viernes, 24 de julio de 2020

Muy rápido cae la noche


Participa del asombro. Enarca los codos entre los gestos demudados y cree sonreír cuando en realidad todo alrededor se ahoga en un espanto que su vejez suprema le traduce en un feliz cumpleaños. 

Quisiera llegar hasta la puerta y deshacer el ciego silencio que el picaporte enarbola como una honestidad visiblemente tonta. Hastiadamente inocua. ¿Quién más? Sólo él. 

A través del quicio llegan sonidos del universo que él conoce. (Como si ignorarlo fuera tan fácil como gritar en sueños). El auto estaciona entre su ventana y la adolescencia tardía de su sensatez siempre alerta. (Como si esas ruedas pudieran olvidar el camino marcado con la sangre de tan bella alma). Quien sea que tenga puestas sus manos en el volante apaga el motor y, detrás de sus ojos, el recuerdo es un cuchillo que le talla el nervio óptico cincelando esas palabras que memoriza desde hace décadas. ¿Quién más? Sólo ellos dos.

El ruego del timbre vuelve templo distópico a su oído que niega las cicatrices. Pero ellas están, se dice, mientras los pasos en el umbral de entrada saben a ocaso.

Quedarse en el asombro. Con el aire rumiando juegos de inercia cruel en sus pulmones cree soñar, mientras el timbre es una plegaria de confesión sin penitencia. 

Si el picaporte quisiera hablarle, podría argumentar que ese perfume que ahora lo acaricia debe estar necesariamente asociado a aquel feliz cumpleaños. Pero si él supiera contestarle, podría explicarle que sólo lo vivo atraviesa años. ¿Quién más? 


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