Entre tantas cosas que jamás les dije estaba lo de los gestos. Nunca fui muy conocedor de las costumbres sociales pero estaba seguro de que muchos de los gestos que formaban la trama de esta familia no tenían el mismo significado fuera de la casa. El brazo derecho en alto, con el puño a la altura de la frente, por ejemplo, se traducía en “no te entiendo”, o “no me llega lo que querés explicar”, era una negativa al borde del desprecio. La mano cerrada en un puño era cierto tipo de negativa, desde la suave discrepancia cuando el puño estaba a la altura del pecho hasta la violencia manifiesta cuando se proyectaba con el brazo extendido hacia adelante. Y si ambos realizaban el mismo gesto llegando a chocar los puños, era el inconfundible “no hay manera” y luego las miradas bajaban al piso y cada uno se retiraba a respirar su frustración en soledad. Los dos brazos flexionados despacio pasando las palmas abiertas al costado de la cabeza era el ademán común para el “dejá, yo me encargo”, así como una mano con el dedo índice y el mayor extendidos y el resto recogidos era la seña, muy subrepticia, que indicaba que alguna visita debía irse lo más rápido posible. La mano derecha abierta colocada paralela a la sien y ejecutando una leve caricia significaba “voy a leerlo y te contesto”. Y así podría seguir hasta llegar al volumen enciclopédico. El catálogo era tan extenso como tácito, pues nadie en la familia se había propuesto enumerar y describir esos signos vitales de comunicación.
Y sin embargo todas esas señales, por abrumadoras que fueran en cantidad y en riqueza, no se acercaban a la trascendencia de las miradas. Entre nosotros las miradas eran todo. El gesto acompañaba, subrayaba, aclaraba o enfatizaba, pero lo que en verdad expresaba era la mirada. Sin contacto visual no había trato. Sin poder llegar a los ojos, el otro no existía. Tampoco uno, por supuesto. Aparte, obviamente al ser una familia de tres sordomudos, a nadie se le ocurría que la vida nos deparara algún día la inadmisible crueldad de perder también la vista. Por cierto equilibrio universal o divino, los tres dábamos por hecho que contaríamos con los ojos de por vida.
Tampoco jamás les dije lo que un día comencé a sentir. Porque a la par de una emoción que no sabía dónde colocar (y mucho menos con qué gesto contar), me fue subiendo por los sentimientos una tristeza muy grande que me blindaba toda expresión.
Ocurrió una tarde de verano, sentado solo en el jardín amable que entre los tres cuidábamos. Algo muy raro se dibujó en mi cabeza, por dentro, y al rato por alrededor. Tardé una larga hora en entenderlo, pero luego ya no había dudas: comenzaba a escuchar. De una sordera absoluta, de un pozo sin ecos ni fondo en el que me había acostumbrado a transcurrir, de pronto me invadía una lluvia tenue de colores desconocidos que dibujaban en mi cabeza señales, sonidos, gotas de un movimiento de aire que no necesitaba identificar. Alguien en la casa de al lado estaba cantando. Y eso fue lo primero que atravesó mi oído, recuperado en una magnitud muy leve pero suficiente como para reconocer lo que sentía.
Pasó el tiempo. Una larga cantidad de tiempo en el que me senté prolijamente cada día sin fallar jamás en el jardín. Varias veces mis padres me preguntaban, manos agitadas a la altura de los hombros y las cejas enarcadas, “qué hacía tanto tiempo solo en al jardín” y yo no respondía o gesticulaba evasivas obtusas. Nadie insistía mucho puesto que la normalidad en esta familia era un grado superlativo de rarezas. Yo encajaba en una más y punto. Pero luego, por las noches, cuando la madrugada era profunda y los únicos oídos despiertos eran los del rocío, yo me dedicaba a hacer lo que había aprendido. Yo podía cantar. Bajito, casi susurrando, muy agreste y con las escarpadas notas de quien aún no conoce su garganta. Pero cantaba, reproducía lo que escuchaba en la casa de al lado. Y cantaba. Y mientras más me deslumbraba más lágrimas me iban confirmando que jamás podría contárselo a mis padres, ni mostrarlo. Tenía la certeza de que mi voz les hubiese atravesado el corazón de la familia como un puñal agrio, como la desgraciada traición de abandonarlos, de renegar de ese mágico léxico familiar de gestos que nos unía. La amargura de ya no pertenecer, de quedarme, al fin, sin familia.
Por eso aprendí, en definitiva, que quererlos era saber cantar en silencio.
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