lunes, 3 de agosto de 2020

El menor de sus gestos


El eco de sus pasos se enredaba en las telas de su hábito. 
¿Era verdad la presencia que se intuía en la madrugada o pura sugestión? 
Caminaba sobre los mosaicos de un gastado eterno respirando el frío húmedo. Las yemas de los dedos acariciando la madera de los bancos desiertos para calmarse. Los ojos acostumbrados a la oscuridad. La iglesia era más que su casa, era un útero, o su única posibilidad de nacer algún día. Pero así y todo, en la negación de la noche cambiaban las sensaciones. 
¿Lo que se pega en la piel mientras penetro la obscuridad es una mirada que desconozco o son retazos de pasado que no acaban de caer? 
La presencia y la mirada, de existir, tenían algún tipo de interés en ella. Lo comprobaba cada noche en la que recorría tan lentamente como le era posible la nave de la iglesia del convento. Sentía cada uno de sus pasos como las líneas de un diálogo que mantenía con lo que fuera que habitara a esa hora. Y el silencio que le respondía a cada pie era lo que completaba el diálogo. 
¿Cómo puede ser que entienda si no hay palabra ni gesto, ni siquiera señal alguna?
Pero entendía. Obscuridad, silencio, frío, humedad, madera, mosaicos, esculturas de miradas fijas y vacías, santos, vírgenes, ventanales, velas, presencias. Todo eso en un diálogo con ella. Cada paso, cada pie diciendo, cada mano que rozaba la madera diciendo, cada mirada a cada pared diciendo, cada tensión invisible en el aire diciendo, cada aroma perdido que tocaba su piel diciendo. 
En ese momento se dijo a sí misma que había llegado la hora de volver, eso era lo habitual. Pero la imagen y la idea de su cuarto estaban a una cantidad indescifrable de kilómetros. Con esa idea entre las manos sintió que el aire la abandonaba y un vacío infinito reemplazaba esa huida. 
¿Estoy sintiendo pánico o finalmente la presencia ha decidido callar el diálogo y aceptar la invitación de mi pecho?
Tardó un rato en notar que había detenido sus pasos. Con una mano apoyada en el primer banco, estaba cerca del altar, mirando la claridad afantasmada que permitían las ventanas superiores y la luz de la calle en la noche.
¿Sería momento de rezar, arrepentirse, correr, caer muerta o intentar nacer?
Se arrodilló, como si ese movimiento fuera lo más obvio que le quedara por pensar. Juntó sus manos bajando la cabeza y notó, como si fuera algo extraño o ajeno, el complejo roce y superposición de capas de tela de su hábito que ponía en movimiento el menor de sus gestos. Escuchó entonces la respuesta que faltaba en su diálogo. Era sencilla, realmente. 
Se puso de pie y comenzó a desvestirse. Cuando acabó por quedar completamente desnuda, se recostó en el piso totalmente extendida, con la cabeza apuntando al altar. Sus brazos pegados al cuerpo y las manos calmando el frío de los mosaicos. 
Cerró los ojos y todas las presencias conjugadas, intuidas o enredadas en sus poros le dieron la razón. 
¿Sabré nacer?
Pocos minutos más tarde se comenzó a escuchar el rumor del incendio.

2 comentarios:

  1. Como una niña buena, sigo acudiendo puntual a mi cita. El charquito nunca fue un problema y tus palabras siempre me interesaron.

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  2. Me alegro. Cuando uno se reconoce como una niña buena nada mejor que ser consecuente con su niñez y su bondad. Mire, por ejemplo, a la niña de este cuento (que no es ni niña ni buena) y mire lo que le pasó por hacerse demasiadas preguntas... No va que uno se distrae un rato y acaba naciendo. Y ya nada es lo mismo. obvio.
    Abrazo.

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