domingo, 6 de septiembre de 2020

El soporte de su vida


¿Cómo separar el pizarrón y el polvo de tiza, colocado con una prolijidad vehemente en forma de letras, números y signos, de la fórmula?
Había terminado. Había dejado la brevedad de tiza restante en el escritorio y había sacudido los restos de sus dedos.
Ahora, su primera sensación era un espanto vaciándose en vértigo. Miraba la fórmula en el pizarrón y no podía concebir la posibilidad de que exista más allá de tiza y pizarrón. Eso le nublaba la vista y se sentía dispuesto a golpear con los puños al enemigo rectángulo verde hasta que comprenda. Luego dio dos pasos hacia atrás en la soledad de su oficina y respiró hondo.
Obvio que no sólo allí puede existir la fórmula, no ha enloquecido ni está a punto de perder la razón. Él entiende que se puede copiar en un papel sin mucha dificultad y hasta tomarle una fotografía, como un recurso extremo. Pero también es consciente de la altísima probabilidad de no alcanzar nunca más ese resultado brillante. Lo sabe. Casi pudo escuchar una explosión metafórica dentro de su cerebro cuando luego de más de veinte horas de cálculos y ensayos se topó con la fórmula. Y ese fue precisamente el punto de partida del miedo.
Debo ser realista, se dijo intentando nuevamente respirar hondo y relajarse, en este momento la fórmula está en manos de la tiza y el pizarrón y no existe en ningún otro lado. Y sé que, si se pierde, difícilmente pueda rehacerla con la perfección que ahí está manifestada. Eso y dar por terminada su vida le sonaban sinónimos. Y también sé, siguiendo con el realismo doloroso, que ellos saben lo mismo, concluyó. Es más, se dijo luego tomándose el pecho, sólo nosotros tres en el mundo sabemos que existe hoy esa fórmula y que está en manos de ellos dos, que son el soporte y que podrían, si su maldad se manifestara, borrarla y acabar con todo.
Intentaba razonar para calmar su angustia y el resultado era peor. Cada visita que le hacía al marco de la realidad y el razonamiento lo dejaba más abrazado al pánico. ¿Era realmente el fin de todo? ¿Habría llegado hasta esa cúspide de inteligencia desatada para finalizar sus días a mano de un chato pizarrón y una vetusta tiza, sólo porque ellos eran "soporte" y sin soporte no existe lo soportado?
Obviamente, no. Obviamente lucharía. Su cabeza proponía alternativas a razón de decenas por segundo, cada cual más delirante que la anterior. Terminaba por poner peor las cosas al mezclar alternativas posibles con invenciones irrealizables. Cuando notó el sudor frío en sus manos decidió frenar la inventiva, estaba yendo demasiado lejos. La respuesta era tan obvia como peligrosa, su cuaderno y su lapicera esperaban ahí, sobre su escritorio. Se trataba de tomarlos, copiar la fórmula y arrebatarle al enemigo para siempre el poder supremo de ser el soporte de su vida. Pero, ¿cómo hacerlo sin que lo adviertan y desaten la venganza? 
Ahora sentía la camisa blanca pegada en la espalda. La frente también mojada y el pecho apretado en una idea de batalla épica y solitaria. Al instante, una nueva explosión metafórica le despejaba la vista. Recordó ese viejo dicho que dice: "¿cómo se esconde a un elefante rosa en medio de una calle?, pues llenando la calle de elefantes rosa". La idea sería adoptar una estrategia tan vieja como efectiva: la indiferencia. Debería abocarse a llenar el pizarrón de más fórmulas y signos y letras y números y conclusiones e inutilidades de todo tipo. Al fin de cuentas algo era absolutamente cierto: sólo él conocía qué cosas de ese pizarrón, ahora empastado de signos, eran parte fundamental de la fórmula y qué cosas eran simple relleno que lo inflaba todo. No era posible que el pizarrón y la tiza fueran capaces de distinguir eso, pues si les otorgaba esa inteligencia los colocaba a la par de él, y eso no era posible. Sobre todo por una cualidad ética que los diferenciaba, ya que él jamás se quedaría con una fórmula ajena, tal como ellos planeaban hacer en su maldad y resentimiento de ser meros soportes no pensantes. 
