas que formaban las veintisiete alforjas celestes.

Vos trozaste los cuartos traseros de la casa familiar y pusiste a gratinar un jardín entero de olvido que estaba estacionado en el parquímetro más recordado del freezer. Sonreías. Creías haber sincronizado cada uno de tus parpadeos con ese flamear de los caños de gas, y el crepitar del horno con la presión de los milimétricos insultos de tu madre ya desgajada. Supiste desencantar la rima de nuestros sonetos mientras el último jirón de la más celeste nostalgia simulaba desmayarse sobre el último banco de plaza. (¿Recordarás a tiempo que el precipicio empieza apenas tres horas después de que la plaza se duerme? ¿Entenderás a tiempo que el último verso del soneto compuesto por la alforja veintisiete nombra tu nombre nombrando la rima que te divorció de la lluvia?).

Yo te he llamado por teléfono y por desdicha, hasta que todas las antenas hirvieron de ansiedad. He visto el humo azabache de un horno cabalgando en el paroxismo de la cocción con caños de gas ondeando en la brisa (¿banderas de brasas en revolución de ceniza?). He visto al jardín entero enamorar al precipicio con los mismos cantos esmerilados de voces pasadas de sazón. Pero la luz huía, ultravioleta y ultrasensible al juego de dominó que ellos enredaban entre espumas y algas. Pero la luz huía, ultramar de tristeza que delineaba cada alforja inequívoca en cada especia de cada exquisito limbo.

Ellos aguardaron a que el viento del mar callara su monólogo de flamear cabellos y embriagar copas de pinos, y se sentaron a cenar. La primera porción de noche estrellada fue trozada y servida, usando el portarretrato de los dientes blancos como plato. El sol, un humilde salero que pasaba de mano en mano, llevaba en su corona la marca de los dientes de Ícaro.

Dentro de las cuevas, los espejos callan.
Y el teléfono sigue sonando.

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