Corrió a través
del campo
minado
para escuchar atento
cuando volara en pedazos
su cuerpo
de estrellas fugaces,
cosidas
con escamas de pez
en una tarde de junio.
Llegó hasta el árbol,
de una altura
subterránea,
de unas ramas pálidas,
y cuentas de collar barato
en el sagrado
lugar
de los frutos.
El árbol le regaló una sonrisa
y él le entregó
la última carta,
con una mano temblorosa
(no es fácil volar en pedazos,
a cada paso
posible,
y llegar entero,
aún
con ambas manos).
Abrió la carta,
con ramas torpes,
y leyó
por fin
la última poesía.
Sus cuentas de collar
viraron al ocre
y una emoción de savia
desbordada
cristalizó un
gracias
jamás dicho.
Ahora volver sería
el fin.
No hay suerte que repita sus dados.
Todas las minas que esperan
su paso
tienen la paciencia infinita
del que nació
enterrado.
Recuerda el último
verso
y se lanza a correr
atravesando el campo.
El árbol busca la última rima,
y cuando escucha el último sonido
lejano, pero
obvio,
encuentra lo triste que rima
emoción con explosión,
y guarda la última
carta
rodeada de una cálida
savia amarga.
Los domingos son un día triste; momento idóneo para leer poemas cuyos versos destilan "savia amarga".
ResponderEliminarNo, pero por favor... ¿Cómo vamos a estar tristes si estamos cosidos de estrellas fugaces?
ResponderEliminarLas estrellas fugaces, amigo mío, no son más que un montón de polvo y piedras atravesando la atmósfera...
ResponderEliminarClaro, ¿y no es eso lo que somos?
ResponderEliminar(Me atrevo a decirlo hoy, que es lunes...)
No dudo que seamos polvo y, por eso mismo, debemos estar tristes.
ResponderEliminarBueno, quizá no me salga tan fácil, pero si usted lo dice procedo a entristecerme.
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