Cuando tomó el cuaderno y la lapicera, un nuevo temor sopló algo de oleaje sobre la calma que estaba construyendo. ¿Y si advertían que él en realidad no estaba copiando todo lo que contenía el pizarrón? ¿Podrían cotejar al vuelo los movimientos de su mano con la lapicera y compararlos con los escritos de la tiza? ¿Podrían advertir que no eran simétricos? No podía correr riesgos. Debería copiar todo exactamente como estaba en el pizarrón y luego, cuando hubiera podido egresar del infierno y estuviera en terreno amigo, pasaría la fórmula del cuaderno a algún otro lugar en donde pudiera separar el agregado inútil de los verdaderos términos de la fórmula. Claro que esto no evitaba la posibilidad de que el soporte enemigo decidiera, llegado el momento, barrer con todo sospechando que intentaban robarle la fórmula que él pensaba robar. Pero al menos le permitía la esperanza de la confusión de datos y la estrategia de la indiferencia. 
Con los primeros reflejos del amanecer ya próximo subiendo por la ventana abierta, dejó la lapicera sobre el cuaderno y reparó en su mano dolorida, sus ojos enrojecidos y su espalda endurecida. Había llegado a realizar siete copias de todo el pizarrón en su cuaderno. Había ganado, evidentemente. Miraba el pizarrón y todo parecía inmóvil. No acusaba recibo de la derrota. Claro que no podría asegurar que en todas esas horas el soporte no hubiese cambiado subrepticiamente ninguna letra o número, no hubiese alterado algún signo o algo peor. Pero el cansancio atroz que sentía le dijo que ese era un riesgo que debería de correr. 
Ahora, quedaba la estocada final. El golpe último, sublime y sinfónico de la batalla ganada. Borrar el pizarrón por completo. La maniobra magistral que dejaría al enemigo sin nada y revolcado en su propia indignidad, en su perversa falta de ética. Tomó el borrador y comenzó desde un ángulo, con movimientos de su brazo, lentos y disfrutados, amplios, retrocediendo y repasando, puntilloso, detalles, breves jirones de tiza rebeldes, girando las manos, caminando hacia atrás y casi llorando de la emoción. 
Así, exhausto pero feliz, empapado en una transpiración que muy poco tenía que ver con el frío reinante, apretó fuerte su cuaderno contra su pecho, apagó la luz de su oficina y comenzó a descender las escaleras.
Salió a la calle y respiró hondo. El aire de la mañana era una vida nueva para él. Se detuvo un instante en la vereda como si necesitara un repaso mental de lo vivido esa noche. Ahí reparó en el cuaderno apretado entre su brazo y su pecho. Entonces oscureció.
Ahora, la fórmula sólo existía en el soporte del cuaderno...

7 comentarios:

  1. Me pregunto cuántos discos duros externos tienes...

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  2. Querido Anónimo de las 8:05:0 GMT-3, la respuesta es ninguno, porque yo no he llegado jamás a ninguna fórmula. No se lo diga a nadie pero... yo soy la tiza.

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  3. Querido Anónimo de las 13:23:00 GMT-3, sí, tal cual, yo suelo confiar en la confianza, pero hay veces en las que ser tan confiado acaba por provocar desconfianza. Pero bueno, no quiero ponerme confianzudo, así que le estrecho la diestra y que tenga un domingo de sol.

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  4. Ser la tiza no es ninguna minucia. No es acaso más que la propia fórmula? La tiza es la posibilidad de todas las fórmulas.

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  5. Ha captado la idea.
    Hay veces que ciertas humildades esconden omnipotencias desmesuradas.
    :)

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  6. Pues una vez captada la idea, insomne espero el próximo texto.

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