viernes, 7 de agosto de 2020

Ich liebe dich


Decía palabras tan graves como usufructo o auscultar, o a veces desmembramiento. Se subía a caballo de ellas para sentirse más alto en la conversación y poder cabalgar desde ese sonido a seguridad. Escucharlo era temer que alguna letra tropezara y, por efecto dominó, tumbara a todas las otras, dejándolo mudo de gravedad, desnudo de articulaciones y condenado a la llaneza de simples sílabas con vocales. 

Mientras hablaba, yo miraba su garganta e imaginaba una maquinaria de relojería, infestada de engranajes que chasqueaban consonantes y sincronizaban la entrada y salida de cada letra con un esfuerzo que bordeaba continuamente el colapso. Porque, por más circunscripto que se le escuchara decir sin demasiada perturbación aparente, había en sus ojos un permanente miedo a que lo primitivo escape. Ocultar un impresentable mamá con un dilapidado progenitora no podía mantener por mucho tiempo una psiquis medianamente sana, por más que le agregara una semisonrisa y lo disfrazara de mi querida progenitora, como un alarde vagamente literario y epistolar. 

Obviamente, casi sobra decirlo, se enamoró de una mujer alemana. Simplemente la escuchó hablar y sus oídos no dieron crédito a tanta belleza de consonantes atravesadas. Miraba esa boca como si fuera el manantial mismo de la vida eterna. Intentaba de a poco reproducir esas palabras, movía sus labios junto a ella en una mímica que era el pináculo de todo el amor que podía sentir por alguien. Aprendió a leerle los labios sin darse cuenta y en menos de un mes se quedó afónico por ese esfuerzo desmesurado, ese bordear el colapso continuo. La maquinaria de su garganta crujía y se retorcía en sonidos repletos de obstáculos. Si antes el poder incluir un modesto sincretismo en alguna conversación le hacía tragar saliva satisfecho, ahora, la más sencilla de las palabras de su amada lo llevaban a un altura retórica y emocional de verdadero vértigo. 

Sin embargo, desconocía un muy triste detalle que determinó su final. Su amada, enamorada también al fin, estudió muy rudimentariamente un par de palabras, sólo un par, en el idioma de su amado. Con el mejor de los sentimientos y llevando su lengua de la mano del corazón, estudió una declaración propicia para cuando llegara ese momento especial que ambos habían iban acercando a su relación. 

Cuentan, entonces, que esa noche, con las bocas muy juntas y las pupilas alimentando el natural fuego fatuo con el que pensaban envolver sus vidas, llegó el momento de la declaración verbal de lo que ya ambas pieles sabían hasta la llaga. Pero, y aquí la tragedia, en el momento en el que él esperaba el celestial sonido de ese ich liebe dich de labios de su amada, ella lo sorprendió con un entusiasmado, aunque fatal por lo bochornosamente llano, te amo.

Al instante su corazón se detuvo. Toda la maquinaria de su garganta acabó por colapsar y un sorprendido médico de rutina estampó el irrelevante "falla multiorgánica" en el certificado de defunción, sin estar para nada convencido de haber entendido la causa del deceso. 

Hoy, recordándolo aquí, frente a su lápida, advierto un sencillo detalle: le hubiera encantado ver ese impronunciable Q.E.P.D. bajo su nombre.

4 comentarios:

  1. Últimamente me veo rodeada de términos como hiperstición, holístico, forclusión... que hacen que mi cabecita explote. Entonces recuerdo a David Foster Wallace, describiéndose a sí mismo como un SNOOT (pedante sin límites o algo así), y me invade una ternura infinita, y quiero conocer todas las palabras del mundo para poder usarlas con destreza exquisita.

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  2. El problema de llegar a conocer todas las palabras del mundo y usarlas con destreza exquisita es que ya nunca más lograrías que alguien te entienda.
    La exquisitez suele tener el costo de cierta soledad.
    ¡Gracias por pasar!

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  3. Hace tiempo que la soledad dejó de ser un problema.

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