viernes, 28 de agosto de 2020

La fiebre incolora del dragón afónico


Cierra la puerta de su casa y camina hacia la plaza. 

Nunca vi el sol entre los árboles de la costa, tomándole la fiebre al agua que se descubre incolora en el borde, agitada como un temblor de labios murmurando. 

Parado en el centro de la plaza, con las manos en sus bolsillos, cuenta la cantidad de luces que se encendieron hace minutos y el número es la mitad de todos los dedos de su cuerpo. Puede avanzar, entonces. 

Debería saber hundirme en el agua y lograr que el sol no repare en mi. Luego debería saber encontrar la costa sin agua y poder sentarme en la orilla a simular un árbol frondoso. 

Llega a la baranda despintada del final de la plaza y apoya sus manos. Mira la costa cercana. La cantidad de dedos que lo aferran a ese caño no es exactamente la misma que la cantidad de luces que se han encendido. No puede avanzar, entonces.

Miro al cielo de la plaza entretejido de árboles y ninguna luz se ha apagado. Siento horror, miro mis manos sobre la baranda. Son solo nueve dedos. 

El sol conversa con la luz número 9 y le sugiere que coopere si acaso valora su brillo. La luz, de un amarillo cálido, se pone fría de los nervios y tiembla, siendo confundida con una vela por un caminante que pasa por la vereda opuesta. 

Debo llegar hasta los árboles de la costa y pedir ayuda. Abrazarme a un tronco y dejar que la savia rehabilite mis nervaduras decadentes. Nadie le está tomando la fiebre al agua de la orilla y al descubrirse incolora puede que estrelle sus labios en las rocas perdiendo la voz para siempre. 

Desciende por la pequeña barranca de la plaza, dejando atrás la baranda despintada. No quiere mirar hacia el cielo, pero escucha conversaciones y el juego de luces resultante se alterna en tonos de amarillo pálido entre sus pómulos. Sus dientes apretados le dan la razón y él la guarda en su garganta. 

No quiero volverme. No quiero mirar. No hace falta. Muevo mi mano izquierda en el bolsillo y el dedo índice se ha ido. El pecho se me oprime y debo hacer un enorme esfuerzo para impedir que mi cabeza haga cuentas. La costa aún está lejos, pero creo imaginar que los árboles se estiran con disimulo para indicarme que siga. 

El agua de la orilla por primera vez en su vida siente un mareo. Una sensación extraña. En cada suave entrada en la costa rocosa cierra los ojos para no sentir ese vaivén que le revuelve el estómago y, al retirarse, contiene la respiración para evitar la náusea. El árbol más cercano a la roca que está a la izquierda de la rama partida en tres que yace a la derecha del árbol más al frente de la parte izquierda de la costa, nota un vapor muy leve que se alza del agua que llega a la orilla. No lo duda, fiebre, se dice con preocupación en sus tallos. 

Ahora escucho una conversación que deliberadamente quiere ser oída. La luz número 5 cederá a las amenazas del sol y voy a perder inevitablemente otro dedo. Espero, contengo la respiración, noto el parpadeo en la plaza que me circunda y luego el reflejo amarillo pálido que se retira. Junto a eso, mi meñique derecho desaparece e instintivamente cierro la mano, acariciando con pánico el muñón recién nacido. 

Ocurre luego lo inesperado. Un alerce de brazos robustos y mirada lejana, hundida en un horizonte de esperanzado atardecer por llegar, se desploma con la solemnidad del renunciamiento histórico de un cometa que ha decidido dejar de orbitar el sol. La plaza guarda un silencio retórico que deja escuchar la espuma del agua afiebrada en la orilla. 

Entiendo. Miro el pozo gigante que dejó abierta la caída y entiendo. Las raíces desnudas del árbol caído desafían con palabras sordas a lo que habite el cielo. Si pudimos con esto, podremos con todo, parecen decir. Y yo entiendo. Debo sumergirme en el pozo abierto en la tierra desgarrada y llegar desde ahí hasta la costa, logrando que el sol no repare en mi, luego sentarme en la orilla y desde el disfraz de un árbol frondoso, calmar la fiebre del agua en la orilla, tratando de que no se vea incolora. 

Lo último que ve en la plaza el caminante que pasa por la vereda opuesta, es el reflejo de un sol que filtra por entre las ramas caídas del alerce los últimos rayos de una cólera violeta, logrando un juego de luces que el caminante interpreta como las sombras chinescas que representan a un dragón ya afónico. 

Luego de esto, todas las luces se apagan y la fiebre baja.


(Ver)

9 comentarios:

  1. Aquí echo de menos un comentario de la otra mitad de la audiencia porque este escrito desafía mi capacidad de entendimiento.

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  2. Pero si lo dice clarito: "Nadie le está tomando la fiebre al agua de la orilla y al descubrirse incolora puede que estrelle sus labios en las rocas perdiendo la voz para siempre." ¿No me diga que nunca vio alguna agua en alguna orilla sufrir un súbito desengaño cruel al descubrirse incolora? Bueno, quizá no sea un tema que salga en los diarios, pero pasa mucho. Luego les sube la fiebre y eso recalienta los mares, sin ir más lejos. Aparte, como bien se explica, en algunos casos la desesperación las lleva a estrellarse contra las rocas para romperse la boca y perder la voz, creyendo que si son impotentes de denuncias todo morirá en una rompiente inadvertida. La gente que ve romper las olas contra las rocas cree que es un bonito espectáculo, pero ignoran el drama oculto.
    Este texto viene a poner algo de luz acerca de eso. Y a contar cómo un anónimo héroe intenta remediar ese flagelo silenciado.

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  3. (Por otra parte le comento que ya le cursé su pedido a la otra mitad de la audiencia del blog y en estos momentos está siendo trasladado por la fuerza pública hasta acá...)

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  4. Mire: usted sabe que cuando lo trato de usted nada bueno se avecina.
    Como le dije en privado (no es que lo quiera hacer público),
    si usted fuera dos (2), horas en la semana al terapeuta, eso le haría muy bien... a sus lectores.
    Referido al texto... si hay algo que al humanoide le hace bien: es caminar.
    Principalmente cuando la fiebre acecha a la hora del crepúsculo, principalmente cuando la caminata permite apreciar detalles que sólo existen en nuestra imaginación pero son tan necesarios como el agua, especialmente, cuando la larga caminata nocturna nos permite reencontrarnos al amanecer,
    con ese dragón que ha quedado afónico, de tanto pensar.
    Gracias!

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  5. Querido Anónimo de las 20:01:00 GMT-3. Respecto al terapeuta, le comento, la primera vez que fui me dijo "usted tiene que escribir". Luego volví y me preguntó "¿y ahora por qué viene?", y yo le contesté "porque me leen"...
    Por lo demás, creo que ahora ya quedó clarito como el agua incolora y afiebrada.
    Yo les agradezco a ambos porque me han hecho entender este texto que, como bien dijo Anónimo de las 13:13:00 GMT-3, no se entendía ni traducido en sánscrito. Ahora sí. :)

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  6. ¿Se suma un lector más o es alguien del 50% que se está subtitulando en inglés?
    Bienvenido Unknown de las 20:50:00 GMT-3 y no, por favor, gracias a usted por pasar!

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  7. Ahora podré dormir algo más tranquila...

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  8. Me alegro. Pero cuídese de no soñar con dragones...

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