Mis manos en el volante recogen la vibración del camino, que va contando su historia a medida que desenrollamos el asfalto de esas soledades. El acelerador rígido, gracias a la ruta desierta, y mis ojos que fueron amigándose con la noche que cae como una respiración que se detiene de a poco.
En el asiento del acompañante reposa el celular. Lo dejé caer ahí luego del último mensaje, el que decía “no vuelvas esta noche a tu casa porque te van a estar esperando”.
Ahora no tiene señal. Y eso, que desespera a muchos, para mi es como un suero de alivio que me permite seguir viviendo sin que la realidad colapse.
A mi derecha, pasa rápido un cartel verde anunciando el nombre de un pueblo. Aún con cierta paranoia, voy a tomar la salida para parar allí. Llevo más de cinco horas manejando y los músculos se acalambran.
Lo primero que aparece, visible en la noche cerrada, es un gran bar o restaurante. Una construcción de madera con luces amarillas por fuera y grandes ventanales a través de los cuales se ve, como cuando nos recordamos en sueños, gente moviéndose despacio, gente sentada, gente mirando el afuera por las ventanas, gente transcurriendo.
Al entrar la sensación es que todo se detiene y el lugar entero queda en suspenso. Todas las miradas se clavan en mi. Supongo que es sólo una idea mía porque soy el “forastero” y llamo la atención entre un grupo de pueblerinos que se conocen hasta el cansancio.
Me acerco a la barra para entablar algún trato. El hombre que atiende me mira sin decir nada.
—Hola, buenas noches, estoy en viaje y…
—La primera palabra fue “hola”, sabés lo que eso significa —interrumpió una mujer sentada también en la barra.
—Todavía no son las diez. Sería muy distinto si ya hubiera sonado la campana.
Los miré e intenté retomar la conversación como si no le diera importancia a un discurrir lugareño.
—Vengo en viaje y me gustaría comer algo… ¿sirven cena?
La mujer apoyó su cara en la mano derecha, sosteniéndola. El hombre me miró con la amabilidad de una respuesta, pero antes le dijo a la mujer:
—Cena, dijo, no alojamiento. Avisale al Padre Ignacio. Él ya sabe lo que tiene que hacer. Sí, caballero, servimos cena. Por favor tome asiento y enseguida lo atendemos.
Insistí, en mi interior, en que todo era parte de algo local, del lugar. Y en ese instante sonaron tres campanas de una iglesia. ¿Serían las diez, las once? Iba a dirigirme a una mesa vacía cuando un espectáculo inesperado me detuvo. Todos los parroquianos que estaban en el lugar se levantaron al unísono y retrocedieron hasta una de las paredes. No había miedo ni alarma, parecía un movimiento ensayado, necesario.
Miré al hombre de la barra con la pregunta evidente en mi rostro.
—Llegó por la ruta, desde la izquierda, saludó con un “hola”, y pidió cena. Lleva un abrigo gris azulado y al llegar a la barra apoyó primero su mano derecha.
—Eh… sí —dije—, ¿y qué pasa con eso?
En respuesta sacó de abajo del mostrador un libro ajado y astroso, con evidencia de haber sido consultado miles de veces. Lo abrió y me fue mostrando las definiciones de todas las cosas que me había enumerado. Ahí podían leerse extensísimas descripciones y explicaciones derivadas en donde cada acción representaba una consecuencia. Por ejemplo, y por citar cosas que llegué a ver de soslayo: si en vez de ser hombre yo hubiera sido mujer, las campanadas hubieran sido ocho; si en vez de “hola” hubiera dicho “¿cómo va?”, el cantinero hubiera tenido que lavarse las manos durante tres minutos; si la mujer sentada en la barra hubiera estornudado al verme, todos deberían abandonar el pueblo durante tres días; si mi auto hubiera sido celeste, me habrían obligado a estacionarlo del otro lado de la ruta. Y así hasta el infinito.
—¿Qué significa todo esto, todas estas interpretaciones y recursos, qué sentido tienen?
El cantinero sonrió, mientras miraba atento que todos se mantuvieran contra la pared del fondo, quietos. Y luego me dijo:
—Amigo, significa que ha llegado usted al pueblo más supersticioso del planeta. A través del tiempo fuimos elaborando formas de defensa para que cada acción pueda anularse con una reacción correspondiente. El tema es que hay que saber interpretar y estar muy atentos a todo. Si se escapara un solo detalle, pues… bueno, todo volaría por los aires.
En ese instante sentí ganas de rascarme la cabeza, pero me invadió el pánico y sólo atiné a contener la respiración.
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