domingo, 13 de septiembre de 2020

El peligro que significaba


Luego de eso se quedó quieto y no volvió a moverse nunca más. Ni a hablar. La mirada parecía perdida, o concentrada. A veces cerraba los ojos, pero no aparentaba dormir nunca. Los miembros, laxos, colgaban alrededor del cuerpo sin entender que aún pertenecían a un organismo vivo. Comenzaron las hipótesis, las teorías, los supuestos, las ideas. También los controles. Alguien se interesó en su corazón y lo midió, latía exactamente a un mismo ritmo siempre, sin variar. La respiración, pausada, invariable también. Le hablaron, desfilaron por la habitación y le hablaron, cada uno con argumentos distintos, planteos nuevos, apuestas, monólogos, diálogos simulados. Escribieron guiones y recurrieron a las fibras más íntimas y a los traumas casi enterrados, con ayuda de terapeutas que lo conocieron. También hubo dramatizaciones, cuadros preparados para conmover, asustar, emocionar, aterrar. Simularon hasta una muerte y lo rodearon con un velorio de cartón en donde un ser querido pasó más de doce horas simulando. Pasaron también a la intervención invasiva y actuaron sobre el cuerpo, testeando dolores, sensibilidades térmicas, presiones. Se propuso lisa y llanamente la tortura y se propuso también la mesura ante el desborde. Investigaron y hallaron que quizás algún otro caso en la historia podía tener algún paralelo, pero nadie consignaba el final ni el tratamiento y eso los ponía más nerviosos. Alguien mencionó la eutanasia y se pidió silencio ante la locura. Se vivieron escenas de descontrol y se lograron frenar actos de violencia al límite de la desgracia. A cada idea o tentativa se le respondió con los insultos de quienes la desacreditaban, ya sea por probada o por inútil. Cada vez más, en su habitación, lo único quieto e impasible era él, y alrededor todo se descontrolaba conforme pasaba el tiempo sin cambios. En un confuso episodio, todos eran confusos a esa altura, alguien sacó un arma e intentó dispararle, pero otro logró desviar un poco el tiro y la bala terminó matando a un tercero que traía un casco inventado por él para, según su teoría, lograr despertarlo con señales eléctricas de alto voltaje. Lógicamente alguien gritó que se había cruzado un límite inadmisible, mientras desarmaba al desencajado asesino, y gritó también que todo aquello debía terminar.
Por supuesto, luego de un proceso judicial bastante difícil por la nula cooperación de él, coincidieron todos en que debía ser condenado por asesinato y recluido en una cárcel de máxima seguridad para preservar a la sociedad del peligro que significaba.

Como era de esperar, al poco tiempo de estar en una celda, falleció. 
Lo enterraron en una soledad sin discursos y con más muestras de alivio que de dolor.

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