miércoles, 13 de septiembre de 2023

Suenan distintos


El hombre viste una campera impaciente, y de su brazo derecho se enlaza la vejez inmóvil, de pasos imperceptibles, de alguien que carga la suficiente curvatura en la espalda para ser su madre. Ella se detiene, intransigente como sus canas y su abrigo sepia, frente a las margaritas de un cantero. Él hace el ademán, que sabe inútil, de tirar levemente de su brazo derecho para continuar. Pero no.

Desde mi banco escucho las frases arrítmicas que se montan en el viento amable de la tarde.
—Qué hermosas las flores…
—Vamos mamá.
—Las flores, ¿las viste?, hermosas…
—Te hace mal, mamá, vamos.
—Qué hermosas flores…
—Ya está. Ya terminó. Vamos. Sabés que te hace mal.
—¿Las viste a las flores?, hermosas son.
—Mamá, ya no va a volver, no sigas, todo esto te hace mal.

No los estoy mirando. De alguna manera pienso que los diálogos que se miran acaban por romperse. Hay que dejarlos sueltos en los oídos y tratar de que la vista simule leer otra cosa en el viento.

—Me llevo esta. Esta sola. Son hermosas, ¿ya las viste?
—Guardala. Yo no la quiero ver. Ya sabés que no va a volver. Vamos.
—Sí, sí…

Siento el arrastrarse de los pies en la grava del camino que bordea al cantero. No los estoy mirando. Sigo sin mirarlos. Pero podría atestiguar que los pasos que cargan con una flor encima suenan distintos a los que llegaron con las manos vacías.

—Cortá… cortá te digo… ahora, sí, ¿o qué vas a esperar?

El hombre que da pasos al azar sin respetar el trazado del camino entre los canteros habla por celular y mira al cielo. Yo también miro el cielo, pero su interlocutor no está allí. O yo no soy capaz de verlo.

—Ciento setenta y ocho mil… ¿querés que te haga un dibujo? No, Esteban, esta ya la pasé, a mi no me agarran más. Una vez, sí, dos no. Cortá, querés.

Como en un proscenio involuntario, nuevamente las margaritas del cantero servían para el desarrollo de una escena. Ahora yo miraba, porque el hombre, saco gris y cabello dejado al azar de los días, me daba la espalda. Movía la cabeza marcando con una cadencia fastidiosa las palabras que le llegaban por su celular.

—¡Y claro que no va a volver!, qué gran descubrimiento que hiciste… Ciento setenta y ocho, no te lo repito más porque me hace mal, cada vez me hacés calentar más y seguís sin cortar.

En el pico de una de las cadencias de fastidio movió su mano con una despojada rapidez y cortó una margarita, tirándola enseguida al césped. Por lo visto sus ganas de que algo se corte debían de satisfacerse de alguna manera.

Al mismo tiempo que guardaba su celular en el bolsillo de su saco la bicicleta roja pasó por el camino junto al cantero. El chico pedaleaba despacio y en círculos, para esperar a una mujer que lo acompañaba. Me sentía obligado a ver a su madre en ese cuadro pero, para mantener el rigor de la observación, no podía darlo por cierto. Sin embargo la duda duró poco.

—Andá un rato más, hijo, porque ya vamos para casa.

El increíble poder de una frase tan simple. Me subió un frío por la espalda y, con toda seguridad, la tristeza que me atravesó con tanta violencia tuvo que haber aflorado en mi cara. Dijo casa, dijo nos vamos, dijo que iba a volver y también dijo, sin decirlo, una noche cálida bajo un techo; dijo luces tenues y dijo cortinas; dijo algún sillón frente a un televisor y dijo aroma a cena servida; dijo hasta ducha tibia, quizá, y dijo almohada con sábanas blancas; dijo también un despertar y dijo tener una vida.

Dijo todo lo que yo estaba obligado a callar. Porque no volvería nunca más a ningún lado, a ninguna casa, a ningún techo ni cama. Volver era un simple absurdo. Mi noche sería en la plaza y mi despertar también, igual que mi último día.

Me acerqué hasta las margaritas, elegí una muy despacio y la corté, pidiéndole perdón. Luego me la guardé rápido en mi bolsillo, por temor a escuchar el reproche de las demás y me fui caminando por la grava del sendero.
Sé que los pasos que cargan una flor encima suenan distintos.

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