sábado, 25 de julio de 2020

La sombra última de Admónides


—Principio de huerta.
Luego de decirle eso, cerró la ventana.

Admónides se supo colgando en el vacío, con sus manos acalambradas aferrando el alféizar resbaladizo. La ventana cerrada lo miraba como si él ya fuese un recuerdo de alguna otra vida.

Le costaba recordar, tratar de hacer memoria mientras el viento que soplaba a esa altura le horadaba los oídos. Huerta. Como si un espantapájaros gigante se hubiese ensañado con su humilde sentido del miedo. Huerta, sembrada y cosechada, dos momentos de un mismo pensamiento. Quiso elevar apenas una mano para asomar sus dedos en el vidrio de la ventana, pero apenas si el borde de una uña... la más larga... apenas. Huerta, lo sembrado que germina y crece y se cosecha. Admónides no entendía por qué habiendo tanto aire allí arriba le costaba respirar. Huerta, esa casa colgando en la altura, como un ridículo desafío a la gravedad y la física. Huerta, la ventana da al vacío. Pero ahora él rellenaba ese vacío con un espanto bien envainado en venas de presagios hipertensos. 

—Sus ojos de metralla adobaban esos vidrios que no dejé acaramelar más por el aliento impío de la subsistencia inútil.
—¿Admónides?
—...
—Pero es ridículo el vacío. Es un espantapájaros que balbucea dentro de la oratoria de su santo equilibrio. Ya se sabe.
—Principio de huerta. 
—¿Admónides?, puede vivir sin agua, sin aire y sin vida. Nunca se sembró y nunca se cosechará... 
Lo miró con furia incontrolable y levantó un puño enrojecido y amenazante, temiendo que diga lo que finalmente el puño no pudo callar.
—... porque nació flor.
Y el puño atravesó los dientes como si el drástico viento de abril se llevara por delante todas las cortinas de la casa. Ruido de cristales y un aroma dulzón a sangre cálida en la tarde. 

Junto a la última frase, las manos resbalaban del alféizar. Ahora los pétalos lograban que Admónides reencarne en un helicoide que reía a carcajadas montado en las corrientes de aire. Ahora giraba con garbo y gracia. Ahora se elevaba compitiéndole al diámetro del sol. Ahora flotaba abrillantando sus pétalos en la marea que respiraba reflejos allí abajo, en el mar a sus pies. Ahora... le costaba recordar, tratar de hacer memoria. Junto a los giros que iban colocando a la casa en un espiral voluptuoso alrededor de su vértigo, surgió el diálogo:
—¿Nunca regado?
—No, señor, nunca.
—¿Sexo?
—Flor.
—¿Estado civil?
—Soleado.
Y se dejó caer sintiendo el vibrar de cada pétalo como si de las fibras del pulóver más querido de Dios se tratase. Abajo el mar. No puede estar tan mal... "¿Nunca regado?" Le costaba recordar en medio del viento que barría con suavidad el pasado, hojas borroneadas que descorrían algún otoño de alguna vereda. Pero esa mirada, esa pregunta y esa marea azul que subía lentamente a besarlo... 

—Principio de huerta.
Bastó escucharlo por última vez para entender dónde iría su sangre, la del puño, la de la cortina, la de los pedacitos de dientes como granizado de chocolate blanco en medio de una salsa de frutilla. Lo sembrado que germina, crece y se cosecha. Y se riega.
—Admónides... —le costaba hablar sin dientes—, secará el abismo y será mar, vacío, viento y abrazo en acantilado de santo equilibrio, y se cernirá sobre todo lo vivo y todo lo regado y no quedará ventana ni vidrio ni mucho menos caída posible... 
La sangre, la última, aún goteaba desde su cuello hasta el sembradío. 
Lo miró ya sin furia y lo vio caer a la tierra, seco, deshojado, hundiendo su cara entre terrones obscuros que comenzaban a abrazar, poro a poro, su pasado. Los tallos surgieron indolentes alrededor del cuerpo, con reflejos bermellón y ocre. Lo siguió mirando sin esperanza, sabiendo que sólo restaba sentarse a esperar la sombra última de Admónides. Principio de huerta, final de saciedad.

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